martes, 26 de agosto de 2008

Carta por la libertad de expresión

Comenzó a circular un documento en defensa de la libertad de expresión, a propósito de los acontecimientos generados en torno de la publicación de "Introducción a un feo lugar", de Héctor Kalamicoy.

Éste es el texto:


Manifiesto Por...

La libertad de producción y acceso a los bienes culturales

La libertad de pensamiento

La libertad

Quienes estamos ligados/as al quehacer educativo, intelectual, artístico y cultural en general, hacemos público nuestro más enérgico rechazo a cualquier forma de CENSURA Y REPRESIÓN a la libertad de creación y expresión y/o prohibición de la libre circulación y acceso a todas de las formas de producción cultural sean éstas pasadas, presentes o futuras.

Esta manifestación -que pareciera hasta ridícula, atemporal e innecesaria- es en las actuales circunstancias una imperiosa necesidad, en virtud de las exigencias públicas de un grupo de censores, que pretenden retirar de circulación de las escuelas -vía Consejo Provincial de Educación y Legislatura Provincial del Neuquén-, el poemario Introducción a un Feo Lugar de Héctor Kalamicoy, premiado en el concurso Escribiendo en la Patagonia, en el marco del programa Nacional de Lectura del Ministerio de educación de la Nación.

Rechazamos con la misma fuerza todos los agravios e ironías vertidos tanto hacia el autor (recurso fascista) como al estilo de su producción (Hegemonía cultural).

El ejercicio de la censura, que dolorosamente nos recuerda momentos críticos de nuestro país vividos durante la pasada Dictadura militar, sienta un precedente imposible de aceptar por los/as trabajadores/as culturales, máxime en una sociedad que se pretende democrática.

La lectura de toda obra de arte es política.

En la opinión –difundida por los medios- sobre la obra en cuestión se deja en claro un malestar por la crítica al modelo sociopolítico y por el uso de un lenguaje coloquial; por ende, lo que se busca al retirarlo de la circulación es imponer límites a lo decible y a lo indecible en la cultura de la provincia y la imposición de una moral hegemónica.

Creemos que las escuelas son ámbitos de debate y de crítica de la cultura a partir de la circulación de distintas miradas y discursos sociales y artísticos existentes; en los que docentes, padres y madres ponen o debiesen poner a disposición las herramientas necesarias para poder apreciar las distintas y disímiles manifestaciones artísticas.

sábado, 23 de agosto de 2008

Política y locura


Por Horacio González *

La locura siempre fue un tema de debate político. Pero también la política es un tema ante el que suele pronunciarse la palabra locura. A veces podría pensarse que existe la política para poder definir qué es la locura. Por eso, la palabra escapa al campo de las psiquiatrías o los estudios de la mente para alojarse en un sentido genérico, que es el modo en que el lenguaje se destruye y perdería su sentido vital. Sin embargo, aun si no se dice nada que posea un significado claro, no por eso estamos locos. “No estamos locos” cuando damos la garantía de que, aun en el enredo de las palabras, no perdimos ni el poder de rectificación ni la cuerda de ironía que permite “retirar todo lo dicho”. La locura no es hablar sin ton ni son –eso lo hacemos todos, todos los días–, sino la culpable incapacidad de revocatoria. La locura es no tener memoria de lo ya hablado, es decir, la pérdida de la facultad de autorreflexión. La capacidad de revocar es una cuerda inherente al habla, un sentimiento que debemos sentir en todos los tratos que emprendemos mediante el lenguaje. Es la garantía de que no hay locura.

En los momentos agudos de crisis social, reflorece la pregunta por la locura. En verdad, la percepción de la crisis aparece como un sinónimo de locura. Lo inadmisible puede ser “locura”. Ante lo desquiciado, solemos tener preparada la fácil expresión: “¡qué locura!”. Es una obvia expresión cotidiana, pero podrá tener luego sus redactores psiquiátricos ofrecidos para la gran reparación política. Resurge entonces el recurso de los presuntos salvadores o terapeutas de urgencia que, en primer lugar, son dictaminadores. Dicen: “hay locura”; “el poder está loco”; “los gobiernos están locos”.

Los médicos lombrosianos de la política, personajes redentores de última hora, deben ser creíbles a la hora de designar a la locura o a los locos. Así como los Estados represivos que habían obstruido su vitalidad social declararon locos a sus opositores apelando al argumentum psiquiatricum, hay un nuevo Parnaso redescubierto por la reacción conservadora. Cuando ésta se recrea como acción de multitudes, se siente más cómoda en el suministro de sensaciones de alarma –la amenaza del miedo, de la locura, del pánico: toman esto de las series de televisión–, que amparando el lenguaje político en sus coordenadas objetivas. La razón que los restauradores ansían comienza por ser un manojo selecto de políticas del miedo. Lo que fascina y se quiere expulsar, la locura, es ahora el otro nombre de la turbación que parecería anidar en la política clásica y sus hipótesis realistas de transformación social, bien o mal expresadas.

Acusar de locura a la política clásica, en todo el mundo, es hoy un percutor técnico de los asesores de las derechas modernistas. Llamo política clásica a la que argumenta bajo el signo del realismo crítico, es decir, la que postula historicidad, herencias, voluntad de transformación y lo moderno como reapropiación colectiva de los nuevos horizontes tecnológicos. En cambio, las derechas renovadas ven todo eso como paleopolítica, gozan de los trastrocamientos, concurren a sus actos masivos como descamisados, confunden “look” con simbología, ven la pureza mística ofendida por cuestiones tributarias y hablan de la “gente” para rechazar el clientelismo sin sentirse en ningún momento como clientela aldeana de las peores formas de la globalización. Todo lo que se opone a esto, ya están seguros, puede denominarse frenesí o demencia. El desmantelamiento de los legados de la ciudad política, con sus baches históricos, está listo. Hay locura, profieren.

Obras teóricas de gran repercusión en los tiempos modernos trataron de diverso modo esta cuestión. Se trataba de ver si los momentos de angustia colectiva o de profunda alteración llevaban también a la pérdida de la razón, al desatino individual. Una ciencia de moda a fines del siglo XIX, una suerte de psiquiatría social novelizada, imaginó que se acrecentaba la locura cuanto más se manifestasen los rasgos de una zozobra histórica. Grandiosamente, el Facundo de Sarmiento había rondado por esas regiones. Luego, un siglo y poquitas décadas después, un sabio francés postuló que la locura era una pieza esencial para pensar la historia de la filosofía, tanto para ir revelando cada momento en que la civilización enclaustraba a su propio ser trastornado como para sugerir, sin terminar de hacerlo nunca –¡ah, Michel!–, que la reposición de la verdad consistiría en considerar la locura como la tragedia necesaria por la que debería pasar la autenticidad de la vida.

De un modo u otro, se resiste a dejar la escena la idea de que la locura es social, un verdadero momento de la historia, el instrumento más fértil para juzgarla. De ahí que esta vigilia de la locura sobre la filosofía pueda tener una intencionada traducción política, tan vulgar como frecuente, tan trivializada como urgente. Es el estigma que los políticos perezosos tienen a su disposición cuando ven la cosa fácil, a punto para la póstuma estocada “restauradora de las leyes”. Las derechas mundiales ya no principian su demolicionismo ofreciendo alternativas económicas, sino de saneamiento mental. Así, Duhalde ha dicho –y luego desdicho: o sea, dicho– que Kirchner parecía Hitler o Mussolini. Esto es, que estaba loco. Locura, aquí, es sinónimo de desmesura, atribución abrupta de nombres impropios, lo horrendo en la historia, lo que surge ya condenado. Desde hace unos meses el pensamiento sobre la locura de los gobernantes es la piedra angular del estilete desestabilizador.

Un ingrediente que excede el desarrollo que puede tener una oposición cabal –que lo debería ser por su fortuna argumentativa, su capacidad de aglutinamiento, su lucidez histórica, sus expectativas de un caudal creciente, lo que fuera– es precisamente el desmontaje específico de una legitimidad inherente a la existencia democrática. Sería lo característico, lo perteneciente a la lógica de los actos políticos de la institución pública, que se abate por obra del argumento mayor del sentido: si hay locura, no puede haber ley. Así, como dice Ignacio Vélez, las neoderechas declaran la legitimidad pública como ilegal y su propia ilegalidad como legítima. Con este retorcimiento, revalorizan la leyenda del espíritu capitalista de los patrones en huelga como si fuera el “mito de la huelga general” que hace un siglo procuraron los activistas del vitalismo revolucionario.

Mientras el Gobierno ronda sobre el antiguo peñasco de la razón de Estado –y esto debe cambiarlo: se entiende lo que quiero decir–, la oposición no está atada a ningún raciocinio, a ningún punto fijo. Actúa como si fuera un “medio de comunicación”, reticular y difusa. Manos libres, traslúcida, movilera, canchera, talante novelero, levedad del ser, bajando de su anaquel decisionista fraseologías de izquierda o de derecha, estatistas o liberales, tanto da, conjeturando una nueva aerolínea del aire o dándole aire a cualquier línea conjeturada.

La noción de locura como acto de degradación de la institución pública, que precisamente se debe exponer a través de la voz gubernativa, es una imputación límite, la pieza final de un ánimo exonerativo. Ha conseguido en una medida importante neutralizar la capacidad estatal de generar creencias colectivas. Ha puesto sitio a la diferencia política que encarnaba el Gobierno. Parece haberlo logrado con una difusa división de trabajo que comienza por quienes en barrios lejanos formulan mediciones de riesgo –digamos, un puñado de ejecutivos de Standard & Poor’s– y los que en suburbios conocidos arrojan de a puñados la idea de que estamos en el punto de riesgo estándar. Hay locura. Así como Néstor Perlongher decía “hay cadáveres”, algo se nos devuelve diciéndose “hay perturbados, hay delirantes”. El ex presidente Duhalde quedó a cargo de esa ulterior formulación.

Es la que habilita que todo sea posible en materia de conflagración o antítesis. El sentimiento de que todo es posible es en verdad un rasgo del totalitarismo. Y esto lo garantiza el arpón que proviene de los sitiadores y sus exorbitantes acopios, ese volumen de lenguaje que no cesa para declarar la mácula, el escarnio, la tara. No hace mucho, un diario opositor publicó un “diagnóstico psiquiátrico” sobre Kirchner. La expresión bipolar –bien calificada por Jorge Pinedo en PáginaI12 como “hazaña gramatical de última generación, capaz de hacer mutar una categoría (nunca al azar) psicológica en diatriba de cabotaje”– aparece como pseudociencia del chiste entre amigos, como golpe en el diccionario y como diccionario golpista. No es posible combatirlo afirmando sólo una razón de Estado que ahora será vista como locura, sino recreando el lenguaje público de la razón crítica, la de los movimientos populares argentinos del siglo XX, aun con su herencia a ser reescrita.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Aparecido en "Página 12", el 23 ago 2008

miércoles, 13 de agosto de 2008

Darwich: murió el poeta de la causa palestina


El sábado pasado, en un hospital de Estados Unidos, falleció Mahmud Darwich, la principal voz poética del pueblo palestino y autor de la declaración de independencia de su país. Varias veces candidato al premio Nobel de Literatura, había nacido en Galilea y residía actualmente en Ramallah.

Gerardo Burton
geburt@gmail.com

Mahmud Darwich, el poeta de la causa palestina, murió el sábado pasado convaleciente de una operación a corazón abierto que se le había practicado en el Hospital Memorial Hermann de Houston, Texas, Estados Unidos.
Darwich había nacido en 1941 en Al Birwa, una aldea galilea que fue arrasada por el ejército israelí cuando tenía ocho años. Su familia huyó entonces al exilio al Líbano.
La familia retornó al constituirse los territorios palestinos, y en esa época comenzó su trayectoria de poeta y su militancia en la izquierda comunista, por lo cual fue perseguido. Su primer libro, “Hojas de olivo”, fue publicado a los 22 años. En 1970 volvió al exilio, durante el cual recorrió varios países árabes y luego retornó a su país.
En Ramallah, donde residió hasta su muerte, dirigía la revista literaria Al Karmel –El Carmelo-, cuyos archivos fueron destruidos en 2002 por el ejército de Israel. Fue integrante de la Organización para la Liberación de Palestina, OLP y redactó, en 1988, la declaración de independencia de su país.
En 1993, cuando la OLP firmó en Oslo los acuerdos de paz, el poeta renunció a su cargo en el comité de dirección de la organización.
Darwich fue candidato al premio Nobel de Literatura en varias oportunidades. Conocido internacionalmente por sus masivos recitales poéticos organizados en países de todo el mundo árabe, pero su fama también se ha extendido en Occidente.
Obtuvo los premios Lanzan Cultural Freedom Price (2001) y el Príncipe Claus de Holanda (2004). Su poesía se caracteriza por la innovación del verso y la estrofa, y los críticos lo asimilan por igual al sirio Muhammad Al Magut, al turco Nazim Hikmet y a los occidentales Pablo Neruda, Louis Aragon, Federico García Lorca y Thomas S. Eliot.
Entre sus obras figuran “Pájaros sin alas”; “Enamorado de Palestina”; “Los pájaros mueren en Galilea”; “Mi amada se despierta”; “Elogio de la alta sombra”; “Menos rosas”; “Once astros” (de estos dos últimos hay traducción castellana).
Se lo considera el poeta árabe moderno más destacado, cuyos temas entroncan con la mitología de Oriente medio al tiempo que subrayan sentimientos de angustia, amor y melancolía.

DOS POEMAS

Veo lo que deseo

Miro hacia atrás esta noche
en las hojas de los árboles y en las hojas de la vida.
Contemplo la memoria del agua y la memoria de la arena.
No percibo esta noche
sino el final de esta noche,
sonidos del reloj que roen mi vida segundo a segundo
y reducen la vida de la noche.
No queda de la noche ni de mí tiempo en el que combatir
pero la noche regresa a su noche
y yo caigo en la fosa de esta sombra.

Nosotros amamos la vida

Nosotros amamos la vida cuando hallamos un camino hacia ella,
bailamos entre dos mártires y erigimos entre ellos un alminar de violetas o una palmera.

Nosotros amamos la vida cuando hallamos un camino hacia ella.

Robamos un hilo al gusano de seda para construir nuestro cielo y concluir este éxodo.
Abrimos la puerta del jardín para que el jazmín salga a las calles cual hermosa mañana.

Nosotros amamos la vida cuando hallamos un camino hacia ella.

Allá donde estemos, cultivamos plantas que crecen deprisa y recogemos mártires.
Soplamos en la flauta el color de la lejanía, dibujamos un relincho en el polvo del camino
y escribimos nuestros nombres piedra tras piedra. ¡Oh, relámpago! Ilumina para nosotros la noche, ilumínala un poco.

Nosotros amamos la vida cuando hallamos un camino hacia ella.