viernes, 31 de diciembre de 2010

Murió Ricardo Zelarayán, un "escritor secreto"


Adiós al poeta y al mito
El escritor, cuyo sonoro apellido obra como contraseña de una suerte de culto, falleció el martes pasado. Más difícil es establecer la fecha y lugar de su nacimiento, lo que alimenta la leyenda. La obsesión del espacio y Lata peinada son algunos de sus libros.
Por Silvina Friera

La Parca es una cretina con escaso refinamiento prosódico. Nunca emplea la elipsis, ni escamotea sus intenciones. Jamás vacila. El martes murió el gran poeta Ricardo Zelarayán, tal vez el mayor mito de la literatura argentina contemporánea. La ecuación es perfecta para aceitar el culto al “escritor secreto”. La sola mención de su sonoro apellido es una especie de contraseña fascinante que incorpora feligreses de boca en boca, de lectura en lectura. Publicó pocos libros, escribió mucho más, pero esos textos se perdieron en sucesivas mudanzas, de pensión en pensión. El capital poético y narrativo que despliega en su obra –de los poemas de La obsesión del espacio (1972) hasta la mítica novela extraviada y recuperada, Lata peinada– rubrica el carril de un horizonte para alquilar balcones. “Una mezcla rara”: así se definía este poeta que descendía de indios analfabetos por el lado paterno. “Aunque yo he salido blanco como mi madre”, aclaraba. ¿Cuándo y dónde nació? Menudo problema responder una pregunta que a priori debería resultar sencilla. Algunas fuentes –el Breve diccionario biográfico de autores argentinos, de Pedro Orgambide; la mayoría de las páginas web y la solapa de la reedición de su novela La piel del caballo– consignan que habría nacido en 1940. El poeta Jorge Aulicino establece la fecha mucho antes: el 21 de octubre de 1922. Otro cantar similar se plantea con el lugar. Zelarayán podía anclar su origen en Paraná y sentirse entrerriano, pero también se llamaba a sí mismo “tucumano-salteño”. Epílogo genial estas versiones, una estocada magistral para mantener la llama encendida del mito.

La única “certeza” por ahora –hasta que biógrafos y fans demuestren lo contrario– es que Zelarayán no era porteño. Se describía como un provinciano resentido exiliado en la Capital. Su frente de combate por excelencia fue la dicotomía Capital-interior. Que su yacimiento poético sea la lengua del país profundo y mestizo no implica incluirlo automáticamente por los pagos de la gauchesca. “Aborrezco a los gauchos. El gaucho es la policía del patrón. Por eso le dan el caballo. Yo no sé de dónde sacan que soy gauchesco o neogauchesco –protestaba con razón contra el torpe facilismo de estas etiquetas–. Claro, como en mi novela (La piel del caballo) aparece un caballo, ya es gauchesco. ¡Pero hay que ser boludo! Y como soy provinciano, los porteños creen que nací en el campo.” Hay frases para conservar en el cofre antojadizo de la memoria. Decía que “una novela empieza por una frase escuchada en la calle”. Lo que entraba por la oreja de este señor inexorablemente sordo –pero con un oído biónico descomunal para escuchar lo que muchos no pueden oír–, ese colchón de voces que lo interpelaban, era apenas la punta del iceberg, la materia prima de un protolenguaje, un impulso inicial que sería infatigablemente digerido y elaborado.

A Buenos Aires llegó para estudiar Medicina, según recordó el poeta en una de las pocas entrevistas que le hicieron. Pero no pudo terminar la carrera; para un hombre de provincia, la necesidad imperiosa de trabajar eclipsaba la tentativa de educarse en la universidad. Fue corrector en la editorial Depalma, redactor creativo en agencias de publicidad, periodista y traductor. El descendiente de indios analfabetos, apodado por sus amigos “el Franchute”, hablaba inglés y francés a la perfección. A comienzos de los ’70 integró una revista fundamental: Literal. El primer libro de poemas que publicó, La obsesión del espacio (1972), un joyita de punta a punta, es una de las naves insignia para los jóvenes poetas argentinos, como han reconocido Fabián Casas y Washington Cucurto, entre otros. “La palabra misterio hay que aplastarla / como se aplasta una pulga / entre los dos pulgares. / La palabra misterio ya no explica nada”, se lee en el poema medular “La gran salina”. Casas percibe que la prosa de Zelarayán está hecha “con violentos cambios de clima e imágenes dantescas del campo”. Pero advierte que no es el campo idílico sino “la urbanización que crece en el medio de los pueblos, trayendo sus negocios, sus traficantes, sus autazos y sus machados, es decir, toda la escoria de las ciudades que destruye a la naturaleza original que ya se ha perdido”.

Zelarayán asumía una influencia “muy fuerte” de Macedonio Fernández desde el ángulo del cuestionamiento del ser, pero no tanto en el estilo; influencia palpable especialmente en sus “novelas” –encomillado que pone en tela de juicio si es posible hablar de géneros– La piel del caballo y Lata peinada. También publicó Roña criolla, poemas para calentar motores, “frases de arranque” como si pusiera primera para empujar la realidad, chispazos notables, anzuelos que atrapan a su presa. “Rezongado rezongo de palabra renga. / Pelo y barro”, se lee en “Pioja”. “Mano mansita, mosca aplastada. / La mula mansa escupe jinetes y el vuelo fracasa, / nariz en tierra”, escupe en “Gota”. El poeta no tenía inconveniente en marcar la cancha. No quería integrar la “pequeña borgesía”, pero admitía que Borges tenía “cosas hermosas”, como “La fundación mitológica de Buenos Aires”. Tampoco Osvaldo Lamborghini fue santo de su devoción. Le gustaba El niño proletario, pero se quejaba de la repetición en Lamborghini, una obsesión y exigencia que acaso pueda ser una de las columnas vertebrales para comprender por qué Zelarayán publicó poco: “Si yo veo que me estoy repitiendo, digo ‘esto no va’. Y lo tiro”. Lejos estaba de comulgar con la parodia en la literatura; la calificaba, sin medias tintas, como “una estupidez total”. “La parodia encaja perfectamente con la posmodernidad, en el sentido de que, como ya está todo hecho, lo único que cabe es la desacralización de los modelos. Es un disparate”, subrayaba en la entrevista con el poeta Fernando Molle.

Imposible no rendirse a las aristas de un mito construido, fundamentalmente, con una gran obra, una musiquita inquietante por donde se la escuche y lea. Pero se impone apostillar un plus de intensidad adicional. “No soy escritor”, decía Zelarayán, aceitando con esa frase un tópico fascinante. No respondía al estereotipo de lo que se supone es un escritor: alguien que publica regularmente. “Para merecer el título de escritor hay que publicar un libro cada dos años, cosa que yo no he hecho y no creo que pueda hacer jamás”, confesaba. “Claro, ésa es la burocracia de la literatura. Yo pienso que se escribe porque hay ganas de escribir, y resulta que si a uno no le interesa lo que está escribiendo, evidentemente, chau. Es el único privilegio del escritor: ser el primer lector.”

martes, 9 de noviembre de 2010

Lectura, poetas y plaqueta



El viernes 12 de noviembre, en el Museo Gregorio Álvarez a las 19.30, será el Tercer Conversatorio de Poetas. Allí, leeré textos de la plaqueta "nube nueve".

domingo, 7 de noviembre de 2010

nube nueve




























gerardo burton





nube nueve






la cebolla de vidrio ediciones





 2010, gerardo burton
dirección electrónica: geburt@gmail.com


ilustración de tapa: “he tried to face reality”, john lennon
burton, gerardo

nube nueve – 1ª. ed. – neuquén: la cebolla de vidrio, 2010. 12 págs. sin foliar 13x21 cm.

1. poesía argentina. CDDA861


gerardo burton nació en buenos aires en 1951.
desde 1986 reside en neuquén. es casado, padre de tres hijos y abuelo de una nieta.
publicó hasta la fecha, en poesía, poemas iniciales (botella al mar, 1979); con la esperanza delante y 18 poemas azules para maría (de la unidad, 1981); los juegos ocultos (la lámpara errante, 1985); infierno sin umbral (1989); aire de penumbras (1995) y radiofotos (2004, los tres en último reino). editó cinco plaquetas: cuatro sonetos (1992); elegía clara (1993); corazón perdido (2002); nunca un bolero (2006) y endecha (2009). su obra poética editada hasta 2004 está recopilada en el volumen obra junta, (municipalidad de Neuquén, 2007).
también publicó en antologías del país y del exterior y participó de festivales, congresos y encuentros de poesía y de literatura.
estudia pintura. es periodista.






nobody sees you when you’re on cloud nine
john lennon





nadie
en la nube nueve
ve
sólo tu espalda
rasca
un puñal
nadie
dibuja sobre
tu espalda
en la nube
desnuda
como la luz


todo recomienza: un
zorzal hacia
el cielo gris
nunca parece suficiente
nunca




flor de damasco
pétalo blanco sobre la herida
pétalos
de dolor en la lluvia
besos furtivos al caer la sombra



beso ese cuerpo
tantas veces besado
beso
ese cuerpo de sombras
beso
un manjar



ácida la fragancia
de esa piel ajada, agrio aire
de mudez en las sombras

dónde buscar que el sexo estalle
dónde la roja carne ardiente
habrá de devorar abismos
para saciarse


huellas de aves en los médanos de su cuerpo
una playa
de curiosos pictogramas
y rupestres gestos de amor en el tiempo



tiembla de deseo
el labio oculto
mientras entre nubes
alguien enciende
alguna hoguera


un bostezo, es el sexo, un
alarde en estas horas
de hastío
algo que ya no se obtiene

no hay mirada, ni canto
sólo el triste amor del anciano
del continente fragmentado, de la
oscura soledad
del lento desvanecer

cartas, palabras,
poemas que abruman





entre la rosa flor del lapacho
y el aire
qué cielo no estará



sueños de sueños, alguien atesora
una soledad de infancia, un riesgo
demorado

se deslizan peldaños abajo
entre nubes de austria
y la magnolia de la recoleta
más allá

¿dónde el cielo del lapacho
y del jacarandá próximo
cuando de sonrisas se trata
de besos
a la hora del ocaso?


sólo un sueño
esa mujer de sol
y lejanías
un laberinto de voces
que construyen paredes y paredes
donde
hubo heridas




aún el chimehuín
susurra dolores con unos labios verdes
hostiles como entonces

las manos deshechas, no más
aferrarse al encantamiento
de la miel oscura, de la sonora
voz que llama, canta

y esta vez no es el chimehuín

no los besos olvidados
tras los árboles del otoño
ni esas noches de desvelo, vigilia inútil
por supuesto, donde
las preguntas ya no arden




pies timonean el lecho
un océano de sábanas e intemperie
cielos oscuros y el ardor
de las pieles al tocarse

es una caricia, el anuncio de la herida
un tacto extendido
hacia el horizonte que bebe la pasión


como pechos se alzan
vientres se funden
en el único abrazo


en la estirada sombra donde nacen
o nacían
besos, danzas de muslos encantados


ahora la luna
establece caminos más arduos
pero de igual premio

un puerto donde estalla
el latigazo en llamas de los sexos



arden los tuétanos aún
antes de que el viento cante con espuelas de sílice
hendiendo las espaldas
de los amantes extenuados

ya no el abrazo

exangües
dos cuerpos que no sacian
sed ni hambre
de sangre, semen y salobre saliva



estalla la sombra
entre aguas verdes y el aire
transparente del alba

fue el murmullo ácido
de madreselvas en madrugada, una
caricia de luz blanca
que enardeció la memoria
de la piel sobre la piel




nunca es el mismo
amor, jamás un espejo
repite el destello

sólo el murmullo de aguas lentas
que hayan acaso
develado sueños, juegos
de olvidadas edades
lamen el sol


los viejos frutos
en la mesa descansan
entre árboles de tilo, y jazmines
que endulzan las frías mañanas


ni esos ojos
miran el mundo

cae el sol
en un estruendo
de cenizas y duraznos

lo castiga entre sollozos
lo odia
parece
y exilia de la piel
todo disfrute

navega
entre el dolor y la espuma

apenas muerde
las márgenes que oscuras
se desvanecieron en la sombra




dedos que pulsan
el mapa del placer
en cada ondulación
de la carne que ama




ahora dormir
como sobre médanos
dejar que el sueño sea viento
y que el océano descubra
el profundo lecho del horizonte

médanos esos pechos en la sombra
premio del sediento
navegante
que entre sábanas encontró mares
y un buque
de salobre carga

amante o marinero, ¿qué más
da? la nave devora
la noche derramada
sobre el dulce azote
del amor final

mientras, la leve línea
escondida, los labios
de la herida tan deseada
descansan en la sombra sin luna
y lamentan los amantes
que la luz ya cercana
los devuelva tan pronto
al vacío de las horas

las palabras siguen
más allá de las voces, anchas
o disfrazadas en el viento

las palabras ya no simulan
amores
ya no más
son el amor mismo, son el
dolor
que desgarra, imperceptible
las horas

una sola palabra, o el silencio
guardan en bolsillos
signos de otros días
que ahora no
nada sirve
salvo
sonidos que de labios
amados
caen sin cesar



la suave arena de los médanos
rubias grietas dibuja

beso cada una con la herida
de mi boca
en busca de otros labios
de selvas y de mares




beso ese cuerpo
tantas veces besado
beso
ese cuerpo de sombras
beso
un manjar




un juego de músculo y tendones
la tensión del nervio
y la fiebre que no calma la saliva

el aire arde entre dos soles
y apenas penetra una brisa de semillas

la rosada pared sólo aguarda
el dulce desmayo
y la tierra, la anciana carne

la seduce
entre calma y desasosiego
entre aires y brisas
que su pasado besan


cae la lluvia sobre el mundo callado
una brisa
apenas caricias, astillas en los ojos
como planetas fuera de órbita

nace del dolor el fuego, esta sed
que viene con el alba
que no puede
aguardar más, tanta lluvia
que ignora
las diversas formas de morir, esos
mundos en que la tierra prepara
la espera



un camino de tilos hacia el sol

la yapa (bonus track)

julia se prepara para salir

la miro peinarse, y sé
que otro la espera
y que es feliz así
y que para eso llegué
a este momento

la miro bella en el espejo
es bella
y la bendigo, aunque no sé
si está bien hacerlo

sospecho que ella
es quien bendice
mi existencia

miércoles, 27 de octubre de 2010

Miradas y debates con el castellano en el foco

Del encuentro que se realizará en el Centro Cultural Parque España, en Rosario, participarán Noé Jitrik, César Aira, Alan Pauls, Luis Chitarroni, Aníbal Jarkowski, Alberto Fuguet, Fabrizio Mejía, Ignacio Echevarría y Sergio Ramírez, entre otros.
Por Silvina Friera

Alan Pauls participará de una conferencia junto a Susana Zanetti y Horácio Costa.“Si hay cielos y climas propicios a la imaginación, como los de Grecia e Italia, deben contarse entre ellos los del Nuevo Mundo.” Así comenzaba el crítico argentino Juan María Gutiérrez la famosa América poética (1846), antología de la poesía hispanoamericana considerada como el primer proyecto literario de emancipación americanista. En el crepúsculo del siglo XIX, Rubén Darío resumió lo que significó el modernismo por estos pagos: “Tuvimos que ser políglotas y cosmopolitas, y de todos los pueblos nos viene la luz”. Desde las sombras de este relato, se podría objetar que algunas culturas se esmeraron más que otras en construir sus tradiciones, hibridando lo europeo con las cosmogonías, mitos y rituales de sus fértiles raíces indígenas. Muchos cielos y climas –el Modernismo, las vanguardias poéticas de los años ’20 del siglo pasado, los narradores del boom de fines de los ’60– galvanizaron las ansias de autonomía y libertad. Las literaturas nacionales –chilena, cubana, argentina, uruguaya, mexicana, colombiana y peruana, entre otras–, se articularon al compás de la necesidad de diferenciarse entre sí. En sus osamentas textuales conservan la aprehensión y rechazo hacia la literatura española. No se requiere escarbar muy lejos ni muy hondo para dar con esta tensión constitutiva. En 1988, Octavio Paz planteó, con ánimo de polemizar, que la falta de tradición crítica en estas tierras se debía a que en el orbe hispánico las luces habían brillado por su ausencia.

El Bicentenario resulta una excusa propicia para reflexionar sobre la constitución de las literaturas nacionales en América y su proyección hacia el siglo XXI, justamente en momentos en que otra vez, “la madre patria”, a través de su imponente y tentadora industria editorial y sus grandes premios, parece actuar como un contradictorio imperio en el que los nuevos escritores americanos quieren ser reconocidos y al que, simultáneamente, fantasean con conquistar. El ámbito para debatir estas cuestiones será el Primer Encuentro Internacional Literaturas Americanas: 200 Años Después de la Emancipación Política, que arranca mañana en el Centro Cultural Parque España, en Rosario, y que contará con la participación de Noé Jitrik, César Aira, Alan Pauls, Luis Chitarroni y Aníbal Jarkowski; el chileno Alberto Fuguet, el mexicano Fabrizio Mejía, el español Ignacio Echevarría y el nicaragüense Sergio Ramírez, entre otros escritores y críticos del continente.


Deseos renovados

“El americanismo ligado a la promesa de América como lugar de realización de ciertas utopías tuvo momentos fuertes en el siglo pasado, especialmente desde la Reforma Universitaria de 1918, y encontró una inflexión poderosa en los años posteriores a la Revolución Cubana, en los que, contra toda la evidencia que brindaban las situaciones reales en muchos países, se confiaba en que América latina sería, en un futuro que parecía estar al alcance de la mano, la tierra prometida de una sociedad más justa”, repasa María Teresa Gramuglio, quien inaugurará este Primer Encuentro, organizado por el Programa Bicentenario de la Municipalidad de Rosario y el Centro Cultural Parque España/Aecid. “Me temo que el título de mi conferencia, ‘Los deseos renovados del americanismo’, pueda generar expectativas de esa dimensión. No es así: me refiero al estricto campo de los estudios literarios, para destacar el abandono de las grandes aspiraciones totalizadoras y el trabajo riguroso con procedimientos comparatistas sobre interrelaciones literarias entre diversos países latinoamericanos. Salir del ensimismamiento habitual del estudio de literaturas nacionales encerradas dentro de sus fronteras para proyectarlas sobre el espacio más amplio de otras literaturas, incluidas las europea y estadounidense, sería un modo de realizar eso que llamo deseos renovados del americanismo, algo a lo que muchos de nosotros no estamos dispuestos a renunciar”, aclara la investigadora y docente de la Universidad Nacional de Rosario, autora de numerosos trabajos sobre Leopoldo Lugones, Manuel Gálvez, Juan L. Ortiz y Juan José Saer, entre otros.

–Sarmiento, Echeverría y Alberdi se plantearon cómo escribir en castellano sin ser español. Esta tensión que se prolonga de un modo diferente a doscientos años de la emancipación política, ¿en qué cuestiones, zonas o planteos la percibe como mayor intensidad?

–A doscientos años de la emancipación política, el castellano sigue siendo la lengua en que se escribe la corriente central de las literaturas latinoamericanas. Pero, ¿qué castellano? Ya no es el mismo: ha pasado por todas las transformaciones que el uso introduce en las lenguas. Ha pasado, además, por la máquina de las traducciones, que por otra parte muestra a las claras, sobre todo cuando provienen de Barcelona, la diversidad del castellano en la misma España. Las tensiones hoy son otras; algunas internas, debido a la vitalidad de lenguas y dialectos autóctonos; o externas, como la hibridación del castellano de los migrantes latinoamericanos en países extranjeros. Aun con tantas diferencias, retornan las embestidas al uso del castellano en América, sea proclamando la necesidad de expulsarlo para escribir poesía, sea imaginando una especie de complot (la pasión por las visiones conspirativas es inextinguible) entre editoriales, empresas e instituciones españolas, con apoyo de las universidades estadounidenses, para apropiarse de la lengua castellana en una operación cultural equivalente a las de las políticas imperiales de apropiación de los recursos naturales. Sin embargo, se sabe que, desde el romanticismo, todas las innovaciones de la literatura latinoamericana –el modernismo, las vanguardias, la novela latinoamericana del boom–, se escribieron en castellano. Sería más acertado recordar que todo gran escritor inventa un lenguaje dentro de su propia lengua: eso hicieron tanto James Joyce o Stéphane Mallarmé como Rubén Darío, César Vallejo u Oliverio Girondo. No la expulsa, la reinventa. La del complot me parece una visión muy unilateral, que no contempla el reverso innegable de esas supuestas expropiaciones: la apropiación del castellano que hacemos los latinoamericanos, hasta el punto de convertirlo en un signo de identidad transnacional que revierte sus usos e innovaciones sobre el castellano peninsular. A causa de este trabajo ya dos veces secular, el castellano es hoy una de las grandes lenguas contemporáneas, hablada, leída y entendida, con todas sus variantes, por millones de personas en más de dos continentes.


Contactos rioplatenses

Menudo problema plantea el asunto de la literatura rioplatense y sus textos clásicos. Especialmente si se tiene en cuenta una de las provocaciones de Fogwill, quien solía proclamar que la literatura argentina se debería extender 250 kilómetros más allá de la costa para llegar hasta Montevideo, porque tenían que entrar Mario Levrero y Felisberto Hernández. El escritor uruguayo Pablo Casacuberta, invitado a la II edición del Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), criticaba las “buenas intenciones” del escritor argentino. “Con todo respeto, no veo por qué Levrero tiene que integrar la literatura argentina”, cuestionaba Casacuberta. “Yo no preciso convencerme de que Borges era un poco uruguayo para apreciar su relevancia. Lo valoro simplemente por ser Borges. La literatura argentina es enorme, riquísima, llena de proyección universal. No necesita que se le agreguen 250 kilómetros en ninguna dirección, por más nobles que sean los motivos propuestos para ese ensanchamiento. Levrero no era un entusiasta de los sentimientos nacionales y solía decir que detrás del énfasis excesivo en la identidad solían esconderse todo tipo de monstruos ideológicos.”

La uruguaya Hortensia Campanella, directora del Centro Cultural de España en Montevideo y responsable de la edición de las Obras completas de Juan Carlos Onetti, recoge el guante. “No soy partidaria de los nacionalismos extremos ni en la literatura ni en ningún otro campo. Todos conocemos bien las boutades de Fogwill, llenas de afecto hacia lo uruguayo, por otra parte. Pero comparto con Casacuberta que la riqueza de las literaturas nacionales no necesita de ‘extensiones’. Borges pertenece a la literatura argentina aunque sea universalmente admirado, le gustara mucho visitar Montevideo y esté enterrado en Suiza. Onetti y Felisberto pertenecen a la literatura uruguaya aunque ambos hayan trabajado en la Argentina en distintos momentos de sus vidas. ¿Vamos a considerar a Onetti español porque vivió veinte años en Madrid, fue publicado, premiado y homenajeado por los españoles, e incluso se haya contagiado al final de su vida por cierto vocabulario madrileño? Indudablemente que hay zonas de contacto entre las culturas de la Argentina y Uruguay, y eso no debe suscitar malestar, sino aceptarse como un enriquecimiento mutuo.”

Campanella no anda con chiquitas a la hora de polemizar. “Aunque acabo de reconocer zonas de contacto, no hablo de literatura rioplatense”, corrige esta amable dama. “Hay zonas de contacto en la literatura urbana; pero no encuentro relaciones entre la obra de Héctor Tizón y la de Rafael Courtoisie, por ejemplo.” El crítico Nicolás Rosa dijo en una conferencia que aquello que se nombra como literatura argentina o literatura uruguaya no era otra cosa que la literatura rioplatense o de las dos orillas del Río de la Plata. Si entonces la afirmación provocó malestar, más allá de un territorio común de temas o tonos, de ciertas inflexiones compartidas, la nomenclatura “literatura rioplatense” continúa clavando, más o menos soterradamente, su aguijón de incomodidad. ¿Cómo dialogan las generaciones sucesivas de escritores uruguayos y argentinos con esta suerte de “santísima trinidad” conformada por Borges, Arlt y Onetti? “Luego de cierta ola de mimesis por parte de las nuevas generaciones, creo que hoy en día se los lee y admira como clásicos que son”, sintetiza Campanella.


¿Somos incapaces?

Lenguas en conflicto –lenguas y dialectos de la literatura americana– será otro de los ejes del debate. El jesuita y antropólogo español Bartomeu Melià cuenta que gracias a una publicación reciente de Unicef y Aecid, Atlas sociolingüístico de pueblos indígenas en América Latina (2009), se puede tener un panorama bastante exacto y detallado de las lenguas y su situación actual. “Hay 522 pueblos-naciones indígenas en nuestros 21 países. Se usan y hablan 420 lenguas indígenas; sólo en Brasil son habladas hoy 218 lenguas originarias, en México 67, en la Argentina 30, en Paraguay 20. El quechua se habla en 6 países andinos. La población indígena en Bolivia alcanza el 62 por ciento del total”, recuerda el especialista las principales cifras de ese panorama. “Es cierto que la casi totalidad de Estados latinoamericanos desconoce la realidad de sus propios países y sus políticas siguen siendo una amalgama de ignorancia y desprecio al respecto”. Autor de numerosos estudios de etnohistoria guaraní y etnolingüística –resultado de sus trabajos de campo en los pueblos guaraníes del Paraguay, Brasil y Bolivia–, Melià cree que los pueblos indígenas poco pueden esperar del Estado. “Pero se están fortaleciendo muchos de ellos al apreciar su lengua, hablarla, robustecerla mediante el registro de sus propias tradiciones y enseñanza en sus escuelas, que dicho sea, han sido y son todavía la mayor amenaza a las cultura de esos pueblos”, advierte el autor de Elogio de la lengua guaraní. “Muchos países de América latina que no sobresalimos por nuestro interés en aprender otra lengua, exigimos de los indígenas que sean bilingües o incluso abandonen su lengua. Ahí está uno de los mayores conflictos”, anticipa el antropólogo.

En este presente en que se pondera un capitalismo globalizado con algunas lenguas estandarizadas como mascarón de proa comunicacional, ¿cómo se multiplica conciencias sobre la importancia que tienen las lenguas más débiles o frágiles? “No hay lenguas débiles ni frágiles; hay, sí, pueblos indígenas a quienes se les ha despojado de sus territorios, se les han deforestado sus selvas y enajenado sus recursos naturales”, responde Melià. “Aun así, no conozco un pueblo indígena que no esté abierto a aprender otra lengua para relacionarse con los demás; no se oponen al bilingüismo, y muchos son trilingües y cuatrilingües; pero se pueden contar con los dedos de una mano los ‘nacionales’ que aprenden una lengua indígena. ¿Somos incapaces?” El formidable interrogante que arroja el antropólogo español es un cross a la mandíbula de unos cuantos políglotas que no tienen en la punta de sus lenguas ni un par de palabras en guaraní, quechua o aymara. “En muchos aspectos el sistema de un Estado plurinacional y plurilingüe ha venido para quedarse definitivamente”, confirma Melià sobre la experiencia que promueve Evo Morales en Bolivia. “Queda la rémora de siglos de opresión ideológica que ha querido desconocer la realidad lingüística. Es cierto que hay problemas, porque falta práctica en el desarrollo del nuevo plan; hay exageraciones, por lo que oigo, y reivindicaciones tal vez apresuradas. El establecimiento de autonomías socioculturales y políticas parece una salida. El camino está abierto. La conquista colonial sólo es consumada cuando se ha conquistado la lengua; por eso muchos pueblos indígenas inician su política y su lucha por el mantenimiento y desarrollo de su lengua. No todos, por desgracia.”
Autoficciones






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Por Martín Prieto *

En 1888 Juan Valera firmó en Madrid una carta dirigida a Rubén Darío, que acababa de publicar Azul en Chile, que comienza diciendo: “Todo libro que desde América llega a mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad, pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de usted, apenas comencé a leerlo”. El interés y la curiosidad de Valera eran finalmente satisfechos por un libro de autor americano, publicado en América, que trasuntaba un cosmopolitismo que no se encontraba entonces en “ningún hombre de letras de la Península”. La novedad modernista, entonces, no lo era sólo en América, de donde era oriunda, sino en España también. Este episodio extraordinario en la historia de las literaturas en lengua española es el que cierra –temporariamente– las tempranas polémicas acerca de la fundación, en América, de las literaturas nacionales, inmediatamente después de las revoluciones independentistas, pues sobre esa matriz desafiantemente cosmopolita de Darío se inscriben todos los manifiestos del cosmopolitismo americano de fines del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX: el más famoso, “El escritor argentino y la tradición”, de Jorge Luis Borges. Sin embargo, en los años ’60, dos fenómenos de orígenes independientes –la aparición de dos avasallantes generaciones de novelistas hispanoamericanos y el impulso en España de una política editorial dispuesta a recuperar el mercado hispanoamericano– volvieron a convertir a la vieja metrópolis, de una manera no lineal, en un nuevo centro de legitimación de las literaturas americanas.

A partir de 2000, la caída del PBI en casi todos los países latinoamericanos, y el entonces esplendente crecimiento del español –en ese momento ubicado por encima de casi todas las potencias históricas europeas– generó un nuevo impulso migratorio de las viejas colonias a España y buena parte de la literatura americana también su mudó a España. Atraídos por los grandes premios, los encuentros, las editoriales, los suplementos culturales de los diarios, muy rápidamente los escritores de América se familiarizaron con España. Algunos, inclusive, se fueron a vivir allá. Pero esta vez, al revés de lo que sucedió en los años del boom, los nuevos escritores americanos no contribuyen a crear un mercado, sino que se suman a uno completamente consolidado, son sus beneficiarios y por lo tanto se someten a sus leyes. Entre ellas, la declinación, por parte de los autores americanos dispuestos a integrarse al mercado mundial –al que hasta hoy sólo accederán a través de España–, de los presupuestos de sus respectivas tradiciones nacionales –presentes sobre todo en temas, personajes y lenguaje– a favor de una literatura lo menos nacional posible, de un español neutro, desmarcado, y de temas o asuntos que podrían suceder en cualquier parte del mundo o que, siendo nacionales, han tenido la suficiente circulación y repercusión internacional como para ser propios ya de la aldea global. Estos pueden ser desde la aggiornada serie de los dictadores latinoamericanos hasta la guerra de Malvinas, pasando, claro está, por las recesiones económicas de principios de siglo, que fueron, por otra parte, las que dieron origen al renovado vínculo entre las literaturas americanas y española, convirtiéndose de este modo en singulares autoficciones del fenómeno.

* Escritor, director del Primer Encuentro Internacional Literaturas Americanas.

(Publicado en Página/12, el 27 de octubre de 2010)

lunes, 25 de octubre de 2010

Una nota y entrevista a Josefina Ludmer: "No se puede pensar en categorías estáticas"

Por Silvina Friera

En la mesa familiar siempre se cuenta la misma anécdota. El buen pibe –hijo de inmigrantes judíos a quien mandaron a estudiar medicina a Córdoba– mira las prolijas y enormes arcadas y los extensos pasillos que rodean una plazoleta interna. No está allí –con 18 años, a fines de la primera década del siglo pasado– para deleitarse con el paisaje de la manzana jesuítica. Hay densidad en el aire que se respira; estalla la Reforma Universitaria. El buen pibe está enlazando la estatua del obispo Trejo junto con otros jóvenes. Intenta tirarla. Lo agarran y lo echan a patadas de la facultad. Su hija, Josefina Ludmer, resume la historia como las aves migratorias que desarrollan un agudo sentido del tiempo al volar de un presente a otro. Como buena hija de su padre, se encargará de desmontar otro tipo de momias sagradas. ¡El fin secreto, la ganancia y el beneficio perseguidos por la especulación es dar la vuelta al mundo! La entonación exclamativa de este enunciado está en las primeras páginas de Aquí América Latina (Eterna Cadencia), extraordinaria pieza que conecta, superpone, sobreimprime y fusiona lo real y lo ficticio, lo público y lo privado, la crítica y la literatura, todo lo pensado y modelado por la insaciable avidez intelectual de la prestigiosa crítica, que acaba de recibir el Doctor Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires. El último y esperado texto de Ludmer invita a sumergirse en un itinerario de lecturas, encuentros y conversaciones –diseminados en su placentero diario sabático– que interrogan el hilo de una suposición.

“El mundo ha cambiado –supone la crítica–; estamos en otra etapa de la nación, que es otra configuración del capitalismo y otra era en la historia de los imperios. Para poder entender este nuevo mundo (y escribirlo como testimonio, documental, memoria, ficción), necesitamos un aparato diferente del que usábamos antes. Otras palabras y nociones, porque no solamente ha cambiado el mundo sino los moldes, géneros y especies en que se lo dividía y diferenciaba. Esas formas nos ordenaban la realidad: definían identidades y fundaban políticas y guerra.” La batalla de Ludmer en este libro subtitulado “Una especulación” es buscar palabras y formas para ver y oír algo del nuevo mundo. Advertido desde el principio, el lector no se encontrará con un “ladrillo” tradicional de la crítica literaria, de ésos que queman las pestañas con solo mirarlo de lejos. La autora usa –según explicita en la introducción– “la literatura como lente, máquina, pantalla, mazo de tarot, vehículo y estaciones para poder ver algo de la fábrica de realidad”. Este gesto implica descartar la lectura por categorías como obra, autor, estilo, escritura y sentido. El sistema de exploración de Ludmer coloca el acento en los modos de fabricación de la realidad en la imaginación pública. “Todos somos capaces de imaginar, todos somos creadores, como en el lenguaje igualitario y creativo de Chomsky –subraya–. Así especula la especulación desde América latina.” Así especula Ludmer –“la agitadora del tiempo”–, fusionando temas o conceptos aparentemente antagónicos –“realvirtual”, “realidadficción”, “públicoprivado”–, desarticulando oposiciones y clasificando temporalidades y sujetos globales –Héctor Libertella, César Aira y Sergio Chejfec– en una de las cuatro posiciones del sistema literario que ella inventó: los experimentales, los resistentes, los “hiperliterarios del 2000”.

La tentación de plagiarla es fuerte; de plagiar una interjección que intercala en su nuevo libro cada vez que se encuentra con amigos –Héctor Libertella, Luis Chitarroni, Tamara Kamenszain, Martín Kohan y Cristian Ferrer, entre otros– o cuando en la “realidadficción” de la serie televisiva Okupas encuentra la temporalidad de lo cotidiano. ¡Felicidad! Ludmer llega tan fresca y sonriente –como siempre– al bar de nombre piazzolliano, próximo al Jardín Botánico. El formato de su libro es la yuxtaposición de dos modos de hacer crítica. La primera parte –titulada “Temporalidades”– pone a prueba su propia imaginación con retazos de un diario verdadero que llegó a tener 500 páginas y que empezó a trabajar acá, en ese año cero que fue el 2000, cuando se tomó un año sabático de la Universidad de Yale (Estados Unidos), de la que ahora es profesora emérita. La segunda parte –“Territorios”– explora el espacio para desatar los nudos de algunos de los conflictos centrales de América latina. “Lo fundamental del libro es que propone una reflexión en movimiento y no pensar con categorías estáticas. ¿Cómo plantear una reflexión en movimiento? Bueno... hay que moverse”, dice Ludmer.

–En América latina, especular para usted es tomar una posición estratégica crítica. ¿Sería también un modo de “negarse a perder”?

–No (piensa). Especular es tener un pensamiento no puro; me refiero a la relación con el primer mundo, cuando se dice que no hay filosofía en América latina, como si no pudiéramos pensar por estar en una posición subalterna. Especular es propio de lo marginal que tiene la región; es una crítica a cierto pensamiento argentino que intenta ponerse al mismo nivel de Europa o de Estados Unidos, literariamente hablando.

–¿Especular sería, entonces, la tentativa de pensarse latinoamericano, por ejemplo?

–Sí. La idea es pensar por imágenes, como si fuera, por un lado, un pensamiento bastardo, y por otro lado un pensamiento que puede ser más moderno, más avanzado que otro tipo de reflexión. Percibo que en las ciencias sociales, también en la literatura, es difícil pensarse latinoamericano en la Argentina.

–¿Cómo explica esa dificultad?

–El problema es que se percibe solamente desde afuera; cuando estás sumergido acá, no lo ves. Cuando vivís afuera y te tratan como latinoamericano, “sudaca”, latino o hispano son los otros los que te definen. Entonces tomás conciencia. Por eso el movimiento del diario es que yo vengo al país y después me voy. La idea era marcar un sujeto actual y ciertas posiciones como “adentroafuera”; posición fronteriza que me interesaba reflejar en el diario, y en la literatura también porque está todo el tiempo, por lo menos en la literatura que llamo “post Aira”, un escritor que plantea un antes y un después. Y quise ponerme yo también en esa posición fronteriza. Por más que ahora se dice que América latina está saliendo muy bien de la crisis económica, sigue siendo considerada una región emergente y sigue respondiendo a esa clasificación. Dicen que los países emergentes están saliendo bien de la crisis, pero son países emergentes. La idea es romper con esa clasificación, darla vuelta.

–En una de las entradas de su diario postula que la temporalidad de mercado es mucho más rápida que la temporalidad política, que la velocidad del neoliberalismo aplasta al estado latinoamericano y lo reformula. ¿La temporalidad política de estos últimos años está reformulando al estado?

–Sí. Ese corte que propongo es de los años ’90, cuando se produjo la entrada brutal del neoliberalismo. El estado se desnacionalizó y perdió todo, especialmente el estado argentino que no se quedó con nada; mientras que el estado brasileño y el chileno se quedaron con las industrias centrales: el petróleo o el cobre. En Argentina hubo un quiebre de lo que llamo nación-estado, aunque a partir de 2004, 2005 se buscó recomponerlo. El tema es cómo se reformula la nación desde el punto de vista del estado, una de las cuestiones que me parecen dignas de pensar. En esta reformulación pongo los festejos del Bicentenario y algunos otros acontecimientos políticos y económicos. Lo más fuerte del Bicentenario fue lo simbólico, pero no hubo discurso, sino imágenes, algo también digno de analizar. Hablé con algunos historiadores –que no me dieron demasiada bola– sobre esta forma de mostrar una historia y una identidad en imágenes y no en palabras. Los festejos del Bicentenario me parecieron adaptados a los nuevos tiempos, pero insuficientes. Creo que no fueron suficientemente analizados porque se trata de volver a poner la nación adentro de la gente. Y afuera también. El fenómeno posterior al 2001 es un proceso en que el estado y la nación plantean relaciones diversas donde se intenta volver a conectarlos de algún modo.

En su afán de esbozos teóricos que siempre aguijonean al lector, Ludmer trabaja un campo literario más allá de autores y de obras. “Cuando estudiás sólo un autor, se encierra la literatura y no se la piensa en un campo mayor; por eso siempre dentro de la facultad los críticos tienen el problema de cómo constituir contextos. Para mí el campo es el lugar donde habría que poner la literatura en cada momento para saber de qué se está hablando, sobre todo cuando uno quiere ver el presente. El campo literario es simplemente de qué se está hablando en la sociedad también”, subraya. “Cuando miro lo que se está produciendo ahora, me doy cuenta de que representan de un modo constante los años ’70, que parecen ser la obsesión del presente. Nuestro presente se define en relación con el imaginario de los ’70. Ese es el campo literario hoy, pero si me encierro en un autor no lo veo. Mi crítica a la categoría de autor y de obra es que no te deja ver el campo literario. La literatura es palabra sin imagen, entonces esa palabra sin imagen te da un saber o una información muy específica: de qué se habla, cuáles son las tensiones, cuáles son los debates.”

–Después de ver la obra de teatro Cachetazo de campo escribe que no puede decidir si la lengua de ese teatro es oscura o directa. ¿Cómo leer, entonces, esa lengua?

–Yo recibo un mensaje y si no lo entiendo bien hay algo que me moviliza y me pregunto por qué no entiendo, qué pasa, qué tipo de retorcimiento tiene esa lengua para que no la entienda. Ese no entender estaba en todos y yo me preguntaba si estaba planificado ese retorcimiento, si era a propósito ese hermetismo, como un procedimiento para insertarse en la cultura.

–¿Sería como el caso de Héctor Libertella y su política de lo ilegible contra el mercado?

–Exacto, la política de lo ilegible contra el mercado, pero al mismo tiempo en el interior del mercado; un modo de insertarse en el mercado desde otro lugar, que es lo que se ve hoy en las editoriales independientes respecto de las editoriales monopólicas; todos esos juegos son juegos del mercado mismo porque no hay un “adentro-afuera”; es todo adentro. En los ’70 pensábamos que había afuera del capitalismo, del sistema, pero eso no existe más.

–Es curioso que siendo tan inquieta y buena lectora diga que la poesía es algo que la deja perpleja, que no sabe qué decir cuando lee un poema.

–No aprendí, no me interesó, me aburre... Yo empiezo a leer poesía y llega un momento en que la abandono, quizá porque requiere otro tipo de atención, otro tipo de lectura. A mí me gusta que me cuenten, mi posición es que me cuenten; pero el contar implica pasado. La poesía como presente me pide un esfuerzo y un saber que no tuve en mi formación.

–En el libro afirma que hay dos memorias: una local –la memoria de los ’70– y una memoria global, la de los ’90 con los atentados a la Embajada de Israel y la Amia. ¿Por qué no se superponen o se piensan juntas estas memorias?

–No entiendo por qué no se superponen; la comunidad judía bajó la lucha. La memoria de los ’70 siguió su cauce jurídico y político, pero los atentados no tuvieron justicia. El punto es por qué en una memoria se da la justicia y en la otra no. Lo que me preocupa es que la gente me lea y reaccione, que no lo tome sólo como una mera descripción; es un cuestionamiento al tratamiento de la memoria. La cultura está cargada de memoria, incluso hay más memorias de otras épocas en este presente. Yo estoy trabajando con lo que viene después, con el post de los ’70, que es el presente hecho de temporalidades diferentes. Todavía somos post ’70, también post ’90, aunque con menos carga histórica.

–¿Cómo recibió la noticia del doctorado Honoris Causa?

–Es difícil porque son reconocimientos que les dan a los viejos y entonces te sentís la anciana que va a recibir el premio de su vida (risas). Te avejentan un poco; yo prefiero un premio estímulo, suena mejor. Mi papá fue un típico hijo de inmigrantes judíos que estudió en la universidad; él participó en la reforma universitaria. Yo me considero un producto típico de la universidad argentina, como mi padre. Soy argentina ciento por ciento.

viernes, 24 de septiembre de 2010

RECETA DE MUJER


(Vinicius de Moraes, 1913 -1980)

Las muy feas que me perdonen
Mas la belleza es fundamental. Es preciso
Que haya en todo eso algo de flor
Algo de baile, algo de haute couture
En todo eso (o si no
Que la mujer se socialice elegantemente en azul como
en la República Popular China).
No hay término medio posible. Es preciso
Que todo eso sea bello. Es preciso que de pronto
Se tenga la impresión de ver una garza apenas posada
y que un rostro
De vez en cuando adquiera ese color único del tercer
minuto de la aurora.
Es preciso que todo eso sea sin ser, pero que se refleje
y florezca
En el mirar del hombre. Es preciso, es absolutamente
preciso
Que sea todo bello e inesperado. Es preciso que unos
párpados cerrados
Recuerden un verso de Eluard y que en unos brazos se
acaricie
Algo más allá de la carne: que se los toque
Como el ámbar de una tarde. Ah, déjenme decir
Que es preciso que la mujer que está allí como la corola
ante el pájaro
Sea bella o tenga por lo menos un rostro que recuerde un
templo y
leve como un resto de nube: mas que sea una nube
Con ojos y nalgas. Lo de las nalgas es importantísimo.
De los ojos, entonces
Ni decirlo: que miren con cierta maldad inocente. Una
boca
Fresca (nunca húmeda) es también de extrema
pertinencia.
Es preciso que las extremidades sean flacas;
que unos huesos
Sobresalgan, especialmente la rótula en el cruzar de
piernas, y las puntas pélvicas.
Cuando se enlaza una cintura ondeante.
Gravísimo es sin embargo el problema de los huesos
claviculares: una mujer sin ellos
Es como un río sin puentes, Indispensable
Que haya una hipótesis de barriguita, y en seguida
La mujer se alce en cáliz, y que sus senos
Sean una expresión greco romana, más que gótica o
barroca
Y puedan iluminar la oscuridad con una potencia mínima
de 5 bujías.
Es muy menester que calavera y columna vertebral
Casi se muestren; y que exista un gran latifundio dorsal!
Que los miembros terminen como tallos, y bien haya un
cierto volumen de muslos
Y que sean lisos, lisos como pétalo y cubiertos de
suavísima pelusa
Sensibles, sin embargo, a la caricia o contrapelo,
Es aconsejable en la axila una dulce gramilla con aroma
propio
Casi imperceptible (un mínimo de productos
farmacéuticos!)
Preferibles sin duda los pescuezos largos
De modo que la cabeza dé a veces la impresión
De ser ajena al cuerpo, y la mujer no recuerde
Flores sin misterio. Pies y manos deben contener
elementos góticos
Discretos. La piel debe ser fresca en las manos, brazos,
dorso y rostro
Pero que las concavidades y los huecos tengan una
temperatura nunca inferior
A los 37 grados, pudiendo eventualmente provocar
quemaduras
De primer grado. Los ojos, que sean de preferencia
grandes
Y su rotación al menos tan lenta como la de la tierra; y
Que estén siempre más allá de un invisible muro de
pasión
Que es preciso traspasar. Que la mujer sea en principio
alta
O, si baja, que tenga la actitud mental de las altas
cumbres.
Ah, que la mujer dé siempre la impresión de que, si
cerráramos los ojos,
Al abrirlos ella ya no estaría presente
Con su sonrisa y sus enredos. Que ella surja, no que venga;
que parta, no que se vaya
Y que posea una cierta capacidad de enmudecer
súbitamente y hacernos beber
La hiel de la duda. Oh, sobre todo
Que no pierda nunca, no importa en qué mundo
No importa en qué circunstancias, su infinita volubilidad
De pájaro; y que acariciada en el fondo de sí misma
Se transforma en fiera sin perder su gracia de ave; y
que exhale siempre
El perfume imposible; y destile siempre
La embriagadora miel; y cante siempre el inaudible canto
De su combustión; y no deje de ser nunca la eterna
bailarina
De lo efímero; y en su incalculable imperfección
Constituya la cosa más bella y más perfecta de toda la
creación innumerable.

domingo, 5 de septiembre de 2010

De antología y de poetas


Compilada, organizada y prologada por Marta Ferrari, esta muestra de la poesía argentina escrita durante el siglo XX y lo que va del XXI permite el abordaje a la obra de autores que, por lo general, circulan en los márgenes de la industria editorial nacional. Fue publicada en Madrid, España, por Visor.

Gerardo Burton
geburt@gmail.com

NEUQUÉN.- Toda antología es parcial y todo antólogo propone una lectura, su lectura. En el caso de la poesía, esa característica suele estar más exacerbada. ¿Por qué seleccionar este poeta y no aquél? ¿Qué resonancia tiene tal poema que no conserva el anterior, cuando en otras lecturas no fue así? ¿Hay un privilegio para la corrección política (literaria) o se intenta el esfuerzo panorámico? En un extremo están las selecciones apuradas de los suplementos literarios, en el otro la excesiva por la hojarasca que hizo de la poesía argentina Raúl Gustavo Aguirre hace más de treinta años.
El caso de Marta Ferrari, en la antología que recopila el trabajo poético de la Argentina durante el período comprendido entre los autores nacidos en 1900 y los mayores de 35 años en 2000. Su objetivo expreso es, aun reconociendo ausencias importantes, ofrecer una muestra de “otras voces menos atendidas y también valiosas”. Con esa intención, además, “se ha dado lugar a poetas del interior del país y a muchas de las poéticas que, hasta el momento, no habían sido consideradas como se merecían”.
El volumen despierta una sorpresa: la edición, excelente, tiene el sello de Visor y se publica en la Colección La Estafeta del Viento que codirige Luis García Montero, un importante poeta y ensayista español. Entonces, hay una garantía previa de buena lectura. Es interesante subrayar su aparición como hecho cultural, algo que es infrecuente con la poesía en la Argentina, donde el género circula por los márgenes de la industria editorial y en la periferia de los suplementos culturales de las empresas periodísticas del establishment.
Cierto es que Ferrari menciona en el prólogo las diversas tendencias de la poesía argentina durante el siglo, aunque ejerce su criterio: es notorio en primer término que no se trata de una antóloga radicada en la Ciudad Autónoma: hay una diversidad de textos que no podría soportar el centralismo porteño al que estamos tan habituados.
En segundo término, es verdad que se han incorporado poetas del “interior”. Es curioso que en la provincia de Buenos Aires continúe designándose así al resto del país. Porque si las provincias –o por lo menos, las 22 provincias salvo Buenos Aires y la Ciudad Autónoma- son el interior, a esta altura del partido, lo que resta es “exterior”, aunque suene falaz.
Tercero, la valoración de la poesía gauchesca en el siglo XIX y su continuación en textos y autores casi marginales luego de la operación de sacralización de Martín Fierro se corresponde con la búsqueda de formas poéticas asociadas con el compromiso político. Están Leónidas Lamborghini, Juan Gelman y Néstor Perlongher como los más notorios, pero es importante el vacío que deja la falta de Francisco Urondo. Y quizás haya un mayor desarrollo de la poesía objetivista –incluso en la selección- que en otras tendencias –el neobarroco, el sencillismo, el regionalismo-.
La importancia de esta antología es, justamente, lo expresado recién y que queda señalado desde el pie de imprenta. Los tres puntos previos –una radicación extra porteña; la incorporación de “interiores” y el esbozo de lo político-.
También es cierto lo que expresa Ferrari sobre la poesía post dictadura: hay una “vuelta de hoja aún por leerse” y aquí entra la representación patagónica. Las consecuencias de la dictadura y el neoliberalismo sobre la vida social y el yo poético recién ahora se pueden evaluar. El caso de Macky Corbalán, la única patagónica de la selección, es entonces significativo, ya que describe ese dibujo, hace esa trayectoria. Sus primeros poemas fueron cocinados en los últimos tramos de la dictadura –hacia 1982-. Su literatura abrió un camino que no llega a su fin, toma por encrucijadas insólitas y continúa, con una tozudez increíble.
Corbalán evoluciona en paralelo como poeta y como militante por los derechos de la mujer. Y siempre hay una vuelta de rosca: la diversidad ante todo, la multiplicidad por encima de cualquier ortodoxia. En poesía. En la existencia. Búsquedas que no se sacian; palabras que no terminan de decir; poemas que se rehacen de continuo.
Corbalán expresa, entonces, una tendencia de la poesía practicada en eso que se denomina el “interior”. Punta de un iceberg que manifiesta un trabajo incesante y la construcción de una poética y una literatura genuinas, lejos ya de viajeros y pioneros.
Como anzuelo para el lector-poeta, van dos poemas seleccionados de la muestra: uno de Corbalán y otro, de Horacio Castillo, como homenaje en el día de su muerte, cuando se escribió esta reseña.

HORACIO CASTILLO (La Plata, 1934-2010)

TUERTO REY

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.


(de “Tuerto rey”)




MACKY CORBALÁN (CUTRAL CO, 1963)

LA LLAVE


La miro con detenimiento,
con fruición. Es diferente: brilla
con luz y oscuridad, su forma
quiso parecer un corazón
pero quedó a la mitad.

Sonríe y mira.

"La llave de mi corazón" decís al
ponerla sobre mi mano,
y vuelvo a mirarla por si fuera cierto,
como si sólo debiera elegir
el momento, el modo de la entrada.

Creer en las palabras, en el
latir que las empuja hasta la dicción,
que lo que dicen es cierto,
de alguna manera.
Creer en lo que se ve, en lo que el cuerpo
recibe, agradecido, y que el sudor deja
más que sal piel adentro.

Antes que la religión, el amor
es materia de fe.



(De “Como mil flores”)

Henri Meschonnic: Manifiesto a favor del ritmo (fragmentos)


Texto escrito entre agosto y noviembre de 1999. Su labor como traductor, poeta y lingüista es reconocida en todo el mundo. En la Argentina, y en particular en la Patagonia, varios poetas indagan el quehacer poético a partir de los ensayos de Meschonnic. Éste texto pretende acercar algunos de sus conceptos teóricos sobre la poesía, el poema y el ritmo.


* Hoy en día necesito, para ser un sujeto, para vivir como un sujeto, hacer un lugar para el poema. Un lugar. Eso que veo a mi alrededor y que la mayoría denomina poesía tiende extraña, insoportablemente, a retacearle un lugar, su lugar, a lo que yo llamo un poema.
En la poesía a la francesa, y por razones que no son ajenas al mito del genio en lengua francesa, se institucionalizó un culto rendido a la poesía que produce una ausencia programada del poema.
Siempre ha habido modas. Pero esta moda ejerce una presión, la de varios academicismos acumulados. Presión atmosférica: el aire del tiempo.
Contra este sofocamiento del poema por la poesía hay una necesidad de manifestar el poema, una necesidad que experimentan periódicamente algunos, de hacer salir una palabra sofocada por el poder de los conformismos literarios que no hacen más que estetizar los esquemas de pensamiento, que son esquemas de la sociedad.
Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y se toman como poesía. Contra todas estas poetizaciones, digo que sólo existe el poema si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida.
. . .


* El poema es eso que nos enseña a no servirnos más del lenguaje. Solo nos enseña que, contrariamente a las apariencias y las costumbres del pensamiento, no nos servimos del lenguaje.
Eso no significa, si siguiéramos una reversibilidad mecánica, que el lenguaje se sirva de nosotros. Es que, curiosamente, tendrá más pertinencia a condición de delimitarla, de limitarla a las manipulaciones de tipos tal como se le adelantan corrientemente a la publicidad, la propaganda, la comunicación total, la (des)información y todas las formas de censura. Pero ahora no es el lenguaje que se sirve de nosotros. Los manipuladores, que mueven las marionetas que somos en sus manos, ellos se sirven de nosotros.
Pero el poema hace de nosotros una forma de sujeto específico. Nos hace un sujeto diferente del que seríamos sin él. Esto ocurre por el lenguaje. Es en este sentido que nos enseña que no nos servimos del lenguaje pero devenimos lenguaje. No se puede contentar en decir, sino como una condición previa aunque vaga, que somos lenguaje. Es más preciso decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Es cuestión de sentido, de sentido de lenguaje.
Pero sólo el poema que es poema nos lo enseña. No es eso que parece poesía. Todo hecho por adelantado. El poema de la poesía. No encuentra otra cosa que nuestra cultura. También variable. Y en la medida que nos burla, haciéndose pasar por un poema, es una alimaña. Puesto que enfrenta a la vez nuestra relación con nosotros como sujetos y la relación de nosotros mismos en tren de devenir lenguaje. Las dos son inseparables. Este producto tiende a hacer y rehacer de nosotros un producto en lugar de una actividad.
Por esto la actividad crítica es vital, no destructiva. Es constructiva, constructora de sujetos.
Un poema transforma. Porque nombrar, describir, no valen nada en el poema. Y describir es nombrar. Porque el adjetivo es revelador de la confianza en el lenguaje; y la confianza en el lenguaje nombra, no cesa de nombrar. Observen los adjetivos.
Por esto, la celebración, algo que ha sido tan habitual en la poesía, es enemiga del poema. Porque celebrar es nombrar. Designar. Desgranar sustancias según el rosario del sagrado asidero de la poesía. Al mismo tiempo que aceptar. No sólo aceptar el mundo tal como es, el innoble “yo no tengo más que bien para decir”, de Saint-John Perse, pero aceptar todas las nociones de la lengua a través de aquéllos que ha representado. La atadura impensada entre el genio del lugar y el genio de la lengua.
Un poema no celebra, transforma. Así tomo eso que dijo Mallarmé: “La Poesía es la expresión, por el lenguaje humano devuelto a su ritmo esencial, el sentido misterioso de los aspectos de la existencia: ella dota así de autenticidad a nuestra estadía y constituye la sola labor espiritual”. Aquí es donde algunos creen que esto está pasado de moda.

. . .


* Un poema es un acto del lenguaje que no tiene lugar más que una vez y que recomienza sin cesar. Porque hace al sujeto. No cesa de hacer sujeto. De ustedes. Porque el poema es una actividad, no un producto.

. . .

* No, las palabras no fueron hechas para designar las cosas. Están ahí para situarnos con las cosas. Si se las ve como designaciones, uno demuestra que tiene la idea más pobre del lenguaje. La más común también. Es el combate, desde siempre, del poema contra el signo. David contra Goliat. Goliat, el signo.
Porque yo también creo que uno se equivoca al incorporar entonces y ahora con Mallarmé, “lo ausente de todos los ramos” a la banalidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando uno lo opone a “la verdadera vida” de Rimbaud. Uno descansa en la discontinuidad del lenguaje opuesta a la continuidad de la vida. Aquí el poema puede y debe denotar el signo.
Devastar la representación convenida, enseñada, canónica. Porque el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que darnos a ver. Es sordo, y permanece sordo. Sólo el poema puede ponernos en la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y la continuidad de esta escucha incluye, impone una continuidad entre los sujetos que somos, el lenguaje que devenimos, la ética en acto que es nuestra escucha, de donde viene una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.
De allí lo irrisorio de la reincidencia permanente de los poetas en la poética de la torre de marfil, en Hölderlin, de “el hombre habita poéticamente sobre esta tierra”, un Hölderlin pasado por la esencialización de Heidegger, donde se sitúa un seudo-sublime a la moda. No, muy seguro. El hombre vive semióticamente esta tierra más que nunca. Y yo no creo adherir a Hölderlin. No, me adhiero al efecto Hölderlin, que no es lo mismo. A la esencialización en cadena del lenguaje, del poema (con el neo pindarismo que está de moda), y la esencialización de la ética y de la política.
La poética es la coartada y el sostén del signo. Con su cita-cliché de rigor, el molino de riego de la poetización: “¿y para qué poetas en un tiempo indigente?”.
Es –y sí, así es- contra aquello que falta del poema, aún del poema, siempre del poema. El ritmo, todavía el ritmo, siempre el ritmo. Contra la semiotización generalizada de la sociedad. ¿En qué han creído algunos poetas, o lo hicieron creer, al escapar por lo lúdico? El amor de la poesía, en lugar del poema. Cavando su propia fosa con sus rimas. Miseria poética más que tiempos de miseria.



* Resta solamente: es pintura o no lo es. Como ya dijo Baudelaire. Es un poema o no lo es. Así parece. Parecerse a la poesía. Puesto que hay un poema del pensamiento o entonces no hay más que símiles. Mantener el orden.
Sí, en un sentido nuevo, todo poema, si lo es, es una aventura de la voz, no una reproducción variable de la poesía del pasado, de la épica en él. Y deja en el museo de artes y tradiciones del lenguaje la noción lírica que algunos contemporáneos han intentado ubicar en el gusto del día, haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: las confusiones entre el yo y el mí; entre la voz y el canto; entre el lenguaje y la música; en una común ignorancia del sujeto del poema.
Confusiones, es verdad, que el pasado mismo de la poesía ha contribuido a hacer nacer. Pero el poema da señales de vida. Eso es normal en él porque quiere tener la poesía, no tener el aire sino tener el ser, da señas de libro.
Consecuencia: esta oposición encuentra eso que hace de ordinario entre la vida y la literatura. Y un poema es eso que más se opone a la literatura. En el sentido del mercado del libro. Un poema se hace de la reversibilidad entre una vida devenida lenguaje y un lenguaje devenido de la vida.
Fuera del poema abundan no importa qué pretensiones, esos montajes que continúan repitiendo el contrasentido tan extendido sobre la frase de Rimbaud: “Es necesario ser absolutamente moderno”. Decididamente, nada más actual que el “yo replicaré ante la agresión que los contemporáneos no saben leer”, de Mallarmé. Aún el imbécil del presente que habla en este contrasentido. Lo mismo quien es imbécil del lenguaje.
Un poema se hace con ese verso al cual uno va, que no se conoce y del cual uno no se retira y que es vital reconocer.
Para un poema, es necesario aprender a rechazar, a trabajar en toda una lista de rechazos. La poesía cambia sólo cuando se la rechaza. Como el mundo, no cambia más que por aquello que lo rechaza. En este rechazo yo pongo: no al signo y a su sociedad. No a esta pobreza hinchada que confunde el lenguaje y la lengua, y no habla de la lengua sin saber lo que ella dice de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera un sujeto y de una relación de la esencia del alejandrino en el genio de la lengua francesa. No se olviden de respirar las doce sílabas.
Accedan al corazón de la métrica. La mitología que sin duda no es extranjera a la vuelta jugada por lo lúdico a la moda de la versificación académica. Y si esto estaba para hacer reír, se perdió. Ya Aristóteles había reconocido a aquellos que escriben en verso para esconder que no tienen nada que decir.
No al signo-consenso, en la semiotización generalizada de la comunicación-mundo. No se va a las cosas puesto que no cesa de transformarlas o de ser transformado por ellas a través del lenguaje. No a la fraseología poetizante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre la poesía y el mundo exterior. Que no lleva más que a hablar de. Enumerar. Describir. Nombrar otra vez. No es el mundo que está allá, es la relación con el mundo. Y esta relación es transformada por un poema. Y la invención de un pensamiento es este poema del pensamiento.
No a la poesía en el mundo, en las cosas. Contrariamente a eso que los poetas han dicho. Imprudencia del lenguaje. No puede ser que en el sujeto que es sujeto en el mundo y sujeto en el lenguaje como sentido de la vida. Se ha confundido el sentimiento de las cosas y las cosas mismas.
Esta confusión entraña nombrar, describir. Ingenuidad rápidamente castigada. La prueba, si faltaba, de que la poesía no está en el mundo es que quienes no son poetas son como los poetas, y no pueden hacer un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y permanece caballo.
Vivir no es suficiente. Todo el mundo vive. Sentir no es suficiente. Todo el mundo es sensible. La experiencia no basta. El discurso sobre la experiencia, tampoco. Para que haya un poema. No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es al contrario: la exigencia de un sentido que no es, y la transformación del sentido por todos los sentidos que cambian nuestra relación con el mundo.
Si vivir precede a escribir, la vida no es más que la vida, la escritura no es más que literatura. Eso se ve. De modo que es necesario aprender a reconocerlo. La enseñanza debería servir a eso.
No al ver tomado como escuchar. Los poetas han creído que hablaban de la poesía poniendo todo sobre la mirada, el ver. Falta del sentido de lenguaje. Las revoluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que enmascara su propio impensado. La oposición fuerte pasa entre el pensamiento por ideas recibidas y pensar su voz, tener la voz en el pensamiento.
No al rimbaudismo que ve a Rimbaud-la poesía en su partida fuera del poema. No cuando se opone en el interior y en el exterior, lo imaginario y lo real, esta evidencia aparentemente indiscutible. Esto impide pensar que no somos más que su relación.
No a la metáfora tomada por el pensamiento de las cosas, cuando no es más que una forma de girar alrededor, lo bueno en lugar de ser la sola manera de decir.
No a la separación entre afecto y concepto, ese cliché del signo que no hace sólo el símil poema sino también el símil-pensamiento.
No a la oposición entre individualismo y colectivismo, este efecto social del signo, esto impensado del sujeto; así el poema, que vuelve a la literatura, a la poesía un juego de la sociedad, esa cancioncilla que canta cancioncitas, esos pretendidos poemas que se hacen por cantidad.
No a la confusión entre subjetividad, esta psicología, donde el lirismo permanece ocupado, esos metros que se hacen cantar, y la subjetivación de la forma-sujeto que es el poema.
No, no cuando uno opone, tan cómodamente, la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque desde hace tiempo, hay un academicismo de la transgresión como hay un academicismo de la tradición. Y en los dos casos, lo moderno se opone a lo clásico, mezclando lo clásico con lo “neo-retro”. En los dos casos se ha desconocido el sujeto del poema, su invención radical que de todo tiempo ha hecho el poema, que reenvía estas oposiciones a su confusión, a su no-pensamiento, que enmascara lo perentorio del mercado.
. . .

* No a la poesía como intención del poema, puesto que de inmediato es una intención. De poseía. Que no puede dar más que literatura. Así como la poesía de poesía es poco poesía, el sujeto filosófico no es sujeto del poema.
Manifestar no es dar lecciones ni predicar. Existe un manifiesto cuando existe lo intolerable. Un manifiesto no puede tolerar. Porque es intolerante. El dogmatismo blando, invisible, del signo, no pasa, por intolerante. Pero si todo en él fuera tolerable, no habría necesidad de manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. Deja de pasar por incongruente. Si no hubiera riesgo, no habría más manifiesto. El liberalismo no exhibe más que la ausencia de libertad.
Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar es también un riesgo. Pensar esto que es un poema. Eso que hace que un poema sea un poema. Eso que debe ser un poema para serlo. Y un pensamiento, para serlo. Esta necesidad, pensar inseparablemente el valor y la definición. Pensar esta no separación como un universal del poema y del pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad. Lo mismo da si este pensamiento es particular, por principio siempre ha ocurrido en una práctica, será necesariamente verdadera siempre. No es aún una lección nula para eso que se llama el siglo por venir. No más ese balance académico del siglo. Este efecto de lenguaje, el efecto temporalidad del signo. La discontinuidad del secularismo.
En suma, el poema manifiesta y hay que manifestar en favor del poema el rechazo de la separación entre lenguaje y vida. El reconocimiento como una oposición no entre lenguaje y vida sino entre una representación del lenguaje y una representación de la vida. Esto que reubica lo prohibido que pretendía Adorno (eso de que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), y que algunos piensan invertir haciendo jugar ese papel del que da vuelta todo a Paul Celan; entonces que ellos demoran en el mismo no pensamiento que mostró Wittgenstein como ejemplo del dolor. No puede decirse. Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene. Esos rechazos, todos estos rechazos son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Para que un poema se transforme en vivir.
En esto que toma aires de paradoja, el colmo es lo que no es cuestión de truismos. Pero desconocidos. Eso es lo cómico del pensamiento.
Pero es sólo por estos rechazos, que son los latidos del pensamiento, para respirar en lo irrespirable, que siempre ha habido poemas. Y que un pensamiento del poema es necesario para el lenguaje, para la sociedad.

Sobre Henri Meschonnic

Nació en París en 1932. Murió en Villejuif en 2009. Teórico del lenguaje, ensayista, traductor y poeta.
Sus padres fueron judíos rusos que llegaron a Besarabia en 1924.
Como lingüista enseñó en la Universidad de Lille de 1963 a 1968, después de 1969 a 1997 en París.
Escribió poemas y retradujo la Biblia. Toda su actividad: la del poeta, la del traductor y la del teórico están ligadas y entreveradas en una obra inmensa y diversa. Entre otras: Un golpe bíblico en la filosofía, “Para terminar con la palabra Shoah, o La poética como crítica del sentido“, traducido por Hugo Savino.
Meschonnic recibió el Premio Max Jacob en 1972. Fue miembro de la Academia Mallarmé y recibió el Premio de Literatura Nathan Katz 2006.
Dijo de sí mismo: “Yo escribo poemas, y ello me hace reflexionar sobre el lenguaje. Como poeta, no como lingüista. Lo que sé y lo que busco se mezclan. Y traduzco, sobre todo textos bíblicos, en los que no hay ni verso ni prosa pero sí una supremacía generalizada del ritmo. La conjunción de estas tres actividades genera en mí una cierta forma de pensamiento crítico a partir de una transformación del pensamiento tradicional del ritmo, a la cual me han llevado necesariamente estas tres actividades, justamente por su conjunción. Ello representa una crítica general de las representaciones del lenguaje y pone de manifiesto una carencia del pensamiento del lenguaje en el pensamiento contemporáneo. La importancia de la crítica ha ocultado la de los poemas, sobre todo en la medida de la resistencia que este pensamiento ha suscitado. Pero el poema, tal como yo lo entiendo: transformación de una forma de vida en una forma de lenguaje y de una forma de lenguaje en una forma de vida, comparte con la reflexión el mismo desconocimiento, el mismo riesgo y el mismo placer, la misma burla a las ideas recibidas de los contemporáneos. Es por ello que no escribo ni para agradar ni para desagradar, sino para vivir y transformar la vida”.

(Selección y traducción: Gerardo Burton)

Henri Meschonnic: Manifiesto a favor del ritmo (fragmentos)

Texto escrito entre agosto y noviembre de 1999. Su labor como traductor, poeta y lingüista es reconocida en todo el mundo. En la Argentina, y en particular en la Patagonia, varios poetas indagan el quehacer poético a partir de los ensayos de Meschonnic. Éste texto pretende acercar algunos de sus conceptos teóricos sobre la poesía, el poema y el ritmo.


* Hoy en día necesito, para ser un sujeto, para vivir como un sujeto, hacer un lugar para el poema. Un lugar. Eso que veo a mi alrededor y que la mayoría denomina poesía tiende extraña, insoportablemente, a retacearle un lugar, su lugar, a lo que yo llamo un poema.
En la poesía a la francesa, y por razones que no son ajenas al mito del genio en lengua francesa, se institucionalizó un culto rendido a la poesía que produce una ausencia programada del poema.
Siempre ha habido modas. Pero esta moda ejerce una presión, la de varios academicismos acumulados. Presión atmosférica: el aire del tiempo.
Contra este sofocamiento del poema por la poesía hay una necesidad de manifestar el poema, una necesidad que experimentan periódicamente algunos, de hacer salir una palabra sofocada por el poder de los conformismos literarios que no hacen más que estetizar los esquemas de pensamiento, que son esquemas de la sociedad.
Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y se toman como poesía. Contra todas estas poetizaciones, digo que sólo existe el poema si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida.
. . .


* El poema es eso que nos enseña a no servirnos más del lenguaje. Solo nos enseña que, contrariamente a las apariencias y las costumbres del pensamiento, no nos servimos del lenguaje.
Eso no significa, si siguiéramos una reversibilidad mecánica, que el lenguaje se sirva de nosotros. Es que, curiosamente, tendrá más pertinencia a condición de delimitarla, de limitarla a las manipulaciones de tipos tal como se le adelantan corrientemente a la publicidad, la propaganda, la comunicación total, la (des)información y todas las formas de censura. Pero ahora no es el lenguaje que se sirve de nosotros. Los manipuladores, que mueven las marionetas que somos en sus manos, ellos se sirven de nosotros.
Pero el poema hace de nosotros una forma de sujeto específico. Nos hace un sujeto diferente del que seríamos sin él. Esto ocurre por el lenguaje. Es en este sentido que nos enseña que no nos servimos del lenguaje pero devenimos lenguaje. No se puede contentar en decir, sino como una condición previa aunque vaga, que somos lenguaje. Es más preciso decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Es cuestión de sentido, de sentido de lenguaje.
Pero sólo el poema que es poema nos lo enseña. No es eso que parece poesía. Todo hecho por adelantado. El poema de la poesía. No encuentra otra cosa que nuestra cultura. También variable. Y en la medida que nos burla, haciéndose pasar por un poema, es una alimaña. Puesto que enfrenta a la vez nuestra relación con nosotros como sujetos y la relación de nosotros mismos en tren de devenir lenguaje. Las dos son inseparables. Este producto tiende a hacer y rehacer de nosotros un producto en lugar de una actividad.
Por esto la actividad crítica es vital, no destructiva. Es constructiva, constructora de sujetos.
Un poema transforma. Porque nombrar, describir, no valen nada en el poema. Y describir es nombrar. Porque el adjetivo es revelador de la confianza en el lenguaje; y la confianza en el lenguaje nombra, no cesa de nombrar. Observen los adjetivos.
Por esto, la celebración, algo que ha sido tan habitual en la poesía, es enemiga del poema. Porque celebrar es nombrar. Designar. Desgranar sustancias según el rosario del sagrado asidero de la poesía. Al mismo tiempo que aceptar. No sólo aceptar el mundo tal como es, el innoble “yo no tengo más que bien para decir”, de Saint-John Perse, pero aceptar todas las nociones de la lengua a través de aquéllos que ha representado. La atadura impensada entre el genio del lugar y el genio de la lengua.
Un poema no celebra, transforma. Así tomo eso que dijo Mallarmé: “La Poesía es la expresión, por el lenguaje humano devuelto a su ritmo esencial, el sentido misterioso de los aspectos de la existencia: ella dota así de autenticidad a nuestra estadía y constituye la sola labor espiritual”. Aquí es donde algunos creen que esto está pasado de moda.

. . .


* Un poema es un acto del lenguaje que no tiene lugar más que una vez y que recomienza sin cesar. Porque hace al sujeto. No cesa de hacer sujeto. De ustedes. Porque el poema es una actividad, no un producto.

. . .

* No, las palabras no fueron hechas para designar las cosas. Están ahí para situarnos con las cosas. Si se las ve como designaciones, uno demuestra que tiene la idea más pobre del lenguaje. La más común también. Es el combate, desde siempre, del poema contra el signo. David contra Goliat. Goliat, el signo.
Porque yo también creo que uno se equivoca al incorporar entonces y ahora con Mallarmé, “lo ausente de todos los ramos” a la banalidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando uno lo opone a “la verdadera vida” de Rimbaud. Uno descansa en la discontinuidad del lenguaje opuesta a la continuidad de la vida. Aquí el poema puede y debe denotar el signo.
Devastar la representación convenida, enseñada, canónica. Porque el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que darnos a ver. Es sordo, y permanece sordo. Sólo el poema puede ponernos en la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y la continuidad de esta escucha incluye, impone una continuidad entre los sujetos que somos, el lenguaje que devenimos, la ética en acto que es nuestra escucha, de donde viene una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.
De allí lo irrisorio de la reincidencia permanente de los poetas en la poética de la torre de marfil, en Hölderlin, de “el hombre habita poéticamente sobre esta tierra”, un Hölderlin pasado por la esencialización de Heidegger, donde se sitúa un seudo-sublime a la moda. No, muy seguro. El hombre vive semióticamente esta tierra más que nunca. Y yo no creo adherir a Hölderlin. No, me adhiero al efecto Hölderlin, que no es lo mismo. A la esencialización en cadena del lenguaje, del poema (con el neo pindarismo que está de moda), y la esencialización de la ética y de la política.
La poética es la coartada y el sostén del signo. Con su cita-cliché de rigor, el molino de riego de la poetización: “¿y para qué poetas en un tiempo indigente?”.
Es –y sí, así es- contra aquello que falta del poema, aún del poema, siempre del poema. El ritmo, todavía el ritmo, siempre el ritmo. Contra la semiotización generalizada de la sociedad. ¿En qué han creído algunos poetas, o lo hicieron creer, al escapar por lo lúdico? El amor de la poesía, en lugar del poema. Cavando su propia fosa con sus rimas. Miseria poética más que tiempos de miseria.



* Resta solamente: es pintura o no lo es. Como ya dijo Baudelaire. Es un poema o no lo es. Así parece. Parecerse a la poesía. Puesto que hay un poema del pensamiento o entonces no hay más que símiles. Mantener el orden.
Sí, en un sentido nuevo, todo poema, si lo es, es una aventura de la voz, no una reproducción variable de la poesía del pasado, de la épica en él. Y deja en el museo de artes y tradiciones del lenguaje la noción lírica que algunos contemporáneos han intentado ubicar en el gusto del día, haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: las confusiones entre el yo y el mí; entre la voz y el canto; entre el lenguaje y la música; en una común ignorancia del sujeto del poema.
Confusiones, es verdad, que el pasado mismo de la poesía ha contribuido a hacer nacer. Pero el poema da señales de vida. Eso es normal en él porque quiere tener la poesía, no tener el aire sino tener el ser, da señas de libro.
Consecuencia: esta oposición encuentra eso que hace de ordinario entre la vida y la literatura. Y un poema es eso que más se opone a la literatura. En el sentido del mercado del libro. Un poema se hace de la reversibilidad entre una vida devenida lenguaje y un lenguaje devenido de la vida.
Fuera del poema abundan no importa qué pretensiones, esos montajes que continúan repitiendo el contrasentido tan extendido sobre la frase de Rimbaud: “Es necesario ser absolutamente moderno”. Decididamente, nada más actual que el “yo replicaré ante la agresión que los contemporáneos no saben leer”, de Mallarmé. Aún el imbécil del presente que habla en este contrasentido. Lo mismo quien es imbécil del lenguaje.
Un poema se hace con ese verso al cual uno va, que no se conoce y del cual uno no se retira y que es vital reconocer.
Para un poema, es necesario aprender a rechazar, a trabajar en toda una lista de rechazos. La poesía cambia sólo cuando se la rechaza. Como el mundo, no cambia más que por aquello que lo rechaza. En este rechazo yo pongo: no al signo y a su sociedad. No a esta pobreza hinchada que confunde el lenguaje y la lengua, y no habla de la lengua sin saber lo que ella dice de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera un sujeto y de una relación de la esencia del alejandrino en el genio de la lengua francesa. No se olviden de respirar las doce sílabas.
Accedan al corazón de la métrica. La mitología que sin duda no es extranjera a la vuelta jugada por lo lúdico a la moda de la versificación académica. Y si esto estaba para hacer reír, se perdió. Ya Aristóteles había reconocido a aquellos que escriben en verso para esconder que no tienen nada que decir.
No al signo-consenso, en la semiotización generalizada de la comunicación-mundo. No se va a las cosas puesto que no cesa de transformarlas o de ser transformado por ellas a través del lenguaje. No a la fraseología poetizante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre la poesía y el mundo exterior. Que no lleva más que a hablar de. Enumerar. Describir. Nombrar otra vez. No es el mundo que está allá, es la relación con el mundo. Y esta relación es transformada por un poema. Y la invención de un pensamiento es este poema del pensamiento.
No a la poesía en el mundo, en las cosas. Contrariamente a eso que los poetas han dicho. Imprudencia del lenguaje. No puede ser que en el sujeto que es sujeto en el mundo y sujeto en el lenguaje como sentido de la vida. Se ha confundido el sentimiento de las cosas y las cosas mismas.
Esta confusión entraña nombrar, describir. Ingenuidad rápidamente castigada. La prueba, si faltaba, de que la poesía no está en el mundo es que quienes no son poetas son como los poetas, y no pueden hacer un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y permanece caballo.
Vivir no es suficiente. Todo el mundo vive. Sentir no es suficiente. Todo el mundo es sensible. La experiencia no basta. El discurso sobre la experiencia, tampoco. Para que haya un poema. No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es al contrario: la exigencia de un sentido que no es, y la transformación del sentido por todos los sentidos que cambian nuestra relación con el mundo.
Si vivir precede a escribir, la vida no es más que la vida, la escritura no es más que literatura. Eso se ve. De modo que es necesario aprender a reconocerlo. La enseñanza debería servir a eso.
No al ver tomado como escuchar. Los poetas han creído que hablaban de la poesía poniendo todo sobre la mirada, el ver. Falta del sentido de lenguaje. Las revoluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que enmascara su propio impensado. La oposición fuerte pasa entre el pensamiento por ideas recibidas y pensar su voz, tener la voz en el pensamiento.
No al rimbaudismo que ve a Rimbaud-la poesía en su partida fuera del poema. No cuando se opone en el interior y en el exterior, lo imaginario y lo real, esta evidencia aparentemente indiscutible. Esto impide pensar que no somos más que su relación.
No a la metáfora tomada por el pensamiento de las cosas, cuando no es más que una forma de girar alrededor, lo bueno en lugar de ser la sola manera de decir.
No a la separación entre afecto y concepto, ese cliché del signo que no hace sólo el símil poema sino también el símil-pensamiento.
No a la oposición entre individualismo y colectivismo, este efecto social del signo, esto impensado del sujeto; así el poema, que vuelve a la literatura, a la poesía un juego de la sociedad, esa cancioncilla que canta cancioncitas, esos pretendidos poemas que se hacen por cantidad.
No a la confusión entre subjetividad, esta psicología, donde el lirismo permanece ocupado, esos metros que se hacen cantar, y la subjetivación de la forma-sujeto que es el poema.
No, no cuando uno opone, tan cómodamente, la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque desde hace tiempo, hay un academicismo de la transgresión como hay un academicismo de la tradición. Y en los dos casos, lo moderno se opone a lo clásico, mezclando lo clásico con lo “neo-retro”. En los dos casos se ha desconocido el sujeto del poema, su invención radical que de todo tiempo ha hecho el poema, que reenvía estas oposiciones a su confusión, a su no-pensamiento, que enmascara lo perentorio del mercado.
. . .

* No a la poesía como intención del poema, puesto que de inmediato es una intención. De poseía. Que no puede dar más que literatura. Así como la poesía de poesía es poco poesía, el sujeto filosófico no es sujeto del poema.
Manifestar no es dar lecciones ni predicar. Existe un manifiesto cuando existe lo intolerable. Un manifiesto no puede tolerar. Porque es intolerante. El dogmatismo blando, invisible, del signo, no pasa, por intolerante. Pero si todo en él fuera tolerable, no habría necesidad de manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. Deja de pasar por incongruente. Si no hubiera riesgo, no habría más manifiesto. El liberalismo no exhibe más que la ausencia de libertad.
Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar es también un riesgo. Pensar esto que es un poema. Eso que hace que un poema sea un poema. Eso que debe ser un poema para serlo. Y un pensamiento, para serlo. Esta necesidad, pensar inseparablemente el valor y la definición. Pensar esta no separación como un universal del poema y del pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad. Lo mismo da si este pensamiento es particular, por principio siempre ha ocurrido en una práctica, será necesariamente verdadera siempre. No es aún una lección nula para eso que se llama el siglo por venir. No más ese balance académico del siglo. Este efecto de lenguaje, el efecto temporalidad del signo. La discontinuidad del secularismo.
En suma, el poema manifiesta y hay que manifestar en favor del poema el rechazo de la separación entre lenguaje y vida. El reconocimiento como una oposición no entre lenguaje y vida sino entre una representación del lenguaje y una representación de la vida. Esto que reubica lo prohibido que pretendía Adorno (eso de que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), y que algunos piensan invertir haciendo jugar ese papel del que da vuelta todo a Paul Celan; entonces que ellos demoran en el mismo no pensamiento que mostró Wittgenstein como ejemplo del dolor. No puede decirse. Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene. Esos rechazos, todos estos rechazos son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Para que un poema se transforme en vivir.
En esto que toma aires de paradoja, el colmo es lo que no es cuestión de truismos. Pero desconocidos. Eso es lo cómico del pensamiento.
Pero es sólo por estos rechazos, que son los latidos del pensamiento, para respirar en lo irrespirable, que siempre ha habido poemas. Y que un pensamiento del poema es necesario para el lenguaje, para la sociedad.

Sobre Henri Meschonnic

Nació en París en 1932. Murió en Villejuif en 2009. Teórico del lenguaje, ensayista, traductor y poeta.
Sus padres fueron judíos rusos que llegaron a Besarabia en 1924.
Como lingüista enseñó en la Universidad de Lille de 1963 a 1968, después de 1969 a 1997 en París.
Escribió poemas y retradujo la Biblia. Toda su actividad: la del poeta, la del traductor y la del teórico están ligadas y entreveradas en una obra inmensa y diversa. Entre otras: Un golpe bíblico en la filosofía, “Para terminar con la palabra Shoah, o La poética como crítica del sentido“, traducido por Hugo Savino.
Meschonnic recibió el Premio Max Jacob en 1972. Fue miembro de la Academia Mallarmé y recibió el Premio de Literatura Nathan Katz 2006.
Dijo de sí mismo: “Yo escribo poemas, y ello me hace reflexionar sobre el lenguaje. Como poeta, no como lingüista. Lo que sé y lo que busco se mezclan. Y traduzco, sobre todo textos bíblicos, en los que no hay ni verso ni prosa pero sí una supremacía generalizada del ritmo. La conjunción de estas tres actividades genera en mí una cierta forma de pensamiento crítico a partir de una transformación del pensamiento tradicional del ritmo, a la cual me han llevado necesariamente estas tres actividades, justamente por su conjunción. Ello representa una crítica general de las representaciones del lenguaje y pone de manifiesto una carencia del pensamiento del lenguaje en el pensamiento contemporáneo. La importancia de la crítica ha ocultado la de los poemas, sobre todo en la medida de la resistencia que este pensamiento ha suscitado. Pero el poema, tal como yo lo entiendo: transformación de una forma de vida en una forma de lenguaje y de una forma de lenguaje en una forma de vida, comparte con la reflexión el mismo desconocimiento, el mismo riesgo y el mismo placer, la misma burla a las ideas recibidas de los contemporáneos. Es por ello que no escribo ni para agradar ni para desagradar, sino para vivir y transformar la vida”.

(Selección y traducción: Gerardo Burton)

sábado, 28 de agosto de 2010

Sobre Leónidas Lamborghini


Se trata de una reseña del libro "Mezcolanza".

La poesía es una recreación del mundo, tiene ese poder”
El libro es producto de las conversaciones que mantuvo el poeta con Santiago Llach, entre 2007 y 2008. Allí están los temas que lo marcaron, desde el peronismo hasta el exilio, con la oralidad irreverente que fue también un sello de su notable obra poética.

por Silvina Friera

La risa de Leónidas Lamborghini –el “crack peronista” de la poesía argentina del siglo XX– devora lo momificado, lo consagrado, lo institucionalizado. Nunca se quedó en el molde esta maravillosa termita. Nadie como este poeta ha practicado la risa –como poética y política–, tan empecinado en resistir al poder “que utiliza una máscara para disimular sus estropicios tras la fachada de lo ‘serio’”. Hay palabras –como estropicios– que tienen el inconfundible sabor de la oralidad lamborghiniana. Hasta cuando estaba en la lucha por el mango y vivía en una pensión –a fines de los años ’50–, de noche leía el Quijote. Y se reía a carcajadas. Tanto se reía que le golpeaban la puerta para que bajara el volumen. Es probable que los lectores que se sumerjan en Mezcolanza (Emecé), las memorias de Lamborghini, sufran, por momentos, tremendos ataques de risa. Mejor que así sea; que la risa de cada uno se funda con la del poeta. Santiago Llach se encontró muchas veces con el autor de Las patas en las fuentes entre marzo de 2007 y septiembre de 2008. Leónidas, que entonces ya había pasado los ochenta años, desgranó recuerdos de infancia y de juventud. Y habló de todo, desde su experiencia en el exilio en México, hasta el modo en que escribió y reescribió sus libros. El desparpajo, esa cosa casi inmoral con el lenguaje, el no respeto de la sintaxis, los juegos –inscriptos en sus poemas– se pueden apreciar en estas páginas, en la oralidad irreverente de un poeta que hilvana los retazos de su vida. “La ensalada rusa que tengo es arlteana. Mi obra está cruzada por Arlt, Discépolo, las letras del tango, Dante... Es una mezcla que yo tengo, un epigrama que se llama: ‘Edificio en construcción. Guarda con la mezcladora’; le dijo el constructor al de la máquina mezcladora.”

La incalculable virtud de Mezcolanza es haber preservado esas perlas del habla de Leónidas. Las jergas, giros y muletillas. Quien lea estas memorias –y quien haya gozado del placer de haber charlado largo y tupido con este bufón gigante de la poesía argentina en su modesto departamento de la calle Laprida– se encontrará con la inconfundible dicción del poeta. “El tono –afirma Llach en el prólogo– es el de una deriva en la que priman los saltos azarosos que la mente le sugiere a la voz antes que el orden lógico de un relato sistemático.” El libro –como la memoria– es un montaje que en ciertas instancias repone cierto orden cronológico y temático. Este loable montaje es el testimonio de un hombre atravesado por las peripecias públicas de la Argentina del siglo pasado. Poeta fundamental de este país –cómo pensar la poesía sin sus balbuceos, sin el tronche abrupto, el corte de verso que deja al lector sin aliento–, Leónidas murió el pasado 13 de noviembre de 2009 sin llegar a revisar la versión final del texto. Su hija Teresa se encargó de la tarea, amén de introducir numerosas precisiones. También de Teresa fue la idea de incluir un delicioso bonus track: la reescritura de un pasaje del Finnegan’s Wake, de James Joyce, del que Lamborghini habla en sus recuerdos. Como complemento ineludible, se agregó, además, la entrevista realizada por Daniel García Helder para Diario de poesía en 1996 y una cronología centrada en la obra de Lamborghini.

El título de estas evocaciones es de cuño discepoliano. No podía ser de otra manera. La mezcla, epigrama o ensalada rusa, la “mezcolanza” –aclara el poeta– se la debe a Discépolo. “¿Y si toda nuestra literatura fuera una mezcolanza? Porque Arlt decía que era el Dostoievski argentino. Pero antes fue el folletinista, de allí sacó El juguete rabioso, y con esa especie de lenguaje de cosa rocambolesca. La mezcolanza tiene ese dejo italiano, casi despectivo. Lo gauchesco tiene esa misma connotación, grotesca. En Hernández tenés una mezcla de Dante con el poema clásico, la invocación y todo eso que está como transportado a nuestra realidad, hay transposiciones, en Borges también las hay. Borges será más fino, tiene cuidado con las mezclas. En química no es la combinación, en la combinación no notás los elementos, es una síntesis. En la mezcla o mezcolanza, notás los elementos que la componen”, explica Leónidas.

Tenía 9 años cuando garabateó unos poemas, imitando a Lugones. Era un adolescente cuando un tipo de la barra le dio la letra de un tango. Esta donación sellaría un destino. El tango fue algo entrañable para Leónidas, especialmente las letras (no tanto la música), a las que tempranamente relacionó con Baudelaire y Rubén Darío. La picaresca está a la orden de cada página, como un extraño dispositivo que eleva cómicamente aún más el anecdotario. “Yo siempre dije que tendría que haber sido tenor. Soñé con ser cantor de tango, creo que ese sueño lo ha frecuentado mucha gente. Y hasta pensaba en ganarme la vida con el tango. Porque uno en el baño canta fenómeno...”. En la zona del deseo de Leónidas, el tango fue un poderoso imán. Confiesa –porque su voz resuena en tiempo presente– que tenía el prurito de sentir que no era un buen balarín. “Siempre admiré a los bailarines de tango y quería imitarlos, pero nunca alcancé esa elegancia.” “Elegancia”, “seriedad”: se llevan a las patadas en esa “lucha paralela” con el poema que entabló Lamborghini.

El repaso de su experiencia en la fábrica textil del padre –llamada Terecar–, donde se hacían casimires hacia mediados de los años ’40, parece una “pieza de museo” de la memoria –lamentablemente– del país industrial en el que se fogueó el poeta. Leónidas intentó estudiar Agronomía en la facultad, pero se tuvo que retirar “porque ahí eran todos gorilas”. Ese joven, que entonces ya se proclamaba peronista, era considerado por sus “compañeros” como un “fascista”. La imagen de mochilero sería “futurista” para este señor de bigotazos militantes que nació en 1927. Como si fuera un precursor hasta en esos trotes, se podría decir que Leónidas tuvo una etapa de “mochilero peronista”, entre los 22 y 23 años, cuando anduvo “vagabundeando” por el norte: Salta, Jujuy, Tartagal. Su marca de fábrica, asume el poeta, fue haberse puesto “siempre a favor del laburante”, tanto en las fábricas donde puso el cuerpo como en su condición de delegado en los diarios Crítica y Crónica. Ingresó a los 30 años al diario que fundó Botana y trabajó en la sección policiales, donde antes había estado nada menos –vaya coincidencia– como Roberto Arlt. El periodismo –para él que entró “sin saber un carajo”– fue una tabla de salvación. Es una pena que las notas que escribió –muchas ni siquiera estaban firmadas– no se hayan conservado. Al menos sus hijos hurgaron en los archivos de Crónica, pero no encontraron nada.

Si los recuerdos son como hebras muy frágiles, Leónidas los potencia con el tamiz de lo cómico. No se cansaba de repetir ciertas frases –la de Nietzsche, “tenemos el arte para que la verdad no nos destruya”– que fueron y son como el abecé de su existencia poética. “Creo que el artista siempre es el bufón de la corte. Como el bufón de Shakespeare en Rey Lear, al servicio de controlar la locura o la imbecilidad de los que tienen el cetro, respondiendo a la distorsión con la distorsión multiplicada, viendo en lo cómico lo trágico y en lo trágico lo cómico.” Su padre –que le habló tempranamente de literatura– había fracasado como escritor –aunque llegó a publicar Memorias de un pobre hombre–; pero por esas cosas de la vida tuvo dos hijos escritores. “Yo, el hijo mayor, un día le vine con una imitación de Almafuerte y me corrió por las escaleras. Yo no entendía un carajo.” Lamborghini fue entendiendo, tal vez demasiado rápido. Pero siempre explorando en los márgenes, desde su primera obra-plaqueta el Saboteador arrepentido (1955). No entraba en la generación del ’40, tampoco en la del ’50. Ese joven repudiado casi por unanimidad –salvo honrosas excepciones, como la de Juan Jacobo Bajarlía– estaba mancillando la poesía. La risa, el grotesco, la parodia, la caricatura, eran perturbadores, incómodos, incomprensibles. Eso no era poesía, escupieron los “más piadosos”. Aunque lo cagaron a palos y lo sopapearon para toda la cosecha, Lamborghini se levantó todas las veces que fue necesario. La ruptura que representaba su propuesta –intuía– sería, tarde o temprano, comprendida.

De principio a fin cultivó una política de reescritura de los modelos que le interesaban: el Martín Fierro y la gauchesca, Discépolo, Eliot, Quevedo y Luis de Góngora, entre otros. Rompió la sintaxis de esos modelos, recombinó los elementos verbales para ver qué otro sentido podía surgir, o qué sentido se escondía detrás de la materia verbal. Generoso a la hora de permitir conocer la cocina de su escritura, el poeta revela cómo trabajaba en Al público la variante con el poema clásico en la segunda estrofa: “En vez/ tú no tienes voz propia/ni virtud/dijo/ y escribes sólo para”. “Tanto en el Martín Fierro como en Homero o en Virgilio se le pide a la musa, y se da por sentado que el poema sigue y la musa lo ayudó –recuerda–; acá la tensión se forma cuando él le pide a la musa y la musa le dice que no es poeta, que no sirve para nada, no tiene virtud, virtud como fuerza. Además lo acusa, le dice que escribe sólo para figurar, por vanidad. Esas son cosas que hice como una variante del poema clásico. Invocar a la musa, y la musa que no lo apoya.”

El lector puede escuchar las “sabias enseñanzas” de Lamborghini. No vendría mal precisar que nunca apela a un tono pedagógico de maestro ciruela, sino que opta por transparentar los materiales y el sentido de sus operaciones. Es encomiable su fundamentación del “tronche” con el que tajeaba el verso. “Si vos decís: ‘Aquí me pongo a cantar...’ Si uno hace el experimento y pone, ‘aquí me pongo’, punto... El tronche en ‘pongo’ tiene una fuerza de la gran puta... una fuerza terrible... hasta erótica.” Esa fuerza de la gran puta –en la que se cruzan lo más alto con lo más bajo– es inagotable: sorprende y estremece al lector adicto y reincidente de Leónidas. También al lector que arremete con la frescura de la primera exploración. Cómo se divertía el poeta jugando como un chico con el modelo para ver cuánto rinde en una lectura que se dé a la par de una escritura, una relectura. Qué manera de hacer taquitos a las prohibiciones y amonestaciones a las “momias”, esos poetas-fósiles que lo ningunearon. Sólo entonces, cuando recordaba cómo lo maltrataron, se ponía “serio”. Contraía el rostro por el dolor de una vieja herida que nunca terminaría de cicatrizar. ¡Pero qué joven es y será la voz de Leónidas! “A cierta altura, un escritor debe conocer los trucos como para no caer en la trampa de explicar o poner cosas de más. Llega un momento en que uno es el crítico indicado de lo que está haciendo, si no, es un boludo.”

Quizá porque se extraña mucho a Leónidas cuesta abandonar Mezcolanza. Pero el libro invita a cada lector a ser testigo y escucha de una remembranza exquisita. “A mí un verdulero me dijo: ‘Lambor, ¿qué es la poesía?’; y yo le dije: ‘Esto que pasa cuando entramos a joder y yo le pido, y usted me atiende, y le digo que estas manzanas y estas frutas son joyas, y usted me lo admite’. Es una recreación del mundo, tiene ese poder. La poesía es un pájaro del asombro, lo ves, está al lado tuyo, y te atrae, está vigilando.”