miércoles, 21 de febrero de 2018

Zorzales patagónicos



Es sabido que en Argentina hay un centro y todo lo demás es periferia. Y en esa periferia, en ese margen se repite, analógicamente, esta vez entre capitales de provincias y ciudades y poblaciones menores de esas jurisdicciones, esta relación donde hay un punto central y lo demás son orillas.

Gerardo Burton
geburt@gmail.com










Son los últimos días de diciembre, y el poeta rosarino Jorge Isaías refiere por teléfono un hecho ocurrido en su ciudad hace poco: un director de teatro va a un café céntrico de la ciudad dispuesto a sentarse a una mesa con el diario Página/12 bajo el brazo. De inmediato, varios parroquianos inician una protesta que crece de sorda a absolutamente sonora: es una vergüenza, dice Isaías que dijeron, que todavía haya gente que lee eso; cierto, que reivindiquen a esos ladrones corruptos; no deberían estar sueltos; no entendieron nada. A medida que el coro subía de tono, el amigo de mi amigo poeta termina su café y decide optar por una retirada que, si bien no le eximirá de cierta vergüenza, le permitirá conservar su dignidad y, sobre todo, su integridad física.


Pero el llamado telefónico tiene otros motivos: saludarnos por el fin de año y reconstruir una solidaridad a la distancia -doce meses de adversidades, una sociedad que dejó de creer que “la patria es el otro” porque en estos días la patria es de los otros- y, sobre todo, hablar de su libro “Calle con paraísos añosos”, editado por Ciudad Gótica y que recopila sus artículos aparecidos como contratapas en Rosario/12.



Llama la atención el primer texto de ese volumen, “Zorzales”, que alude a dos poemas de un libro de Juan Carlos Moisés, un chubutense nacido en Capitán Sarmiento en 1954 y que también es dibujante y dramaturgo. Se trata de “El jugador de fútbol”, editado por La carta de Oliver poco más de dos años atrás. Moisés, en un mensaje por correo electrónico, dice esta semana que “El jugador .. está escrito con memoria y con presente, como buscando los puntos de relación o de contacto, en un ida y vuelta entre la vida cotidiana, familiar, y lo que observa el ojo como una especie de testigo”.
Casi sin quererlo se ha establecido un triángulo entre Neuquén, desde donde parte el llamado a Isaías; Rosario y Salta, donde ahora reside Moisés. Es, en realidad, Patagonia, el Litoral -o la pampa gringa, como gustéis- y el Noroeste. La Patagonia por partida doble porque son Capitán Sarmiento en Chubut, y Neuquén. En un ensayo de 2007, titulado “Arte en las márgenes: centro y periferia”, Moisés juega con varios conceptos, con el oficio de escritor -y de artista- y con las dicotomías que genera el poder al atribuir prestigio y jerarquías de manera arbitraria, caprichosa o interesada. Y cómo es posible vaciar ese poder y construir otro, cómo la periferia es el verdadero centro, según la certera afirmación del poeta de Viedma Raúl Artola, que también recuerda Moisés.

Para los escritores patagónicos el tema puede ser la Patagonia o no. Es una opción. De una o de otra forma, no va a ser más ni menos que literatura. No pocos narradores, dramaturgos y poetas, han hecho de la tierra y de sus habitantes materia de una literatura de valor testimonial y estético. Acaso sea la poesía, que suele tener registros más amplios, o menos puntuales, con relación al tema, el género que ofrece la posibilidad de escribir sin la carga de que se escribe sobre la Patagonia. Osadamente, también es posible escribir en contra de la idea de escribir sobre la Patagonia. Es posible escribir sin pensar que la Patagonia es el tema. A veces no lo es explícitamente. O también, a veces no se escribe lo que suele esperarse como literatura patagónica. Los registros conversan entre sí, con sus parecidos y sus diferencias. Dice Borges en El escritor argentino y la tradición: “…como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.”

También cita a Saer, cuando señalaba que Cervantes eligió, para el Quijote, La Mancha, “el lugar más pobre y menos prestigioso que pudo encontrar, en oposición a los lugares legendarios de que provienen los héroes de caballería.” Cervantes convierte el margen en centro, la carencia en abundancia y eso constituye “el desafío del escritor y es el nervio de lo escrito. La periferia, más que un lugar o un espacio geográfico, es un territorio que pertenece a la persona. A fuerza de trabajar con las palabras, a veces es posible percibir que se llega a un centro posible -aquel de Cervantes-, un centro al que tiende la escritura cuando adquiere sentido”.

Es sabido que en Argentina hay un centro y todo lo demás es periferia. Y en esa periferia, en ese margen se repite, analógicamente, esta vez entre capitales de provincias y ciudades y poblaciones menores de esas jurisdicciones, esta relación donde hay un punto central y lo demás son orillas. Como si no hubiera transcurrido el tiempo desde el mejor invento de Sarmiento cuando el Facundo lo fascinó y estableció esa zoncera que muchos hoy parecen suscribir: “el problema que aqueja al país es la extensión”. En todo caso, ambos aforismos -civilización o barbarie y el de la extensión- encubren el deseo de ser factoría, donde la clase dirigente ilustrada puede circular sin molestas interrupciones, piquetes o manifestaciones y donde los congresos pueden sesionar sin riesgos de torcer los proyectos oficiales. Es la nostalgia de un país que no fue, es el deseo de que la zanja de Alsina hubiera dado resultado y que la vuelta de Fierro no hubiera ocurrido. Y tampoco la historia posterior. A esa concepción del país que el poder pretende imponer se le oponen las sucesivas periferias que se constituyen en otros tantos centros que no son sólo geográficos: no pudieron, no pueden, no podrán conservarlos. La respuesta es política porque el arte y la poesía lo son. Mal que les pese a los entogados.

De regreso a “Zorzales”: “Son poemas hondos, dice Isaías,sentidos, que dicen de un gran amor que perdura en el tiempo y que esa historia los traía juntos desde una juventud que parece siempre cercana por la intensidad misma del amor... Mi amigo es capaz de escribir cosas como ésta: '¿Son otros o son los mismo de ayer/los zorzales que cantaron esta mañana/al reparo de los pinos del jardín?/¿y los que han vuelto al atardecer cuando la luz se perdía en la noche?/se me hace que son los mismos/por las ramas que han elegido y la altura/en la que se han posado para hacerse oír”. Esa cita es el pretexto, el punto de partida que remite a Isaías a su infancia en Los Quirquinchos, Santa Fe. Entonces, otro punto de contacto: un pueblo santafesino y otro en el sur, en Chubut.

Zorzales y Pessoas (fragmento)

¿Son otros o son los mismos de ayer
los zorzales que cantaron esta mañana
al reparo de los pinos del jardín?
¿Y los que han vuelto al atardecer
cuando la luz se perdía en la noche?
Se me hace que son los mismos
por las ramas que han elegido y la altura
en la que se han posado para hacerse oír.
Pero pueden ser otros, que ahora les toca
el turno de actuar y aprovechan el momento
para que les prestemos una rápida atención,
aun cuando repitan los gestos de la especie
y no puedan zafar del estilo musical.

Fernando António Nogueira Pessoa,
el hombre visible, el escritor invisible,
traductor del inglés, cuya patria fue la lengua
portuguesa, hubiera podido guiar a los zorzales
en un sentido similar al de sus heterónimos,
pero creo que no habría pasado de ser un
experimento fallido para la poesía, como
también, peligrosamente para la ornitología.
Por algo no lo hizo con otras criaturas
que no fueran sus pares, y los zorzales
llamados patagónicos, de patas y pico
de coloración anaranjada siguen oyéndose
como zorzales y Pessoa como Pessoa,
y también como Alberto Caeiro, Ricardo
Reis, Álvaro de Campos, el otro Pessoa
llamado, de a ratos, Bernardo Soares,
o el escritor de diarios Vicente Guedes
que se diluyó en la imaginación de sí mismo.


En lo que respecta a nosotros, seres de este barrio
del planeta con fecha de vencimiento, siempre
queremos contar con la opción de ir más allá
de la compleja naturalidad que nos fue dada.
Y no me presten atención si vuelvo a repetir
la palabra zorzales, no sólo porque me gusta
la manera como se articula el sonido en la boca:
zorzales..., zorzales..., a estas horas en que la
noche empieza a llegar y no puedo verlos entre
las ramas que no por casualidad han elegido y
a la altura en la que se han posado para hacerse oír.
Me gustaría saber, ahora, en la oscuridad, mientras
escribo, si los zorzales cantan porque lo pienso
o si lo pienso porque cantan, como cantaron
a todo berrinche con la primera luz de la mañana
en las ramas altas de los pinos del jardín.

En este poema, los zorzales patagónicos son heterónimos de los otros, y viceversa; más que máscaras, son otros y son el mismo y no manifestaciones diferentes. Explicar los heterónimos es como intentarlo con el dogma de la santísima Trinidad: son distintos, son el mismo. Pero ¿son distintos? ¿son el mismo? En el caso de los poemas, Moisés describe escenas cotidianas, habla de los objetos que utiliza u obstaculizan su vida, menciona frutos y animales que acompañan la existencia y, que justamente por esa razón, están en el merodeo de la poesía. Por ellos llega Moisés a la poesía. O a ellos lo conduce la poesía. Y no necesita demostrar nada sobre centros o márgenes.
Dice, en el mensaje electrónico citado, que “El jugador...” está escrito con memoria y con presente, como buscando los puntos de relación o de contacto, en un ida y vuelta entre la vida cotidiana, familiar, y lo que observa el ojo como una especie de testigo”. Menciona el “aliento narrativo” de los poemas, que exhiben un repertorio de temas recurrente en su poesía.
Es que la poesía ocurre en el silencio entre las palabras, en el blanco que queda en el papel cuando el poema queda dibujado como ideograma. Como si el poeta hubiese escrito con esa “tinta simpática” de los juegos infantiles otro poema por debajo o por detrás del que se lee y que puede entreverse al trasluz, sobre las llamas. Así son las palabras, y funcionan como un vehículo engañoso. Como un señuelo: indican una dirección, pero en realidad van por otro lado, conducen –o son conducidas por- la poesía hacia sendas y destinos no conocidos.



Bibliografía:
Isaías, Jorge: Calle con paraísos añosos, Rosario, Ciudad Gótica, 2017.
Moisés, Juan Carlos: El jugador de fútbol, Buenos Aires, La carta de Oliver, 2015
Moisés, Juan Carlos: Arte en las márgenes, centro y periferia,


Juan Carlos Moisés (Sarmiento, Chubut, 1954)
Poeta, dramaturgo, narrador y artista plástico. Se desempeñó como Profesor de Literatura y de Teatro en escuelas de nivel medio en su ciudad natal. En teatro, dirigió obras de su autoría con el grupo Los Comedidosmediante. La casa vieja (1991), Pintura Viva (1992), Muñecos, un cuento de locos (1993), El tragaluz (1994) y Desesperando (1997). Con estas tres últimas representó a Chubut en las Fiestas Nacionales de Teatro de Mendoza, Tucumán, y Catamarca, respectivamente. En 1994 El tragaluz se presentó en el Teatro Nacional Cervantes. Sus obras fueron representadas por grupos teatrales del país, entre ellos Sobretabla (San Juan), La contrapartida (Comodoro Rivadavia), Trampolín (Bariloche), Pitanga en flor (Misiones) y La Hormiga Circular (Río Negro). Sus dibujos fueron expuestos en exposiciones individuales y grupales en ciudades del Chubut. También fueron editados en revistas y páginas web. En poesía publicó, entre otros, Poemas encontrados en un huevo, 1977; Ese otro buen poema, 1983; Animal teórico, 2004; Palabras en juego, 2006; Museo de varias artes, 2006; Esta boca es nuestra, 2009; El jugador de fútbol, 2015


Jorge Isaías
Nació en Los Quirquinchos, Santa Fe, Argentina, en 1946. Vive en Rosario desde 1964, donde se graduó de Licenciado y Profesor Superior en Letras (Universidad Nacional de Rosario).
En 1971 fundó junto a Guillermo Colussi y Alejandro Pidello la revista y editorial La Cachimba.
Sus poemas fueron traducidos al francés, inglés e italiano y circulan junto a sus prosas en los manuales de EGB y Polimodal.
Publicó los libros de poesía: La búsqueda incesante (1970); Poemas a silbo y navajazo (1973); Oficios de Abdul (1975, 1999); Crónica Gringa (5 ediciones: 2 en 1976, 1983, 1990 y 2000); Cartas australianas (1978, 2004); Poemas de amor (1979, 1986); La memoria más antigua (1982); Y su memoria olvido (1985) ,Un verso recordado (1988); Violín de Octubre (1993); Arenas movedizas (1995); El cáliz recobrado (1997); Nuevos poemas de amor (2000); Lánguidamente su licor (2000); A los amigos (2000, 2007); Sombra de fresnos (2001); El pan en llamas (2001, antología); La persistencia del canto (1996, antología); Áspero cielo (2006); Donde supura el aire (2007).
También tiene varios volúmenes en prosa: Pintando la aldea (1989); El país de la infancia (1993); La mano sobre el recuerdo (1997); Las siete velas del clásico (2002); El último penal (2003); Como un caballo salido del mar (2004); Futboleras (2005); Las más rojas sandías del verano (2006, 2008).



Al sur de Lima



En Cerro Azul conviven el trabajo artesanal y hereditario de los pescadores con el negocio turístico y resabios de la colonia: sobre la costanera están las casillas de los “serenazgos”, cuyos encargados verifican que durante noches y madrugadas las cosas estén en orden.

Gerardo Burton



Cerro Azul es un pequeño pueblo de pescadores ubicado a algo más de 100 kilómetros al sur de Lima, sobre el Pacífico. Poco a poco va mutando en balneario turístico: la caleta de los pescadores es una curiosidad colorida con los barcos que descansan luego de la faena, mientras en los puestos las familias que viven de la pesca preparan peces y mariscos para la venta. Algunos restoranes del pueblo, residentes temporarios y pobladores de las afueras son sus clientes. Fue puerto con fortaleza en los primeros años de la colonia, cuando desembarcaban los esclavos traídos de África; luego se convirtió en puerta de entrada de inmigrantes italianos, chinos y japoneses, que llegaban a Perú para trabajar.
Ahora, con algo más de siete mil habitantes, en Cerro Azul conviven el trabajo artesanal y hereditario de los pescadores con el negocio turístico y resabios de la colonia: sobre la costanera están las casillas de los “serenazgos”, cuyos encargados verifican que durante noches y madrugadas las cosas estén en orden.
El virrey Hurtado de Mendoza, enviado por el emperador Carlos I, hizo fundar, alrededor de finales de la década de 1550, una serie de poblaciones en el “pie de monte Pacífico”: el primero fue esta fortaleza, en abril de 1558, y los asentamientos siguieron rumbo al este y desde ahí hacia el sur: es la región de Cañete. Así la denominó el virrey, que procedía de una localidad con ese nombre en Cuenca, España.
Cerro Azul es, entonces, la primera de varias localidades de pequeños productores: aquí son pescadores, pero hacia la sierra son agropecuarios -huertas y árboles frutales, ganado menor, aves. Y hay algo que parece coincidencia, pero no, es apenas una premonición: en una de las viviendas del condominio de las paredes rosadas, al frente del edificio, vive con su familia el documentalista Javier Becerra Heraud, sobrino nieto del poeta Javier Heraud, muerto en una acción guerrillera en 1963, a los 21 años. Más tarde y ya de regreso, un poema del guerrillero con música compuesta por Chabuca Granda, se hallará en una navegación de internet en la voz de Susana Baca, la cantante y ex ministra de Cultura peruana.

La producción de esta zona confluye en los grandes mercados mayoristas ubicados en torno de la carretera Panamericana Sur, en las localidades de San Luis y San Vicente de Cañete, afirman la amiga peruana y su marido, el galés convertido en sudamericano por enamoramiento doble: de la amiga y del Perú, sus ritmos, sus comidas, su historia y su cultura. Su gente, en síntesis.
Cañete es la zona del arte afroperuano: en esta región apiñaban a los esclavos traficados de África los comerciantes europeos -la mayoría no españoles: la religión católica y las leyes de Indias no les permitían el comercio de seres humanos, pero sí vivir de su trabajo-. Aquí nacieron los sones negros del Perú que recopiló y cantó Nicomedes Santa Cruz y que más cerca en el tiempo fueron reivindicados luego de décadas de negacionismo. Tras la recuperación de la cultura afro peruana de la costa, lo mismo ocurrió con los cholos y con los indios en un país que es multilingüe y donde solamente el castellano de los españoles se aceptaba como moneda de cambio verbal. Arguedas no se rinde, parece, y menos el cholo de Santiago de Chuco.
Este universo de pie no cede un centímetro de terreno a la invasión imperial: los nombres de los hijos y las hijas pueden haber sido copiados de alguna serie hollywoodense o de alguna película prestigiosa de la California norteamericana; pueden mirarse en espejos opacados por el uso o los medios de comunicación pero permanece, siempre a mano, ese foco de sincretismo que resulta el último sitio de resistencia, igual que durante la conquista y la colonia españolas.
De Cerro Azul, unos pocos kilómetros al sur por la misma Panamericana que termina en una Argentina tan hipotética como ajena por la distancia, a media hora o más se llega en automóvil de alquiler a Cañete, una región fundamentalmente agrícola. Antiguamente, las plantaciones de azúcar y algodón fueron mantenidas por mano de obra esclava. De esos tiempos son testigos los túneles y celdas de castigo y, sobre todo, el arte negro que se levanta con orgullo contra el baldón esclavista del poder blanco. Esa cultura permanece saludable también en Huaraz, Lima, Callao, Chincha, Nazca, Zaña y otros sitios. Acaso sea ese origen esclavo -y negro- el que haya inspirado a Ricardo Palma el refrán que aparece en un diálogo de Ambrosio el inglés y Juanito el montañés en Tradiciones peruanas, cuando ambos especulan sobre un futuro esperanzador. Dice uno de ellos “con menos, Dios hizo a Cañete, y lo deshizo de un puñete”.

La carretera va paralela al océano: una masa gris, verde, a veces celeste bajo la bruma que por momentos se convierte en calabobos, esa llovizna imperceptible que se mete en los intersticios de la ropa, por cualquier abertura del automóvil y que difiere tanto de la garúa que conocemos en el sur de América. Casi al mediodía, la luz del sol vence toda neblina, toda humedad: el cielo parece los del sur patagónico. De los primeros pobladores de San Luis y San Vicente de Cañete -esclavos y sus descendientes que se asentaron por aquí para servir en las explotaciones agrícolas en los siglos XVII y XVIII- llega la música. Y más allá: desde el corazón del África viene esa línea suave y sólida que no pueden vencer las tiranías o los sometimientos: la alegría de la música esclava y sus canciones, sus plegarias, ganó la batalla. Es sábado, pero los bancos están abiertos: hay una extendida clientela que necesita cambiar moneda -soles peruanos, pesos chilenos, dólares norteamericanos. Todos venden y compran, por eso se necesita que los bancos atiendan al menos media jornada. Los vendedores callejeros de dólares están en las esquinas: se los identifica porque usan unos chalecos o sobrepellices amarillos o anaranjados, como los que hace poco se obliga a usar a los de la calle Florida, en Buenos Aires.


A ambos lados de la carretera hay mercados mayoristas, puestos infinitos administrados en su mayoría por mujeres de cualquier edad, vestidas con los trajes de la sierra, otras totalmente urbanas y modernas, la mayoría como pobladoras y productoras rurales. Hay adolescentes y jóvenes madres que cuidan con un ojo al niño que amamantan mientras con el otro vigilan a los clientes y calculan su venta. Otras, con más experiencia, parecen dormitar bajo sus ponchos y con una especie de rosario en las manos. Sin embargo sus dedos son tan ágiles para las cuentas de los avemarías como para la calculadora electrónica o el teléfono celular que duermen en sus rodillas.
Los mercados tienen nombres relacionados con la zona: Imperial, como una de las avenidas; Señor de la Ascensión de Cachina, uno de los patronos de este pueblo de algo más de 54 mil habitantes -en San Luis viven casi 12 mil-.Ambos establecimientos están sobre la avenida 28 de Julio, en el trazado de la carretera panamericana. Un enorme letrero explica algo del pasado de uno de ellos: fundado el 11 de enero de 1902, dice. Los puestos se llaman Mis engreídos; Dayron y Leisey, entre otros nombres curiosos. Al lado está el Mercado Mayorista de Frutos Don Mariano. Son altos galpones de material y chapa de zinc con pasillos, donde los compradores ingresan con sus vehículos -autos, camionetas, mototaxis- y así cargan la mercadería. En la penumbra, todo es más fresco que afuera, donde, a pesar de ser recién comenzado noviembre, el calor aprieta.

Desde el acceso al mercado, dos chicas que pretenden haber salido de la adolescencia caminan por los pasillos con contoneos más apropiados para un cortejo que para una transacción en esa pasarela llena de frutas y verduras, carnicerías y pescaderías y pilas y electrodomésticos de bajo precio, atestada de gente que busca precios baratos u ofrece, según de qué lado esté, mercadería de la sierra en el mar.
Los aromas de las frutas, de los pescados y mariscos, de la carne de vaca o cerdo o pollo opacan los perfumes de estas dos chicas que hablan por sus teléfonos móviles con novios adivinados. Los ojos, las manos y los brazos inventan con sus gestos a la pareja ausente, al hombre que se intuye del otro lado de la conexión satelital. Y el otro, del otro lado, será tan simulador como ellas: inventará las palabras de amor, los gestos sensuales, los mohínes apenas insinuados. La seducción sigue por el celular, y entonces es posible volver a Palma y una copla que evoca en sus Tradiciones:

A tus labios rosados,
niña graciosa,
van a buscar almíbar
las mariposas.


La mezcolanza de aromas se corresponde con la fusión musical: cumbias estridentes e ininteligibles se yuxtaponen con valsecitos peruanos y sones negros. El cajón peruano alterna con la guitarra y los güiros y las y los cantantes parecen esforzarse por inventar un idioma nuevo: Babel nace otra vez en este mercado entre nísperos, toronjas, papayas, guayabas, mango, carambolas, choclos de varios colores, que van del blanco puro al morado, con granos enormes, como dientes de adultos; semillas: porotos, girasol, camote, yuca.
Afuera, los vehículos continuamente en marcha aportan lo suyo al aire pleno de húmedos olores. Camionetas chinas y japonesas; automóviles convertidos en utilitarios; furgonetas de varios modelos y años hasta las viejas combis de Volkswagen fabricadas hace mucho en el siglo pasado. Una nube de pequeños vehículos ocupa la mayor parte de los estacionamientos: son las motocicletas de baja cilindrada -no más de 250 centímetros cúbicos- con carrocerías de plástico duro o más flexible, de colores e inclusive con algún carrito donde llevar los productos de la compra, los famosos mototaxis.
Los comerciantes y los clientes, y gran parte de la población están en las calles, en los bares, algunos improvisados bajo tinglados recién erigidos. Un par juega a las cartas por dinero mientras otro hace el arqueo de las ventas de la mañana, cuando terminan las operaciones, y un cuarto limpia una palangana que tuvo vísceras de vacuno con el agua que le llega a través de una manguera. En los rincones menos transitados de estas calles, a las puertas de los bares y en el costado de los accesos a los mercados conviven restos de frutas y verduras, pieles y restos de animales -vacas, cerdos, corderos- que se disputan perros flacos y gatos no más robustos. Más allá quedan las huellas de los jugos que acaban de preparar en los puestos rodantes y que desbordan los tachos de desperdicios. Los mercados se alternan con edificios de tres pisos que son inquilinatos baratos, económicos, justo para la gente que trabaja en el mercado.

La mercadería se convertirá en la comida que la región ofrece a propios y extraños, preparada en ollas de barro y en cocina de leña: camarones, sopa chola, pachamanca a la piedra, cebiche, arroz con pato, tamales, chicharrones, adobo de cerdo y, entre los dulces, mazamorra morada, dulce de níspero, picarones, dulce de higos. Dicen, además, que acá se produce el mejor pisco del país -llamado pisco “puro”-, gracias a que el valle del río Cañete, en la zona yunga, está entre los 550 y 650 metros de altura, en la ladera de los cerros. Pero acá, en los mercados, no se vende ni una botella.






La isla de la fantasía


En la intersección de la avenida Alemania y la calle Ricardo de Ferrari, en la cima del cerro Florida y dominando la bahía, está La Sebastiana, la casa de Pablo Neruda en Valparaíso. Es el tercer punto de un triángulo que completan La Chascona en Santiago e Isla Negra.







Gerardo Burton


Los cerros son verdes; las casas, multicolores. Son viviendas para una familia y también hay edificios de departamentos, emplazados sobre las laderas y las cimas con un desprecio absoluto por esa convención que la física conoce como ley de gravedad. El misterio no está en cómo se sostienen en el aire, sino también en qué consiste la destreza de los porteños (los nacidos aquí son porteños, como los de Buenos Aires, en el otro lado del continente). Hay algo desconocido que los habilita para que en las más variadas circunstancias, tanto físicas como psíquicas y fisiológicas y en las condiciones que sean (hambrientos, borrachos, en medio de una serenata, cargados como estibadores o caminando con bastones o muletas), puedan acceder a sus moradas después de andar por las calles que serpean hacia arriba, hacia abajo y otra vez hacia arriba.

En la intersección de la avenida Alemania y la calle Ricardo de Ferrari, en la cima del cerro Florida y dominando la bahía, está La Sebastiana, la casa de Pablo Neruda en Valparaíso. Es el tercer punto de un triángulo que completan La Chascona en Santiago e Isla Negra, también sobre el mar, cerca del El Quisco, un balneario ubicado poco más al sur de aquí. Una fundación cuida la casa y los objetos que rememoran y confirman el costado sibarítico del bardo. Caracolas, mascarones de proa, piedras, porcelana antigua y monárquica, espejos y jofainas aristocráticas: de todo. Y retratos del poeta al óleo, fotografiados, a la acuarela y dibujados. Muchos.

También hay una biblioteca de la potente poesía chilena que atornilla en los asientos a los visitantes. Por un amplio ventanal se cuelan el sol, el cielo azulísimo, los cerros y el mar abajo, lejos, con buques multicolores de diferente calado que operan en el puerto. Una antología de Jaime Huenún Villa detiene la mirada: “Lof sitiado” es el título y es un “homenaje poético al pueblo mapuche de Chile”, editado por Lom en 2011. La sorpresa es que una de las voces viene del otro lado de la cordillera, del argentino: la zapalina Silvia Mellado. Es un nuevo motivo de regocijo, que se suma al reencuentro con libros de Rosabetty Muñoz, Enrique Lihn, Óscar Han y el redescubrimiento de Pedro Lastra, cuyas ediciones están completas en los anaqueles.

Dos, tres poemarios de Lastra son leídos en ese rato, y un regreso a una época feroz: Lastra tenía una casa de veraneo en Algarrobo, una localidad vecina a Isla Negra. En 1975 hablaba de poesía en general y de Neruda en particular con un joven que borroneaba versos sin rumbo. De pronto, tomó una moldura de madera con pintura dorada que habría decorado un templo, aunque terminó en una cabaña sobre el mar, donde Neruda se recluía. Ese año ambas, la cabaña y la casa de Isla Negra estaban devastadas por el odio pinochetista. Al terminar la conversación, Lastra ofreció la pieza de madera a ese muchacho que sólo hablaba del otro poeta, muerto hacía dos años y que todavía lo encandilaba desde su “Residencia en la tierra”.

En el sueño inventé para ti una canción,
tus ojos alejaban en ella a la muerte
y tus manos venían
a borrar el celaje de algunas estaciones
sombrías del amor,
un invierno muy frío en el sur.

Huyó de mí en el día la canción,
fue hacia ti
que eras la voz amada
de ese coro de sombras. (Madrigal, Pedro Lastra)


Se sube por la calle Cumming, camino a la vieja cárcel devenida en centro cultural: el alojamiento está antes, una casa verde con empinadas escaleras. Se camina por calles sucias, veredas mugrientas. A la puerta de los bares y cervecerías, sobre las baldosas se distinguen pegotes de orina, de cerveza y excrementos de gatos y perros. Latas, bolsas plásticas, botellas por doquier conviven con los graffiti. Es un arte que se multiplica en los muros de esta ciudad que parece copada por artistas callejeros, incipientes o consumados. Los caminantes en este cerro Panteón son en su mayoría jóvenes. Visten ropas desteñidas o rotas, o ambas cosas a la vez. Muchos las usan de uno o dos talles más grandes, sin problemas aparentes con el espejo; los negros son arratonados, casi marrones o castaños muy oscuros. Los perros duermen sobre cartones, los linyeras utilizan sillones, sofás despanzurrados o colchones recién abandonados por sus dueños y los usan como viviendas, acomodándolos contra los frentes de los edificios o en las ochavas. Estos espacios se comparten con chicos que pintaron leyendas anarquistas y ocupan casas en trance de abandono (demolición, dejadez). También aparecen hippies no jubilados, turistas europeos jóvenes (algunos estudian en universidades a las que volverán como académicos y catedráticos después de la treintena).

El salón principal de la Universidad de Valparaíso lleva el nombre de Rubén Darío, quien escribió, en el “Álbum porteño”, de su libro “Azul” sobre la ciudad. Decía el nicaragüense que el “cerro Alegre, gallardo como una gran roca florecida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas”. Y después indicaba que “más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupos, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol”.

Del zaguán de una casa en la calle Cumming emana una fragancia que somete cualquier olfato: venden empanadas de mariscos. Al fondo del pasillo, en el recibidor de la vivienda, dos muchachos toman cerveza mientras admiran, sobre una mesa ratona, una montaña de empanadas que acumula una chica a medida que las cocina en una habitación lindera. Durante la compra, uno de los bebedores informa sobre un lugar donde “se toca música porteña, cueca porteña: ¡es la bohemia, cabaiero!”, casi grita. Mañana domingo apenas pasado el mediodía, comienzan las actividades en “La isla de la fantasía”, una peña en el patio de una casa familiar; allí “está la verdadera música popular”, asegura. A continuación explica cómo llegar: es en un itinerario que no sabe de esquinas ni intersecciones. Acá el damero está sustituido por un laberinto de curvas que circunda las laderas hacia arriba y hacia abajo y es muy posible que uno siempre vuelva, al final de la caminata, al lugar de donde salió.

El domingo, después del almuerzo, se sube por la calle Cumming hasta Ecuador, ya en el cerro La Loma. Las vueltas parecen eternas: se escucha la música que a veces parece venir de la izquierda, otras de la derecha, luego se pierde. La fortuna está de parte de los que caminan: ahora la cueca parece a media cuadra. Pero no, está lejos todavía, la calle indicada no aparece y los datos que dan los vecinos se chocan con la realidad: sea porque la paleta de colores no es la misma o porque el reflejo del sol los modifica, pero la casa amarilla de referencia no aparece jamás. Sin embargo, el milagro ocurre porque en un callejón la música sube su volumen: es Cornejo Guzmán, a cuyo fondo, en la intersección con Camila, está la base del cerro San Juan de Dios y la entrada a la ramada de la peña: un planeta dentro de otro. Es una verdadera isla en plena ciudad y su espacio nada tiene que ver con el exterior. Hay varias mesas largas, algunas son tablas sobre caballetes, una pista de baile y un escenario al fondo. Todo bajo un techo de paja y ramas, el piso es de tierra y recién está recién rociado. La gente va y viene desde la barra, desde el interior de la casa con botellas, vasos, platos. Hablan a los gritos, ríen, cantan, hacen bromas y saludan a los que llegan. Suena, en vivo, música criolla. Dicen que hay cuecas, que vienen las cantoras, y también se ejecutan boleros, valses peruanos y tonadas.


En escena está Lucy Briceño con Los del Rincón. Es una agrupación con guitarrista, percusionista (cajón peruano), acordeón y piano, donde Lucy, una mujer de más de 80 años, canta una cueca acompañándose con pandereta. Después estarán Lorena Huenchuñir y Gloria Cáceres. Lucy es Lucinda Gioconda Briceño Riquelme y nació en Valparaíso. Es tan famosa e importante para la música popular que dio su nombre a un tradicional club de cueca en el barrio Puerto. Lucy y su pareja Armando Hernández recorrieron como bailarines Perú, Argentina y todo Chile. Luego se dedicó al canto, donde tuvo problemas con la dictadura pinochetista, que también reprimió las expresiones populares y la bohemia porteña, por lo cual mantuvo su trabajo como modista. Integró los conjuntos “Los Sureños”; “El Nunca se Supo” y “Los Paleteados del Puerto”, entre otros.

Entre gaseosas, cervezas y empanadas, mujeres y varones bailan cuecas, valses y tonadas. Las parejas se arman de manera espontánea y se intercambian con los mirones, que aguardan su turno contra los postes y en las mesas que rodean la ramada, casi en los límites de la casa. Desde la entrada se ve el mar, lejos, con los barcos que duermen la siesta ajenos a las canciones en el cerro San Juan de Dios. Ya casi en el atardecer, un afiche con un homenaje a Violeta Parra (“Centésimas a Violeta”), del poeta popular Claudio Lazcano, saluda al dejar la isla.

Una vez pedí a Violeta
Por dos de sus dimensiones,
Que me dé tres de sus dones
En cuatro de mis facetas.
Ser cinco veces poeta
Y ser seis veces cantor;
Siete vidas al folclor,
Dar ocho por cada obra,
Ser el nueve en mis maniobras
Pa´ diez textos de dolor.

Once veces ya le ruego
Que me dé doce miradas,
Pa dar trece pinceladas
En catorce de mis juegos.
Tres por cinco quince fuegos
En dieciséis de mis venas;
Quemar diecisiete penas
Por dieciocho motivos,
Un paro y nueve latidos
Atado a veinte cadenas.

Veintiún poemas perdí
En veintidós de mis viajes,
Veintitrés aterrizajes
Y en veinticuatro caí.
Veinticinco letras dí
Y unos veintiséis poderes;
La tinta me da deberes
Con veintiocho destellos,
Son veintinueve Atropellos
En mis treinta atardeceres.

Tres cuecas y una botella
Treinta y dos veces insisto,
Treinta y tres como un tal cristo
En treinta y cuatro epopeyas.
Treinta y cinco las doncellas
Que treinta y seis besos dan;
Tres de siete siempre están
En treinta y ocho locuras,
Treinta y nueve preciosuras
Cuarenta amores tendrán.

Hay cuarenta y un aristas
En cuarenta y dos poetas,
Cuarenta y tres por Violeta
Cuarenta y cuatro a la artista.
Cuarenta y cinco conquistas
En cuarenta y seis canciones;
Cuarenta y siete emociones
En cuarenta y ocho llantos,
Cuarenta y nueve quebrantos
En cincuenta corazones.

Cincuenta y un testimonios
Y cincuenta y dos personas,
Cincuenta y tres no perdonan
Cincuenta y cuatro demonios.
Se queman los patrimonios
En cincuenta y seis infiernos;
Existen en los gobiernos
Cincuenta y ocho ladrones,
Cincuenta y nueve bribones,
Sesenta rayos de invierno.

Doy sesenta y un respetos
Pero sesenta y dos traje,
Sesenta y tres homenajes
Sesenta y cuatro en concreto.
Sesenta y cinco me reto
Sesenta y seis que estudié;
Q´el sesenta y siete dé
Respuestas porque volaste,
Ya que al cielo le cantaste
Las setenta que escuché.

Son setenta y un guitarras
Setenta y dos en mis décimas,
Siete y tres a esta centésima
Cual métrica de su parra.
En setenta y cinco amarras
Setenta y seis furibundos;
Setenta y siete fecundos
Por setenta y ocho amantes,
Setenta y nueve diamantes
Ochenta versos al mundo.

Ochenta y un versos tristes
Y en ochenta y dos se lloran,
Ochenta y tres que enamoran
Ochenta y cuatro desvisten.
Ochenta y cinco consisten
En ochenta y seis romances;
Pues ochenta y siete lances
Ochenta y ocho caricias,
Ochenta y nueve me envician
Y en noventa estoy en trance

Doy noventa y un cosquillas
Si me das noventa y dos,
Noventa y tres con mi voz
Nueve y cuatro a tu mejilla.
Nueve y cinco maravillas
En noventa y seis relatos;
Noventa y siete retratos,
Noventa y ocho me mueven,
Llegar a noventa y nueve
En cien frases que desato. (http://www.lavidaenversos.cl)

Documental “La isla de la fantasía”, de Magdalena Gissi, Valparaíso, 2010: https://www.youtube.com/watch?v=k_ft0sCq3II



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