jueves, 25 de agosto de 2011

Un fruto dulce y maduro



Por Enrique Rozitchner *

Séneca (4-65), la figura más representativa del estoicismo durante el Imperio, en su Epístola XII a Lucilio, presenta cómo vive su propio envejecimiento. Las señales de la vejez provienen menos del cuerpo que del mundo exterior que lo circunda; el mundo también envejece. El paso del tiempo se refleja en los objetos envejecidos que hemos amado durante toda la vida. La casa que edifiqué, el árbol que planté y vi crecer, de pronto se me muestran viejos. Como si Séneca admitiera su vejez a través del mundo que envejece con él, porque dondequiera que vaya encuentra señales de su envejecimiento. Se trata de una fuerte percepción, que no se orienta por referencias al cuerpo que se deteriora o al propio ego (Freud diría: menos narcisista), sino de modo indirecto. En esta experiencia, a la que efectivamente muchos tienen acceso, el sujeto envejece con el mundo que lo ha rodeado, con la comunidad en que creció o se desarrolló. Séneca, contra todo egocentrismo, pone el acento en que uno es uno y sus circunstancias de vida, el cúmulo de vínculos afectivos con los que ha vivido. La identificación proyectiva con la vejez del otro, con un mundo envejecido, como ese plátano de su finca que ha plantado y que ya no puede dar frutos, confirma su envejecimiento.

Tales señales de la vejez, lejos de ser borradas como amenazas o fantasmas, en el estoico se reciben con afecto, con la expectativa de obtener de ellas numerosas satisfacciones. La Epístola XII valoriza esas señales, propone amigarse con ellas, reconocerse en ellas y no rechazarlas como extrañas y siniestras. Según Séneca, en todo placer lo más voluptuoso se guarda para el final. Ese mundo transitorio y envejecido aparece como un fruto dulce y maduro del cual todavía es posible alimentarse. La enseñanza estoica apunta a que en la vejez también hay placeres, o aun se goza de no precisar ninguno de ellos, porque ya se ha gozado lo suficiente y su sabor impregna la boca. Al igual que Cicerón, Séneca considera la vejez realizada desde el modelo del hartazgo de la vida.

En la Epístola XII se postula una concepción circular del tiempo donde nadie es tan viejo que no puede vivir un día más, lo cual equivale a vivir una vez más el ciclo de toda la vida. Nacimiento y muerte, en la circularidad cualitativa del tiempo y de los días, son los extremos de los momentos intensos de la vida que igualan al joven y al viejo; cada día que se vive en la vejez remite a una densidad especial que incluye la existencia completa. Mientras que en la temporalidad longitudinal de la flecha del tiempo la intensidad de una vida se pierde sin resto, en el tiempo circular cada día trae la potencialidad del deseo y la posibilidad de reanimar los placeres vividos. La vida, en la visión de Séneca, se compone de círculos concéntricos –infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez– unos dentro de otros, y el gran círculo del nacimiento y de la muerte los abraza a todos.

En la Epístola XXVI a Lucilio, Séneca afirma que la vejez delimita el mundo de la edad cansada, aunque no, subraya, aplastada. Estas palabras y otras expresan un sentimiento de falta de correspondencia entre la percepción de su propio envejecimiento corporal y el alma: Séneca se descubre viejo, pero esa representación no coincide con su propio yo. El reconocimiento de esa diferencia entre lo que fue y lo que es se realiza ahora, como en la Epístola XII, a partir de ciertas señales de su vejez, sólo que en este caso proceden de una percepción interna. Ese cansancio de Séneca indica los cambios corporales de la senectud, aunque en él ese cansancio no se prolonga en el alma; distingue entre la vitalidad de su alma y el cansancio de su cuerpo. El vigor del espíritu, la potencia anímica o psicológica, no se corresponden con una corporeidad que se percibe cansada. Sin embargo, esa falta de correspondencia entre la psiquis y el soma puede darse (incluso invertida) en cualquier edad y no únicamente en la vejez.

La Epístola XXVI recuerda que el fin de la vida se acerca y se debe enfrentar la muerte. Este es un tope que Séneca advierte para la libertad del alma en la vejez: llegar a la sabiduría y al deleite del alma anuncia la antesala de la muerte.

El estoicismo, en cuanto a la experiencia del envejecimiento, sigue en vigencia porque nos presenta un modelo subjetivo bastante realista del esfuerzo que realiza lo anímico para recomponer sus relaciones con el cuerpo; Séneca mide constantemente sus capacidades y no se quiere engañar respecto de lo que puede y lo que no, de lo que obedece a la sabiduría y lo que obedece al cansancio de la edad. El dramatismo de este envejecimiento resulta mucho más intenso que los envejecimientos actuales, que pasan desapercibidos, a pesar de la masividad de la vejez en el mundo actual. Sin duda, Séneca no se desentiende de su envejecimiento; por el contrario, su yo se encuentra comprometido en un notable proceso de autoanálisis.

Para el sujeto estoico que envejece, la muerte tiene una función reveladora –en el sentido, si se quiere, del revelado fotográfico–: es el elemento fatal que le permite medirse. La actitud de Séneca frente a la vejez le evita lamentarse de lo que perdió, caer en la queja y la depresión, a la vez que observa las señales inequívocas del envejecimiento, aun con crudeza al percibirlo como un marchitarse, un cansarse, un fundirse. Sin embargo, al afrontar esa nueva situación vital, se dirige hacia una resolución. También él, como Cicerón, prefiere un apagamiento asintótico de la vida y no ese último empujón para terminar de una vez del que ha muerto en vida. La fortaleza anímica de Séneca conduce el desprendimiento lento y suave, poco a poco, de la naturaleza y de la vida, pero rindiendo cuentas todo el tiempo a sí mismo. La dinámica de reorganización del narcisismo, de la autoestima, implica también una nueva valoración de las cosas en el final de la vida. La muerte se vuelve muy importante para Séneca; ella, al llegar, juzgará su vida, le dará sentido a todos sus años vividos. A partir de ese momento, sin ningún adorno, Séneca será lo que es. A consecuencia de ese mecanismo asintótico del final de la vida, en la que ya no cabe ninguna queja, la meditación estoica se orienta al examen interior ante la proximidad de la muerte; ésta se presenta como la medida de su existencia, aquello que abrirá el juicio final respecto de sí mismo. Esta posición transforma en crucial la vejez, y la muerte en un acontecimiento de máximo sentido, de máxima verdad con respecto a sí mismo. La virtud estoica se resume en ese acto de morir.

Séneca enseña a prepararse para ese último día en que el estoico deberá enjuiciarse sin ninguna trampa, porque en ese momento se decide el valor de la palabra dada, la autenticidad de la vida o la simulación de la comedia que se representó. La última palabra, para Séneca, la tiene la muerte; lo que hemos hecho en la vida, la verdad acerca de nosotros mismos, surgirá al morir. Es cierto esta reflexión acerca de sí mismo se recomendaría para cualquier etapa de la vida, ya que la muerte está todo el tiempo presente. Al no hacernos cargo de ella, la proyectamos hacia el futuro, pero forma parte de la vida. En todo caso, en la vejez adquiere un relieve impostergable. Por esa razón, Séneca –como Epicuro– aconseja meditar sobre la muerte para aprender a morir, aunque sea una ciencia que sólo usaremos una vez. No se trata de una tanatología, que estudia al otro que se muere; Séneca piensa su propio morir. En el mundo contemporáneo, en cambio, casi nadie quiere pensar en su propia muerte y quizás ello se vincule con la falta de ética en muchos actos de los sujetos de nuestro tiempo. La meditación sobre la muerte que recomienda Séneca también implica una ciencia de lo que no se sabe, de lo inexperimentable. Y este meditar para aprender a morir es en sí mismo un aprendizaje de la libertad, un desaprender a servir, una invitación a permanecer fuera del alcance de todo poder.

Publicado en Página 12

El último adiós a un músico popular y argentino


Figura clave de la música popular argentina, fue un artista capaz de arriesgar para avanzar en el folklore: rompía los moldes formales del género, pero en base a su profundo conocimiento. Fue el creador de Los Huanca Hua, M.P.A. y La Manija.
Por Karina Micheletto
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La carrera de Farías Gómez fue una continua búsqueda de proyectos y juntadas con amigos, con más o menos éxito de público.

Ayer por la mañana, a los 73 años, murió Juan Enrique Farías Gómez, “el Chango”, figura clave de la música popular argentina. Se encontraba internado desde el fin de semana en la clínica Otamendi a causa de una afección pulmonar, que agravó el cuadro por el cáncer contra el que luchaba desde hacía años. El título de su último disco, Chango sin arreglo, sintetiza quizá la doble marca que ha dejado este artista en la cultura argentina. La de ser, por un lado, el gestor de una música perdurable, rompiendo con los moldes formales de un género del que evidenciaba, al mismo tiempo, un profundo conocimiento (“sin arreglo”, en este caso, estaba lejos de significar “sin red”). Y también la de ser un artista capaz de arriesgar para avanzar en el folklore, un género que ha dado muestras de optar por permanecer estático, en tantos casos.

La lucha del Chango Farías Gómez contra su enfermedad fue activa y creativa hasta el final: sin ir más lejos, estaban en pie los conciertos de los martes en el Teatro del Viejo Mercado del Abasto, que en los últimos meses funcionaron como grandes encuentros con amigos, apuestas también por lo que iba a venir. Se habían puesto como nombre “Los Amigos del Chango” y se definían como una “orquesta popular de cámara” que interpretaba “música clásica argentina”. La integraban compañeros de numerosas aventuras musicales del Chango como el flautista Rubén “Mono” Izarrualde, el trompetista Ricardo Culotta, los guitarristas Agustín Balbo y Néstor Gómez, y nuevas generaciones como el baterista Jerónimo Izarrualde. Planeaban entrar a grabar el disco que ya tenía por nombre, justamente, Música clásica argentina.

Decir que el de Chango Farías Gómez fue un nombre fundamental del folklore argentino implica repasar sus criaturas musicales y la forma en que marcaron profundamente las diferentes décadas. El Chango fue arreglador, percusionista, guitarrista, cantante, docente, productor de trabajos ajenos (el bellísimo disco de Mercedes Sosa Corazón libre, grabado para la Deutsche Grammophon, lleva por ejemplo su marca de gracia). Pero Farías Gómez fue además un promotor, un gestor capaz de imaginar y poner en marcha, sumando otras voluntades talentosas, formaciones legendarias como Los Huanca Hua, el Grupo Vocal Argentino, Músicos Populares Argentinos (MPA) y La Manija, todas apuestas por la renovación de los sonidos de época.

En la era de oro que fue para el folklore la década del ’60, formó junto a su hermano Pedro, Hernán Figueroa Reyes, Guillermo Urién y Carlos del Franco Terrero Los Huanca Hua, aquel conjunto vocal que inauguró otro modo de cantar en conjunto, no sólo las melodías, abarcando con las voces también onomatopeyas e imitaciones de instrumentos, con complejos arreglos vocales e introduciendo la polifonía en el folklore argentino. En una segunda etapa de Los Huanca Hua, Marián Farías Gómez reemplazó a Figueroa Reyes. En 1966 el Chango dejó este grupo, que siguió dirigido por su hermano Pedro, y formó el Grupo Vocal Argentino, que marcó la actividad coral en la Argentina, incorporando al repertorio coral la música popular.

En 1976 debió exiliarse, primero en España y luego en Francia. En el exilio grabó un disco instrumental, Lágrima, con la participación del pianista Gustavo Beytelmann y el bandoneonista Juan José Mosalini, entre otros músicos radicados en Francia. A su regreso a la Argentina mostró con su hermana, la cantante Marián Farías Gómez, y con el pianista Manolo Juárez, el espectáculo Contraflor al Resto, que luego fue grabado. El folklore de los ’80 tuvo la marca potente de MPA, aquellos Músicos Populares Argentinos que completaban Jacinto Piedra, Peteco Carabajal, Verónica Condomí y Rubén “Mono” Izarrualde. No es exagerado decir que toda una generación de músicos retomó contacto con el folklore deslumbrada por aquella formación que hacía sonar de nuevo –renovaba– clásicos del cancionero o que ponía en arreglos maravillosos creaciones como “Digo la mazamorra”, de Peteco Carabajal, inaugurando nuevos clásicos. La MPA puso en escena también la voz inigualable de Jacinto Piedra, aquel santiagueño que murió joven, en un accidente. Incorporó batería e instrumentos eléctricos y, para poner en perspectiva la revolución que significó, es conocida la anécdota que repite Peteco Carabajal, sobre la forma (nada amable) en que fue recibido tamaño atrevimiento en su Santiago natal.

En los ’90, con el grupo La Manija, la apuesta del Chango sería por llevar al folklore más allá de sus raíces criollas, poniéndolo en diálogo con sus descendencias hispanas y africanas. La “condición negra” del folklore argentino, la evidente marca africana de ritmos como la chacarera, era uno de los temas que apasionaban al músico, sobre los que podía extenderse interminablemente en las entrevistas y charlas.

El repaso de su carrera es una continua búsqueda de reuniones, proyectos, juntadas con amigos, con más o menos éxito de público. Experiencias como el trío que formó en los ’70 con el bandoneonista Dino Saluzzi y el guitarrista Kelo Palacios, con la improvisación como eje, o el espectáculo que compartió con Gustavo Cuchi Leguizamón en los ’80 definen también sus iniciativas. Antes, en 1964, fue convocado por Ariel Ramírez para hacer los arreglos de percusión de su Misa Criolla y para interpretar la primera grabación de la obra, ese mismo año, junto a Los Fronterizos. Recién en 2003 editó un disco solista, ese Chango sin arreglo que lo define en título y música.

Marcas de familia

Farías Gómez nació en 1937, en Buenos Aires, y se crió en el barrio de San Telmo. Su primer grupo se llamó Los Musiqueros, que integró a los 16 años junto con Mario Arnedo Gallo y Hamlet Lima Quintana. La suya fue una familia musical: su padre, Enrique Napoleón (“El Tata”, o “El Huachito”), fue pianista, recopilador y compositor; su madre, Pocha Barros (“María Pueblo”), compositora y poeta. Sus hermanos Marián y Pedro (fallecido en 2004) también siguieron la vocación artística (Mariano fue el único de los hermanos que no se dedicó a la música). El linaje musical de los Farías Gómez se continuó en la siguiente generación, con los propios hijos del Chango, Juancho y Facundo (el Changuito, percusionista de la banda rock Los Piojos), y con sus sobrinos, Sebastián, Gabriel y Guadalupe.

La política fue otra marca de familia, al igual que su fuerte identidad peronista. Como funcionario, y asumiendo diferentes candidaturas políticas en diferentes partidos, su trayectoria fue menos lineal que la musical. En 1989 fue designado por el entonces presidente Carlos Menem director Nacional de Música, cargo en el que se desempeñó hasta 1991. Un logro de esa gestión fue la creación del Ballet Folklórico Nacional, bajo la dirección de Santiago Ayala “El Chúcaro” y Norma Viola. En 2003 entró a la Legislatura porteña como integrante de una de las cuatro listas de Mauricio Macri, Movimiento Generacional. “Si estoy en la lista de Macri es porque fue el único que me ofreció un cargo. Y como no quiero transformarme en un músico de protesta, prefiero ponerme a hacer cosas. Desde la Legislatura sé que puedo discutir ideas, buscar consensos y proponer soluciones. Pues bien, allí estaré. No importa por dónde entre”, explicaba entonces a esta cronista, con férreo pragmatismo peronista.

En 2005, ya como legislador del Frente para la Victoria, su voto, en contra del de su bloque, fue decisivo para lograr el juicio político a Aníbal Ibarra, como integrante de la sala acusadora. En 2007, finalmente, fue candidato a diputado nacional por la Democracia Cristiana, partido que respaldaba a nivel nacional la fórmula Cristina Fernández de Kirchner-Julio Cobos. En los últimos años se había retirado de la actividad política “porque sigue siendo muy asquete”, según había explicado, y había vuelto a la música. Rodeado de amigos, como siempre.

Publicado en Página 12