Relatos breves de un itinerario que abarcó parte del Distrito Federal y ciudades y pueblos de la península de Yucatán entre Cancún y Campeche. Una aproximación a un país exuberante en su historia, su cultura, su geografía y su pueblo. (Publicado originalmente en www.vaconfirma.com.ar)
Gerardo Burton
geburt@gmail.com
A las siete de la tarde los vendedores de la calle Tacuba y del callejón Allende levantan sus puestos. Envuelven todo en enormes bolsas o en lonas plásticas que sujetan con cinta adhesiva transparente. Luego cargan todo en pequeños carros tirados por bicicletas o motos; en camionetas desvencijadas. Entre gritos, cantos, imprecaciones y risas, se van lentamente. Sostienen la carga que volverán a ofrecer al día siguiente.
La calle está en semipenumbra y empieza a quedar desierta. El adoquinado húmedo sirve de cauce a aguas y otros líquidos derramados por inútiles ya. La oscuridad se acentúa en los portales y los umbrales de los edificios. Unos carteles rojos, sucios y desteñidos, indican la entrada a la estación Allende del subterráneo, que aquí se llama metro.
Al fondo, en la avenida sigue el desfile de vehículos y personas. Muchos turistas, más que de costumbre, porque es Semana Santa y hay una especie de vacaciones para docentes y estudiantes; se mueven como en bloque en todas direcciones. El calor no afloja, las voces cantan su despedida del día trabajado. Saben que cada uno depende de su capacidad de vender. No hay red, no hay paraguas.
Al día siguiente, mañana, todo recomenzará. El ciclo no se detuvo ni durante la pandemia. Le ganaron al covid 19, a un alto costo, pero le ganaron.
Regreso al hotel
Es primavera y el calor no se soporta. Las piernas, hartas de andar, cansadas de la altura. A pocas cuadras está la Plaza de las Tres Culturas, un símbolo sólido de esta plurinación. Siempre parece, a cada paso, que esas tres culturas pululan en las calles, en los transportes, en los atrios de las iglesias. En las plazas. Nada está quieto ni nada se halla en el estado puro que añoran las derechas: todo se mezcla, y la riqueza está en el mestizaje, la esperanza reside en la historia común, de muchos. Los inadvertidos protagonistas del sincretismo, los hacedores del barroco permanente mantienen sus ojos abiertos de hambre y sed.
Cierto, alrededor del hotel duermen vagabundos en los portales de la iglesia San Felipe Neri, donde se firmó, en 1821, la independencia de México. No les dé dinero, aconsejan. Ellos quieren comida, aseguran, y varias personas se la alcanzan. De los restoranes, les llevan sobras de los platos; otros les alcanzan alguna fruta, sopa, jugos. Duermen y comen. Los portales huelen a orines desparramados en capas sobre las veredas y en las piedras de los muros.
No son mendigos: piden sólo cuando hay un oficio religioso, y siempre por algo a cambio. Ahora, en Semana Santa, algunas mujeres venden pancitos con anís, ramas de olivo y palmas, estampitas de la Virgen de Guadalupe, Francisco de Asís, Francisco el Papa que aún no ha muerto, Judas Tadeo, Felipe y algún otro de sus colegas en el santoral.
El resto del tiempo, estos hombres sin techo ni trabajo ni rostro están allí, contemplando la vida de los otros que pasa indiferente frente a ellos. No esperan milagros, sólo el día siguiente. Y permanecer esta primavera recién comenzada, antes que la temporada de lluvias los desaloje.
Alameda Central
La Alameda siempre es una fiesta. Las reseñas turísticas e históricas afirman que es el parque público más antiguo de América. También es el espacio del pueblo: es un paseo, pero también un lugar de descanso, de desayuno y de almuerzo, de merienda. Es el recreo y el baile, el encuentro y el olvido. Pertenece ala pareja joven que se ama y busca sitios aislados para sus charlas y también a la pareja veterana que anda, anda y no deja de andar desde casi siempre. Los chicos juegan, corren, patinan, comen. Todos comen, en algún momento del paseo.
La algarabía de los vendedores con sus productos en oferta continua no cesa. Fascinan los sentidos. No hay lugares en los bancos: no importa, en el suelo, bajo un jacarandá. No es sólo pasear; se trata de hablar. Y bailar en torno de alguna de las tres fuentes (Diana cazadora; Neptuno y las Nereidas; un chorro único de agua que baña un círculo en medio del cruce de senderos). Salsa, corridos, algo de rock (acaso boogie woogie o skiffle). ¿Tango y bolero?
Las parejas vienen armadas o se forman al ritmo de la música propalada por los parlantes. Los bailarines son de todas las edades: galanes maduros con traje, corbata o moño y flor en el ojal; mujeres vestidas como para la fiesta y muchachos y muchachas que se meten en el baile con todo. El inframundo está lejos, o muy por debajo de los pies que danzan.
Mientras bailan, niños y adolescentes entran y salen de debajo de los chorros de agua de las fuentes. Saludan a Diana, a Neptuno y se ríen de ellos. Siempre hay alguna ofrenda a los dioses, tan numerosos y acaso comprensivos. Más allá de que sean griegos o romanos, cristianos o aztecas, todos miran con benevolencia a este pueblo laico y creyente.
Mujeres y hombres vienen y van; hablan, gritan y cantan, andan de la mano o del brazo, gritan y la Alameda se convierte en un foro contemporáneo que sobrevive a las angustias del siglo, se defiende del desprecio de los oligarcas, resiste la opresión capitalista. Se burla a su manera, se ríe de tanta solemnidad absurda. La mayor parte del día están fuera de su casa, en los puestos, en las calles, en los negocios. Quizá por eso la proliferación de baños públicos, los WC arancelados.
María insiste en volver a la feria de artesanos sobre la calle Doctor Mora. Desde el café Cancino es posible imaginar qué hacen los vendedores: compiten por la atención y el favor de sus eventuales clientes. La exhibición de productos alcanzaría para dos públicos. Regateos y miradas de súplica o de ave rapaz intercambian vendedores y compradores. No hay sosiego posible; es dable pensar a qué hora cesará el jaleo, cansados ya los oídos y los ojos y el olfato.
Los tejidos industriales bajan el precio de los bordados artesanales, pero estos últimos son superiores en calidad y en creatividad. No hay comparación, no se sostiene. También compiten las regiones: tequila de Oaxaca, mezcal de Yucatán. Mezcal con bicho: serpiente, alacrán, gusano. Botellas de 750 centímetros cúbicos, pequeñas botellas de heladera de hotel, o más pequeñas de bolsillo: un trago único.
Después del café, en los pasillos de la feria, una vendedora explica las bondades del mezcal con cannabis. También promociona los huipiles y las guayaberas. Orgullosa de Oaxaca, donde nació pero abandonó hace décadas. Vive en el DF, vuelve de visita cada tanto y al contarlo la melancolía le humedece los ojos. De inmediato ríe y recupera su humor de vendedora optimista. Si no fuera optimista, estaría fregada, chingada, como dicen con cierto sarcasmo por acá.
María ya se perdió en el laberinto de tenderetes. Entre telas, cinturones, ropa y objetos que cuelgan desde el cielo raso artificial de la feria, gracias a los colores estridentes como las voces, se distingue, clara y distinta, su cabeza blanca que parece tener vida propia, independiente de ella.
Colonia Roma
Sólo hay que ir tres kilómetros al oeste. En automóvil, se llega pronto, menos de diez minutos. El ómnibus turístico demora algo más. Es domingo y el andar es moroso; el conductor se detiene frente a edificios imponentes y monumentos y esculturas que acompañan todo el camino. Bajamos en una parada en un mediodía luminoso, casi sin esperar oír más que el rumor de quienes almuerzan, la charla de los chicos que vuelven de las fiestas.
Caminar al garete por Colonia Roma. El otoño transcurre suave por Álvaro Obregón, la avenida del bulevar, hasta la casa azulejada de la esquina de Monterrey y Durango. Al garete como siguiendo el rastro de la propia sombra.
Antes, un descanso en El Péndulo, un café con librería o al revés. El café aroma el ambiente de charlas en sordina, lecturas, murmullos que parten de los numerosos auriculares con que los más jóvenes se aíslan. En las estanterías y en las mesas las ofertas de libros decepcionan: las mismas tapas de las mismas empresas multinacionales de edición que atiborran todas las cadenas similares, aquí y en el resto de América.
Es mediodía y en el bulevar ya hay más gente caminando, en los bancos, en los parapetos de los monumentos. Volvemos hacia la parada del ómnibus turístico. El andar parsimonioso es un pretexto para atisbar el rastro de la luz del sol entre el túnel de los jacarandáes, ficus y otros árboles de esta selva interrumpida por pavimento, vidrio, acero, mampostería, alguna escultura, ya sea clásica o indígena.
Entre la estridencia y los autos, las comidas guían los pasos, enderezan los senderos equívocos y todo andar termina, indefectiblemente, en una plazoleta con monumento. Esta ciudad es una sucesión de esculturas, y un taller al aire libre para los artistas. El barroco y el neoclásico coexisten ¿en armonía? en la misma atmósfera amerindia, mestiza, criolla, indígena.
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