sábado, 28 de agosto de 2010

Sobre Leónidas Lamborghini


Se trata de una reseña del libro "Mezcolanza".

La poesía es una recreación del mundo, tiene ese poder”
El libro es producto de las conversaciones que mantuvo el poeta con Santiago Llach, entre 2007 y 2008. Allí están los temas que lo marcaron, desde el peronismo hasta el exilio, con la oralidad irreverente que fue también un sello de su notable obra poética.

por Silvina Friera

La risa de Leónidas Lamborghini –el “crack peronista” de la poesía argentina del siglo XX– devora lo momificado, lo consagrado, lo institucionalizado. Nunca se quedó en el molde esta maravillosa termita. Nadie como este poeta ha practicado la risa –como poética y política–, tan empecinado en resistir al poder “que utiliza una máscara para disimular sus estropicios tras la fachada de lo ‘serio’”. Hay palabras –como estropicios– que tienen el inconfundible sabor de la oralidad lamborghiniana. Hasta cuando estaba en la lucha por el mango y vivía en una pensión –a fines de los años ’50–, de noche leía el Quijote. Y se reía a carcajadas. Tanto se reía que le golpeaban la puerta para que bajara el volumen. Es probable que los lectores que se sumerjan en Mezcolanza (Emecé), las memorias de Lamborghini, sufran, por momentos, tremendos ataques de risa. Mejor que así sea; que la risa de cada uno se funda con la del poeta. Santiago Llach se encontró muchas veces con el autor de Las patas en las fuentes entre marzo de 2007 y septiembre de 2008. Leónidas, que entonces ya había pasado los ochenta años, desgranó recuerdos de infancia y de juventud. Y habló de todo, desde su experiencia en el exilio en México, hasta el modo en que escribió y reescribió sus libros. El desparpajo, esa cosa casi inmoral con el lenguaje, el no respeto de la sintaxis, los juegos –inscriptos en sus poemas– se pueden apreciar en estas páginas, en la oralidad irreverente de un poeta que hilvana los retazos de su vida. “La ensalada rusa que tengo es arlteana. Mi obra está cruzada por Arlt, Discépolo, las letras del tango, Dante... Es una mezcla que yo tengo, un epigrama que se llama: ‘Edificio en construcción. Guarda con la mezcladora’; le dijo el constructor al de la máquina mezcladora.”

La incalculable virtud de Mezcolanza es haber preservado esas perlas del habla de Leónidas. Las jergas, giros y muletillas. Quien lea estas memorias –y quien haya gozado del placer de haber charlado largo y tupido con este bufón gigante de la poesía argentina en su modesto departamento de la calle Laprida– se encontrará con la inconfundible dicción del poeta. “El tono –afirma Llach en el prólogo– es el de una deriva en la que priman los saltos azarosos que la mente le sugiere a la voz antes que el orden lógico de un relato sistemático.” El libro –como la memoria– es un montaje que en ciertas instancias repone cierto orden cronológico y temático. Este loable montaje es el testimonio de un hombre atravesado por las peripecias públicas de la Argentina del siglo pasado. Poeta fundamental de este país –cómo pensar la poesía sin sus balbuceos, sin el tronche abrupto, el corte de verso que deja al lector sin aliento–, Leónidas murió el pasado 13 de noviembre de 2009 sin llegar a revisar la versión final del texto. Su hija Teresa se encargó de la tarea, amén de introducir numerosas precisiones. También de Teresa fue la idea de incluir un delicioso bonus track: la reescritura de un pasaje del Finnegan’s Wake, de James Joyce, del que Lamborghini habla en sus recuerdos. Como complemento ineludible, se agregó, además, la entrevista realizada por Daniel García Helder para Diario de poesía en 1996 y una cronología centrada en la obra de Lamborghini.

El título de estas evocaciones es de cuño discepoliano. No podía ser de otra manera. La mezcla, epigrama o ensalada rusa, la “mezcolanza” –aclara el poeta– se la debe a Discépolo. “¿Y si toda nuestra literatura fuera una mezcolanza? Porque Arlt decía que era el Dostoievski argentino. Pero antes fue el folletinista, de allí sacó El juguete rabioso, y con esa especie de lenguaje de cosa rocambolesca. La mezcolanza tiene ese dejo italiano, casi despectivo. Lo gauchesco tiene esa misma connotación, grotesca. En Hernández tenés una mezcla de Dante con el poema clásico, la invocación y todo eso que está como transportado a nuestra realidad, hay transposiciones, en Borges también las hay. Borges será más fino, tiene cuidado con las mezclas. En química no es la combinación, en la combinación no notás los elementos, es una síntesis. En la mezcla o mezcolanza, notás los elementos que la componen”, explica Leónidas.

Tenía 9 años cuando garabateó unos poemas, imitando a Lugones. Era un adolescente cuando un tipo de la barra le dio la letra de un tango. Esta donación sellaría un destino. El tango fue algo entrañable para Leónidas, especialmente las letras (no tanto la música), a las que tempranamente relacionó con Baudelaire y Rubén Darío. La picaresca está a la orden de cada página, como un extraño dispositivo que eleva cómicamente aún más el anecdotario. “Yo siempre dije que tendría que haber sido tenor. Soñé con ser cantor de tango, creo que ese sueño lo ha frecuentado mucha gente. Y hasta pensaba en ganarme la vida con el tango. Porque uno en el baño canta fenómeno...”. En la zona del deseo de Leónidas, el tango fue un poderoso imán. Confiesa –porque su voz resuena en tiempo presente– que tenía el prurito de sentir que no era un buen balarín. “Siempre admiré a los bailarines de tango y quería imitarlos, pero nunca alcancé esa elegancia.” “Elegancia”, “seriedad”: se llevan a las patadas en esa “lucha paralela” con el poema que entabló Lamborghini.

El repaso de su experiencia en la fábrica textil del padre –llamada Terecar–, donde se hacían casimires hacia mediados de los años ’40, parece una “pieza de museo” de la memoria –lamentablemente– del país industrial en el que se fogueó el poeta. Leónidas intentó estudiar Agronomía en la facultad, pero se tuvo que retirar “porque ahí eran todos gorilas”. Ese joven, que entonces ya se proclamaba peronista, era considerado por sus “compañeros” como un “fascista”. La imagen de mochilero sería “futurista” para este señor de bigotazos militantes que nació en 1927. Como si fuera un precursor hasta en esos trotes, se podría decir que Leónidas tuvo una etapa de “mochilero peronista”, entre los 22 y 23 años, cuando anduvo “vagabundeando” por el norte: Salta, Jujuy, Tartagal. Su marca de fábrica, asume el poeta, fue haberse puesto “siempre a favor del laburante”, tanto en las fábricas donde puso el cuerpo como en su condición de delegado en los diarios Crítica y Crónica. Ingresó a los 30 años al diario que fundó Botana y trabajó en la sección policiales, donde antes había estado nada menos –vaya coincidencia– como Roberto Arlt. El periodismo –para él que entró “sin saber un carajo”– fue una tabla de salvación. Es una pena que las notas que escribió –muchas ni siquiera estaban firmadas– no se hayan conservado. Al menos sus hijos hurgaron en los archivos de Crónica, pero no encontraron nada.

Si los recuerdos son como hebras muy frágiles, Leónidas los potencia con el tamiz de lo cómico. No se cansaba de repetir ciertas frases –la de Nietzsche, “tenemos el arte para que la verdad no nos destruya”– que fueron y son como el abecé de su existencia poética. “Creo que el artista siempre es el bufón de la corte. Como el bufón de Shakespeare en Rey Lear, al servicio de controlar la locura o la imbecilidad de los que tienen el cetro, respondiendo a la distorsión con la distorsión multiplicada, viendo en lo cómico lo trágico y en lo trágico lo cómico.” Su padre –que le habló tempranamente de literatura– había fracasado como escritor –aunque llegó a publicar Memorias de un pobre hombre–; pero por esas cosas de la vida tuvo dos hijos escritores. “Yo, el hijo mayor, un día le vine con una imitación de Almafuerte y me corrió por las escaleras. Yo no entendía un carajo.” Lamborghini fue entendiendo, tal vez demasiado rápido. Pero siempre explorando en los márgenes, desde su primera obra-plaqueta el Saboteador arrepentido (1955). No entraba en la generación del ’40, tampoco en la del ’50. Ese joven repudiado casi por unanimidad –salvo honrosas excepciones, como la de Juan Jacobo Bajarlía– estaba mancillando la poesía. La risa, el grotesco, la parodia, la caricatura, eran perturbadores, incómodos, incomprensibles. Eso no era poesía, escupieron los “más piadosos”. Aunque lo cagaron a palos y lo sopapearon para toda la cosecha, Lamborghini se levantó todas las veces que fue necesario. La ruptura que representaba su propuesta –intuía– sería, tarde o temprano, comprendida.

De principio a fin cultivó una política de reescritura de los modelos que le interesaban: el Martín Fierro y la gauchesca, Discépolo, Eliot, Quevedo y Luis de Góngora, entre otros. Rompió la sintaxis de esos modelos, recombinó los elementos verbales para ver qué otro sentido podía surgir, o qué sentido se escondía detrás de la materia verbal. Generoso a la hora de permitir conocer la cocina de su escritura, el poeta revela cómo trabajaba en Al público la variante con el poema clásico en la segunda estrofa: “En vez/ tú no tienes voz propia/ni virtud/dijo/ y escribes sólo para”. “Tanto en el Martín Fierro como en Homero o en Virgilio se le pide a la musa, y se da por sentado que el poema sigue y la musa lo ayudó –recuerda–; acá la tensión se forma cuando él le pide a la musa y la musa le dice que no es poeta, que no sirve para nada, no tiene virtud, virtud como fuerza. Además lo acusa, le dice que escribe sólo para figurar, por vanidad. Esas son cosas que hice como una variante del poema clásico. Invocar a la musa, y la musa que no lo apoya.”

El lector puede escuchar las “sabias enseñanzas” de Lamborghini. No vendría mal precisar que nunca apela a un tono pedagógico de maestro ciruela, sino que opta por transparentar los materiales y el sentido de sus operaciones. Es encomiable su fundamentación del “tronche” con el que tajeaba el verso. “Si vos decís: ‘Aquí me pongo a cantar...’ Si uno hace el experimento y pone, ‘aquí me pongo’, punto... El tronche en ‘pongo’ tiene una fuerza de la gran puta... una fuerza terrible... hasta erótica.” Esa fuerza de la gran puta –en la que se cruzan lo más alto con lo más bajo– es inagotable: sorprende y estremece al lector adicto y reincidente de Leónidas. También al lector que arremete con la frescura de la primera exploración. Cómo se divertía el poeta jugando como un chico con el modelo para ver cuánto rinde en una lectura que se dé a la par de una escritura, una relectura. Qué manera de hacer taquitos a las prohibiciones y amonestaciones a las “momias”, esos poetas-fósiles que lo ningunearon. Sólo entonces, cuando recordaba cómo lo maltrataron, se ponía “serio”. Contraía el rostro por el dolor de una vieja herida que nunca terminaría de cicatrizar. ¡Pero qué joven es y será la voz de Leónidas! “A cierta altura, un escritor debe conocer los trucos como para no caer en la trampa de explicar o poner cosas de más. Llega un momento en que uno es el crítico indicado de lo que está haciendo, si no, es un boludo.”

Quizá porque se extraña mucho a Leónidas cuesta abandonar Mezcolanza. Pero el libro invita a cada lector a ser testigo y escucha de una remembranza exquisita. “A mí un verdulero me dijo: ‘Lambor, ¿qué es la poesía?’; y yo le dije: ‘Esto que pasa cuando entramos a joder y yo le pido, y usted me atiende, y le digo que estas manzanas y estas frutas son joyas, y usted me lo admite’. Es una recreación del mundo, tiene ese poder. La poesía es un pájaro del asombro, lo ves, está al lado tuyo, y te atrae, está vigilando.”