Relatos breves de un itinerario que abarcó parte del Distrito Federal y ciudades y pueblos de la península de Yucatán entre Cancún y Campeche. Una aproximación a un país exuberante en su historia, su cultura, su geografía y su pueblo. (Publicada originalmente en vaconfirma.com.ar)
Gerardo Burton
geburt@gmail.com
Dicen que en México hay una especial devoción por el papa Juan Pablo II. Dicen que visitó cinco veces el país. Una de ellas fue en Puebla con los obispos latinoamericanos reunidos para “renovar” los documentos de Medellín, que se redactaron en 1968 con el envión del Concilio Vaticano II.
Pero el papa polaco tenía otra intención: poner en caja a los católicos latinoamericanos comprometidos con la teología de la liberación, seducidos por la religiosidad popular, impulsores del cambio profundo en la Iglesia. Nada de eso para Karol Wojtila, alineado con Reagan y Thatcher y animador de su ariete Lech Walessa, un cuarteto nada fabuloso cuya principal (acaso única) tarea fue demoler el comunismo, empezando por Polonia.
Y hacia adentro de la Iglesia, la vuelta a la gran disciplina: nada de jesuitas rebeldes ni curas obreros. No más tercer mundo, ahora sólo opciones por los pobres; nada de barrios ni de comunidades de base, ahora vuelta a los templos y al hábito que sí hace al monje. La Iglesia católica volvió a sus atrios. Le ganó al comunismo, sí, pero perdió a los pobres, que ahora se van detrás de cualquier secta que promete la vida eterna sin alcoholismo ni drogas ni infidelidades y con traje, corbata y polleras bajo las rodillas. Y exige el diezmo para pagar esa salvación.
Por eso hay monumentos (estatuas de bronce de cuerpo entero) que glorifican al papa polaco. Acaso una estatuaria exagerada. No lo suficiente como para expurgar los pecados de pederastia de la Legión de Cristo, por ejemplo.
En el atrio de la Catedral de México; en el monasterio San Antonio de Padua de Izamal, la bella ciudad amarilla; en Mérida; en la basílica de la guadalupana hay algunas estatuas que lo recuerdan. Todos aman a Juan Pablo II, ahora santo por la gracia de Dios y del papa Francisco. Por eso, dicen, merece sus monumentos.
hay que mirar el dolor de frente
como acá
ponerlo en piedra
en metal, en oro
como acá
el dolor sólido, brillante
de sangre y lágrimas cubierto el dolor
mirarlo aunque duela
mi dulce niña
mirarlo en la tarde, temerlo
en la noche
mirar al dolor como quien pelea
o está dispuesto
a que haya poesía también ahí
sobre todo ahí
nada más que ahí
y que el calvario sea
el lugar
del salto
de la caída
donde ya no más
la cruel sonrisa de la vida
sea borrada
La ciudad se construyó sobre el territorio ganado al lago Texcoco, que rodeaba a Tenochtitlán, la capital azteca. Sucesivos drenajes y procesos de desecación permitieron la expansión urbana del distrito federal.
Sin embargo, estas edificaciones están sometidas, desde la época colonial, a un lento, implacable hundimiento. El atrio de la catedral, construida en el siglo XVI, está hoy a un metro y medio por debajo del nivel del ábside, aunque dicen que la diferencia llegó a ser de tres metros. Se percibe, desde el Zócalo, una leve inclinación de las torres, y nada permite dudar de que el Palacio Nacional y el resto de los edificios del Zócalo estén en la misma situación.
En el interior de la iglesia, un péndulo oscila en el pasillo principal, sujeto a la cúpula. Ese movimiento no hace más que confirmar el inexorable y pausado desplazamiento de la catedral, acaso penitente por los pecados de los siglos.
En el subsuelo, descansan en sus tumbas restos de obispos, nobles, militares y benefactores. Nadie recuerda a quienes la levantaron con piedras extraídas de los templos que los conquistadores les encargaron demoler. Demolieron y construyeron las mismas manos que fueron sometidas por los invasores. Sus nombres duermen en el limo fecundo y anónimo de la historia.
levantaron los templos
los demolieron
levantaron otros
volvieron a derribarlos
hasta que dijo basta
el conquistador
ahora la laguna
poco a poco
con paciencia
se los traga
el abandonado tiene sed
lejos de dios
nostalgia siente de su
muerte demorada
sólo el dolor
queda con él
a tanta distancia de la luz
como del abrazo
Pascua
ellos también
esperan la hora cero del tercer día
levantarse
del vacío absoluto, del extremo sufrimiento
a esa vida
que abraza desde los pliegues
que viene
sin esperanza de salvar
y salva
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