miércoles, 28 de abril de 2010

Bergoglio: recordando con ira

Jorge Adur, sacerdote asuncionista desaparecido en 1980.










El rol del ahora cardenal Bergoglio en la desaparición de sacerdotes y el apoyo a la represión dictatorial es confirmado por cinco nuevos testimonios. Hablan un sacerdote y un ex sacerdote, una teóloga, un seglar de una fraternidad laica que denunció en el Vaticano lo que ocurría en la Argentina en 1976 y un laico que fue secuestrado junto con dos sacerdotes que no reaparecieron. La iracunda reacción de Bergoglio, quien atribuye al gobierno el escrutinio de sus actos.Por Horacio Verbitsky

Marina Rubino (con su esposo, Pepe Godino). La teóloga escuchó de labios del obispo Raspanti que Bergoglio le impidió recibir en su diócesis de Morón a Yorio y Jalics. Días después los secuestraron.Cinco nuevos testimonios, ofrecidos en forma espontánea a raíz de la nota “Su pasado lo condena”, confirman el rol del ahora cardenal Jorge Bergoglio en la represión del gobierno militar sobre las filas de la Iglesia Católica que hoy preside, incluyendo la desaparición de sacerdotes. Quienes hablan son una teóloga que durante décadas enseñó catequesis en colegios del obispado de Morón, el ex superior de una Fraternidad sacerdotal que fue diezmada por las desapariciones forzadas, un seglar de la misma Fraternidad que denunció los casos al Vaticano, un sacerdote y un laico que fueron secuestrados y torturados.

Teóloga con minifalda
Dos meses después del golpe militar de 1976 el obispo de Morón, Miguel Raspanti, intentó proteger a los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jalics porque temía que fueran secuestrados, pero Bergoglio se opuso. Así lo indica la ex profesora de catequesis en colegios de la diócesis de Morón, Marina Rubino, quien en esa época estudiaba teología en el Colegio Máximo de San Miguel, donde vivía Bergoglio. Por esa circunstancia conocía a ambos. Además había sido alumna de Yorio y Jalics y sabía del riesgo que corrían. Marina decidió dar su testimonio luego de leer la nota sobre el libro de descargo de Bergoglio.

Marina Rubino vive en Morón desde siempre. En el Colegio del Sagrado Corazón de Castelar daba catequesis a los chicos y formaba a los padres, que le parecía lo más importante. “Una vez por mes nos reuníamos con ellos. Era un trabajo hermoso. Esta experiencia duró quince años”. También dio cursos de iniciación bíblica “en todos los lugares no turísticos de la Argentina. Teníamos una publicación, con comentarios a los textos de los domingos, queríamos que las comunidades tuvieran elementos para pensar”. Desde que se jubiló da clases de telar, en centros culturales, sociedades de fomento o casas.

No quiso ingresar al seminario de Villa Devoto porque no le interesaba la formación tomista, sino la Biblia. En 1972 comenzó a estudiar Teología en la Universidad del Salvador. La carrera se cursaba en el Colegio Máximo de San Miguel. En primer año tuvo como profesor a Francisco Jalics y en segundo a Orlando Yorio. Mientras estudiaba, coordinaba la catequesis en el colegio Sagrado Corazón de Castelar, donde también estaba la religiosa francesa Léonie Duquet. “Eran tiempos difíciles. Por hacer en el colegio una opción por los pobres tomándonos en serio el Concilio Vaticano II y la reunión del CELAM en Medellín perdimos la mitad del alumnado. Pero mantuvimos esa opción y seguimos formando personas más abiertas a la realidad y al compromiso con los más necesitados sosteniendo que la fe tiene que fortalecer estas actitudes y no las contrarias.” El obispo era Miguel Raspanti, quien entonces tenía 68 años y había sido ordenado en 1957, en los últimos años del reinado de Pío XII. Era un hombre bien intencionado que hizo todos los esfuerzos por adaptarse a los cambios del Concilio, en el que participó. Después del cordobazo de 1969 repudió las estructuras injustas del capitalismo e instó al compromiso con “la liberación de nuestros hermanos necesitados”. Pero el problema más grave que pudo identificar en Morón fue el aumento de los impuestos al pequeño comerciante y el propietario de la clase media. “Muchas veces hubo que discutir y sostener estas opciones en el obispado y monseñor Raspanti solía terminar las entrevistas diciéndonos que si creíamos que había que hacer tal o cual cosa, si estábamos convencidos, él nos apoyaba”, recuerda Marina. Sus palabras son seguidas con atención por su esposo, Pepe Godino, un ex cura de Santa María, Córdoba, que integró el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.

Marina cursaba teología en San Miguel de 8.30 a 12.30. No le habían dado la beca porque era mujer, pero como era la coordinadora de catequesis en un colegio del obispado, Raspanti intercedió y obtuvo que una entidad alemana se hiciera cargo del costo de sus estudios. Tampoco le quisieron dar el título cuando se recibió, en 1977. El director del teologado, José Luis Lazzarini, le dijo que había un problema, que no se habían dado cuenta de que era mujer. Marina partió en busca de quien la había recibido al ingresar, el jesuita Víctor Marangoni:

–Cuando me viste por primera vez, ¿te diste cuenta o no de que era mujer?

–Sí, claro, ¿por qué? –respondió azorado el vicerrector ante esa tromba en minifalda.

–Porque Lazzarini no me quiere dar el título.

Marangoni se encargó de reparar ese absurdo. Marina tiene su título pero nunca se realizó la entrega oficial.

La desprotección
Un mediodía, al salir de sus cursos, “lo encuentro a monseñor Raspanti parado en el hall de entrada, solo. No sé por qué lo tenían allí esperando. Estaba muy silencioso, le pregunté si esperaba a alguien y me dijo que sí, que al padre provincial Bergoglio. Tenía el rostro demudado, pálido, creí que estaba descompuesto. Lo saludé, le pregunté si se sentía bien, y lo invité a pasar a un saloncito de los que había junto al hall”.

–No, no me siento mal, pero estoy muy preocupado –le respondió Raspanti.

Marina dice que tiene una memoria fotográfica de aquel día. Habla con voz calma pero se advierte el apasionamiento en sus ojos grandes y expresivos. Pepe la mira con ternura.

“Me impresionó verlo solo a Raspanti, que siempre iba con su secretario”, dice. Marina sabía que sus profesores Jalics y Yorio y un tercer jesuita que trabajaba con ella en el colegio de Castelar, Luis Dourron, habían pedido pasar a la diócesis de Morón. Yorio, Jalics, Dourron y Enrique Rastellini, que también era jesuita, vivían en comunidad desde 1970, primero en Ituzaingó y luego en el Barrio Rivadavia, junto a la Gran Villa del Bajo Flores, con conocimiento y aprobación de los sucesivos provinciales de la Compañía de Jesús, Ricardo Dick O’Farrell y Bergoglio. “Le dije que Orlando y Francisco habían sido profesores míos y que Luis trabajaba con nosotros en la diócesis, que eran intachables, que no dudara en recibirlos. Todos estábamos pendientes de que pudieran venir a Morón. Ninguno de los que conocíamos la situación nos oponíamos. Raspanti me dijo que de eso venía a hablar con Bergoglio. A Luis ya lo había recibido, pero necesitaba una carta en la que Bergoglio autorizara el pase de Yorio y Jalics.”

Marina entendió que era una simple formalidad, pero Raspanti le aclaró que la situación era más complicada. “Con las malas referencias que Bergoglio le había mandado él no podía recibirlos en la diócesis. Estaba muy angustiado porque en ese momento Orlando y Francisco no dependían de ninguna autoridad eclesiástica y, me dijo:

–No puedo dejar a dos sacerdotes en esa situación ni puedo recibirlos con el informe que me mandó. Vengo a pedirle que simplemente los autorice y que retire ese informe que decía cosas muy graves.

Cualquiera que ayudara a pensar era guerrillero, comenta Marina. Acompañó a su obispo hasta que Bergoglio lo recibió y luego se fue. Al salir vio que tampoco estaba en el estacionamiento el auto de Raspanti. “Debe haber venido en colectivo, para que nadie lo siguiera. Quería que la cosa quedara entre ellos dos. Estaba haciendo lo imposible por darles resguardo.”

La teóloga agrega que le impresionó la angustia de Raspanti, “que si bien no podía ser calificado de obispo progresista, siempre nos defendió, defendió a los curas cuestionados de la diócesis, se llevaba a dormir a la casa episcopal a los que corrían más riesgo y nunca nos prohibió hacer o decir algo que consideráramos fruto de nuestro compromiso cristiano. Como buen salesiano se portaba como una gallina clueca con sus curas y sus laicos, cobijaba, cuidaba aunque no estuviera de acuerdo. Eran puntos de vista distintos, pero él sabía escuchar y aceptaba muchas cosas”. Uno de esos curas es Luis Piguillem, quien había sido amenazado. Regresaba en bicicleta cuando se topó con un cordón policial que impedía el paso. Insistió en que quería pasar, porque su casa estaba en el barrio y un policía le dijo:

–Vas a tener que esperar porque estamos haciendo un operativo en la casa del cura.

Piguillem dio vuelta con su bicicleta y se alejó sin mirar hacia atrás. De allí fue al obispado de Morón, donde Raspanti le dio refugio. Los militares dijeron que se había escondido bajo las polleras del obispo. Pero no se atrevieron a buscarlo allí.

–¿Raspanti era consciente del riesgo que corrían Yorio y Jalics?

–Sí. Dijo que tenía miedo de que desaparecieran. No pueden quedar dos sacerdotes en el aire, sin un responsable jerárquico. Pocos días después supimos que se los habían llevado.

De Córdoba a Cleveland
Otro testimonio recogido a raíz de la publicación del domingo es el del sacerdote Alejandro Dausa, quien el martes 3 de agosto de 1976 fue secuestrado en Córdoba, cuando era seminarista de la Orden de los Misioneros de Nuestra Señora de La Salette. Luego de seis meses en los que fue torturado por la policía cordobesa en el Departamento de Inteligencia D2 pudo viajar a Estados Unidos, adonde ya había llegado el responsable del seminario, el sa-

cerdote estadounidense James Weeks, por quien se interesó el gobierno de su país. Este año se realizará en Córdoba el juicio por aquel episodio, cuyo principal responsable es el general Luciano Menéndez. Ahora Dausa vive en Bolivia y cuenta que tanto Yorio como Jalics le dijeron que Bergoglio los había entregado.

Al llegar a Estados Unidos supo por organismos de derechos humanos que Jalics se encontraba en Cleveland, en casa de una hermana. Dausa y los otros seminaristas, que estaban iniciando el noviciado, lo invitaron a dirigir dos retiros espirituales. Ambos se realizaron en 1977, uno en Altamont (estado de Nueva York) y otro en Ipswich (Massachusetts). Recuerda Dausa: “Como es natural, conversamos sobre los secuestros respectivos, detalles, características, antecedentes, señales previas, personas involucradas, etc. En esas conversaciones nos indicó que los había entregado o denunciado Bergoglio”.

En la década siguiente, Dausa trabajaba como cura en Bolivia y participaba de los retiros anuales de La Salette en Argentina. En uno de ellos los organizadores invitaron a Orlando Yorio, que para esa época trabajaba en Quilmes. “El retiro fue en Carlos Paz, Córdoba, y también en ese caso conversamos sobre la experiencia del secuestro. Orlando indicó lo mismo que Jalics sobre la responsabilidad de Bergoglio.”

Los asuncionistas
Yorio y Jalics fueron secuestrados el 23 de mayo de 1976 y conducidos a la ESMA, donde los interrogó un especialista en asuntos eclesiásticos que conocía la obra teológica de Yorio. En uno de los interrogatorios le preguntó por los seminaristas asuncionistas Carlos Antonio Di Pietro y Raúl Eduardo Rodríguez. Ambos eran compañeros de Marina Rubino en el Teologado de San Miguel y desarrollaban trabajo social en el barrio popular La Manuelita, de San Miguel, donde vivían y atendían la capilla Jesús Obrero. De allí fueron secuestrados diez días después que los dos jesuitas, el 4 de junio de 1976, y llevados a la misma casa operativa que Yorio y Jalics. A media mañana Di Pietro llamó por teléfono al superior asuncionista Roberto Favre y le preguntó por el sacerdote Jorge Adur, que vivía con ellos en La Manuelita.

–Recibimos un telegrama para él y se lo tenemos que entregar –dijo.

De ese modo, consiguió que la Orden se pusiera en movimiento. El superior Roberto Favre presentó un recurso de hábeas corpus, que no obtuvo respuesta. Adur logró salir del país, con ayuda del nuncio Pio Laghi, y se exilió en Francia. Volvió en forma clandestina en 1980, convertido en capellán del autodenominado “Ejército Montonero” y fue detenido-desaparecido en el trayecto a Brasil, donde procuraba entrevistarse con el papa Juan Pablo II. El mismo camino del exilio siguió uno de los detenidos en la razzia del barrio La Manuelita, el entonces estudiante de medicina y hoy médico Lorenzo Riquelme. Cuando recuperó su libertad la Fraternidad de los Hermanitos del Evangelio le dio hospitalidad en su casa porteña de la calle Malabia. En comunicaciones desde Francia con quien era entonces el superior de los Hermanitos del Evangelio, Patrick Rice, Riquelme dijo que quien lo denunció fue un jesuita del Colegio de San Miguel, quien era a la vez capellán del Ejército. Está convencido de que ese sacerdote presenció las torturas que le aplicaron, cree que en Campo de Mayo.

El ablande
También como consecuencia de la nota del domingo aceptó narrar su conocimiento del caso un fundador de la Fraternidad seglar de los Hermanitos del Evangelio Charles de Foucauld, Roberto Scordato. Entre fines de octubre y principios de noviembre de 1976, Scordato se reunió en Roma con el cardenal Eduardo Pironio, quien era prefecto de la Congregación vaticana para los religiosos, y le comunicó el nombre y apellido de un sacerdote de la comunidad jesuita de San Miguel que participaba en las sesiones de tortura en Campo de Mayo con el rol de “ablandar espiritualmente” a los detenidos. Scordato le pidió que lo transmitiera al superior general Pedro Arrupe pero ignora el resultado de su gestión, si tuvo alguno. Consultado para esta nota Rice, quien también fue secuestrado y torturado ese año, dijo que eso no hubiera sido posible sin la aprobación del padre provincial. Rice y Scordato creen que ese jesuita se apellidaba González pero a 34 años de distancia no lo recuerdan con certeza.

Iracundia
Como cada vez que su pasado lo alcanza, Bergoglio atribuye la divulgación de sus actos al gobierno nacional. Esta semana reaccionó con furia, durante la homilía que pronunció en una misa para estudiantes. En lo que su vocero describió como “un mensaje al poder político”, dijo que “no tenemos derecho a cambiarle la identidad y la orientación a la Patria”, sino “proyectarla hacia el futuro en una utopía que sea continuidad con lo que nos fue dado”, que los chicos no tienen otro horizonte que comprar un papelito de merca en la esquina de la escuela y que los dirigentes procuran trepar, abultar la caja y promover a los amigos. Con este ánimo iracundo inaugurará mañana en San Miguel la primera asamblea plenaria del Episcopado de 2010.

Link a la nota:
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Apuntes a propósito de acuerdos y desacuerdos en la poesía patagónica en las “Conversaciones de Otoño 2010”.


Lectura de poesía, el sábado 17 de abril de 2010.





Gerardo Burton
geburt@gmail.com


Acuerdos y desacuerdos se plantearon en las “Conversaciones de Otoño 2010” como un pretexto para indagar sobre el escenario donde se produce la poesía en particular y la literatura en general en la región llamada Patagonia. Un grupo de veinte poetas comenzaron, en la mañana del sábado 17 de abril, un sendero que no terminó, que apenas fue esbozado como planteo discursivo y que enfrentó posiciones en algunos casos.
Fue una discusión imposible de instalar treinta años atrás. La historia jalonada por los encuentros de literatura de Puerto Madryn, mantenidos con una tozudez a prueba de tiempo y displicencias oficiales; las distancias vencidas a costa de escrituras y libros; los resquemores diluidos en un espacio creado por los organizadores –Silvia Butfilovsky y Chelo Candia- y transformado en un ámbito que se constituyó en el reino de lo “real maravilloso”.
Afortunadamente esta vez no hubo casi menciones al presunto carácter fundacional de la literatura patagónica: ya está fundada debidamente, los viajeros dejaron de viajar o, los que siguen haciéndolo, desterraron ese espíritu de pioneros muy estilo siglo XIX. Por lo menos, los descubrimientos y hallazgos corren por cuenta de los que indagan: ya no hay esa predisposición a la novedad que termina con esa forma laica del bautismo denominada nominalismo.
Se mantiene, sin embargo, esa actitud de prepotencia de trabajo que tanto caracteriza a la poesía, a la literatura y a los modos de hacer cultura en la región. Nada de jerarquías ni títulos de nobleza: éstas no son las sociedades del norte del país y las colectividades que mantienen sus tradiciones se plantan frente a cualquier intento de adornar las academias o de honrar tradiciones que no les son útiles ni necesarias.
La poesía patagónica se propone como lenguaje en construcción; como un espacio donde confluyen tres lenguas: el castellano, el mapuche y el galés, por separado o entremezcladas según las regiones. Se trata de un cosmopolitismo sui géneris, con sus acentos propios, sus tiempos y sus historias. Cualquiera de las tres tradiciones lingüísticas mencionadas puede intentar dominar; cualquiera puede aparecer como vencida según se proponga como dominante ante las demás –la castellana- o como dominada ante el extranjero –y cuarta lengua, el inglés-.
Lo cierto es que los poetas edificaron, en el lapso de una generación –si se entiende por ésta un período de veinte a veinticinco años, aproximadamente-, un espacio propio dentro de la literatura argentina. Dieron el salto de lo regional sin dejar de ser locales; pagaron y cobraron todos los peajes habidos y por haber en la producción literaria y ahora se asientan sobre una escritura que adquiere un rostro multicultural, con tantas aristas como grupos, colectividades y creadores existen. La prepotencia del trabajo los eximió de constituir escuelas; todavía no hay “poeta patagónico” laureado y, por el contrario, existe un equilibrio inestable en un escenario favorecido –y embellecido- por la fuerte presencia ideológica y estética de las mujeres.
En el sendero de salida del neoliberalismo y de la reasunción de las funciones de lo estatal, de lo público y de lo comunitario, no es casual que haya una crisis de lenguaje: se vacían de contenido las concepciones tradicionales –históricas, culturales, patriarcales- y ocurre la necesidad de resignificar hasta los sentidos más comunes, más elementales y cotidianos. Liliana Campazzo describió las diferencias que la palabra “agua” podía suponer para habitantes de la costa atlántica, de la meseta central y de la cordillera, sin ir más lejos. Hay un proceso de resignificación que “nos excede”, dijo.
Luego se propuso analizar el proceso histórico en América Latina en la globalización y la posmodernidad, que también resignifica lo ocurrido en décadas anteriores -1960, 1970-: paradigmas, formas de pensar la cultura; formas de producir literatura. Como resultado de ese camino, “las batallas culturales de esas décadas no son las mismas que las actuales”.
Así, Sergio De Mateo apuntó que en la Argentina actual se consideran una literatura mayor y una literatura menor. La primera está asentada fundamentalmente en Buenos Aires y se relaciona estrechamente con la industria editorial; es tributaria de ella. Esta literatura mayor legitima una literatura, una forma de hacer literatura según las configuraciones impuestas por el mercado.
En contra de la poesía turística: se trata de una caracterización del madrynense Miguel Oyarzábal, y se refiere a la poética que se corresponde con lo que el imaginario social y cultural espera de la producción patagónica. Sin embargo, sea por opción personal, sea por –y contra- las características del mercado, los escritores y poetas de la Patagonia están en los márgenes: quizá por eso De Matteo indicó que “es bueno estar fuera del interés industrial”. El rasgo distintivo de la cultura patagónica –su cerril oposición a las academias y su pertinaz elusión de los canales institucionales oficiales- tiñe la producción literaria. Así, mientras la narrativa en general en el país pelea contra la imposición de la industria, y muchas veces cede ante ella, la poesía prácticamente no tiene presiones del mercado ni del sistema. De eso se salvan la literatura patagónica en general y casi en absoluto la poesía compuesta en estas provincias.
La mayor virulencia de esta situación, entonces, se verifica en la narrativa, y sobre todo en la producida en la Ciudad Autónoma y su zona de influencia. En cambio, y a modo de repetición conviene citar a De Matteo: el estar en -y ser parte de- una literatura menor “implica poder decir algo siempre contestatario y político”. La literatura menor, entonces, otorga autonomía, independencia, es plural.
A esta consideración se añaden las consecuencias de la etapa neoliberal en la Argentina y la fuga y cuasi desaparición del Estado como tal. La función del Estado como dador de sentido y organizador de la vida comunitaria no es la misma hoy que la de veinte años atrás. En ese lapso de casi una generación, el ciudadano pasó de sujeto a consumidor; y la familia y la escuela dejaron de ser las instituciones instituyentes de la identidad. Fue una fuga de lo estatal que culminó con los sucesos de diciembre de 2001, una fecha que puede considerarse como el estallido del modelo iniciado en 1975 y consolidado a partir de la instauración de la dictadura cívico-militar en marzo de 1976.
Como consecuencia de ese hecho, además de “pensar sin Estado”, los poetas también debieron “escribir, producir, publicar y distribuir” su poesía sin el Estado. No contra ni aparte, sino “sin el Estado, en virtud de la ausencia de políticas culturales” sostenidas.
Se plantearon varios ejemplos: la gestión de los fondos editoriales rionegrino y neuquino, cada uno con sus costados criticables y, por contraposición, la realización de jornadas sin la participación institucional de organismos públicos. Ejemplo palmario: las “Conversaciones de Otoño” que, en su cuarta edición, se constituyen en ese espacio caracterizado como “epifánico” por Macky Corbalán o como parte de lo real maravilloso propio de nuestra América.
Un punto particular lo constituye la cuestión editorial. Para un fondo oficial –el FEN o el FER- “podría plantearse una solución” mediante acuerdos con los libreros y distribuidores locales, como punto de partida.
La ausencia, la falta de vínculo, la ruptura de los lazos entre las instituciones estatales y la producción cultural no implica necesariamente quedar en los márgenes. Tampoco acceder a los espacios generados por lo mercantil o lo industrial. Hay un espacio de fisura desde donde se pivotea y a partir del cual se puede reclamar la presencia de lo público y del Estado, ya que se trata de un patrimonio común. En ese punto, no sólo se habla de una estructura administrativa gigante y ominosa, sino de un espacio de representación que, como a otros, también pertenece a los creadores.