sábado, 8 de marzo de 2008

Idea Vilariño


por Antonio Muñoz Molina, publicado en "Babelia", suplemento de El País, el 8 de marzo de 2008

Lo que mejor recuerdo de Montevideo es la mirada de Idea Vilariño. Alrededor de la mesa en la que los comensales hablaban con el fervor rioplatense por discutirlo todo sólo ella permanecía en silencio y observaba, una mujer de setenta y tantos años con la piel lisa y brillante y los rasgos afilados, con unos ojos en los que permanecía intacto el fuego frío de la juventud. Hay personas que nos miran desde una cercanía inmediata; Idea Vilariño miraba como emboscada en el interior de sí misma, y rodeada de gente parecía tan a solas como en esa habitación que es el espacio visible o implícito de casi todos sus poemas: la habitación del insomnio, la de la soledad al mismo tiempo orgullosa y desgarrada, la del amor furioso y sobre todo la de la ausencia y la rememoración pasional y desengañada del amor, la habitación de no esperar nada y sin embargo seguir esperando unos pasos en la escalera y unos golpes en la puerta, debajo de la cual se ha encendido a deshoras la luz del descansillo.

Miraba como emboscada en el interior de sí misma, y rodeada de gente parecía tan a solas como en esa habitación que es el espacio visible o implícito de casi todos sus poemas

García Lorca escribió en una carta que quería escribir una poesía "de abrirse las venas": exactamente eso es lo que uno siente leyendo algunos de sus poemas de amor, una celebración simultánea de la ebriedad y de la desgracia

En un viaje anterior a Montevideo yo había descubierto los poemas de Idea Vilariño pero no me había encontrado con ella. Entre la gente cordial y conversadora de esa ciudad ella era una sombra poderosa, como la de Onetti, que aún vivía, omnipresente y a la vez lejano, muy enfermo, en Madrid. Idea Vilariño era el nombre inscrito en la dedicatoria de Los adioses y una leyenda dibujada ambiguamente entre la literatura y el chisme de capital pequeña, densa de vapores intelectuales y sentimentales. Hablaban de ella, pero Idea Vilariño no aparecía. Contaban que tenía la salud frágil y que no era muy frecuente verla en público. En la exposición de homenaje a Onetti su cara seria y su mirada de cuarenta años atrás estaba en los márgenes de algunas fotografías. Fotos de escritores jóvenes, urgidos por una cierta vocación de posteridad, con el cosmopolitismo extremado y un poco melancólico de quien se sabe muy lejos de las capitales veneradas del mundo; fundadores de revistas de vida corta y difusión escasa, muy buscadas al cabo de muchos años por investigadores obstinados; acompañante de algún viajero eminente al que agasajan con temerosa devoción y junto al que posan en las fotos como exponiéndose al resplandor solar de su celebridad. En la foto de la visita de Pablo Neruda a Montevideo Idea Vilariño está entre los literatos jóvenes que lo acompañan: también en otra junto a Juan Ramón Jiménez y a Zenobia Camprubí, los dos afables y viejos, cansados de destierro.

Querida Idea enlutada con verde mirar lento, le escribió Juan Ramón en una carta. En esas fotos antiguas que yo veía antes de conocerla Idea Vilariño tiene, a diferencia de quienes la rodean, una conciencia muy clara de estar posando, una actitud de mirada intensa y presencia ensimismada y letárgica que parece aprendida de Virginia Woolf o Greta Garbo o Juliette Gréco: la musa distinguida y pálida que toma de pronto las riendas de su propia vida imponiendo su presencia en un círculo de hombres, escribiendo poemas que al cabo de muy poco tiempo ya se han despojado de cualquier rastro de retórica y de musicalidad evidente, han adquirido una mezcla de desbordamiento impúdico y rigor expresivo que lo deja a uno sin respiro desde la primera lectura. Volví de mi primer viaje a Montevideo sin haber conocido a Idea Vilariño, pero en el largo vuelo de regreso vine leyendo sus poemas de amor, en el avión casi a oscuras, a la luz de esa pequeña lámpara que sigue encendida para el viajero insomne cuando a su alrededor todo el mundo duerme y por la ventanilla sólo se distingue una noche sin estrellas al fondo de la cual uno sabe no sin aprensión que está la gran negrura oceánica. García Lorca escribió en una carta que quería escribir una poesía "de abrirse las venas": exactamente eso es lo que uno siente leyendo algunos de sus poemas de amor, igual que los mejores de Luis Cernuda o de Pedro Salinas, una celebración simultánea de la ebriedad y de la desgracia, sin complacencia, sin término medio, con una capacidad de iluminación y de estremecimiento que probablemente no puede alcanzarse sin renunciar a la vergüenza, y que tal vez sólo se encuentra en estado puro en algunas formas de canción popular, en el bolero y en el tango.

Ese es el mundo en el que uno queda atrapado como en un cepo al leer los poemas de Idea Vilariño. Su respiración es sincopada, con algo de los heptasílabos de Pedro Salinas, o con las cadencias todavía más quebradas de William Carlos Williams, como un aliento que se ahoga a causa de la excitación y de la impaciencia y de la imposibilidad de decir. No hay paisaje exterior, ni explicaciones, ni adornos, ni nombres, sólo los amantes encerrados en esa habitación que será también la de la soledad y la espera, y la de un dolor demasiado cruel como para que lo designe la blanda palabra añoranza: Por qué / aún / de nuevo / vuelve el viejo dolor / me rompe el pecho / me parte en dos / me cubre de amargura. / Por qué / hoy / todavía. El pudor expresivo multiplica el efecto de la falta de vergüenza: en un poema titulado Seis la mujer cuenta las veces que su amante ha gemido al correrse; en otro se está viendo en un espejo al arrodillarse delante de él.

Guardé y releí durante años aquel libro que había traído de Montevideo, y que tenía algo de revelación clandestina. Hace unos días, inesperadamente, en una librería de Madrid, encontré una edición flamante de la poesía completa de Idea Vilariño, publicada en uno de esos volúmenes hermosos y austeros de Lumen. Y al mismo tiempo y también por sorpresa me llega un libro de homenaje a ella editado por Ana Inés Larre Borges para la Academia Nacional de Letras de Uruguay, lleno de fotos, de cartas, de fragmentos de diarios, de tajantes afirmaciones políticas inmunes al descrédito de la realidad y no mitigadas por el paso del tiempo.

Las fotos, los poemas leídos de nuevo, me han devuelto el recuerdo preciso de la mirada de Idea Vilariño, en un segundo viaje a Montevideo del que ya va haciendo demasiados años. Hay ciudades que se le quedan a uno tan presentes que pierde la conciencia del tiempo que lleva sin volver a ellas. Onetti había muerto y yo hablaba de su literatura en una sala donde estaban mirándome, sentadas en la primera fila, la mujer que había vivido con él más de cuarenta años y la que había escrito para él esos poemas de amor descarado y clarividencia sin consuelo. En uno de ellos cuenta las noches que pasaron juntos: no más de nueve. En otro, escrito en 1958, profetiza lo que ocurrirá en 1994: No te veré morir. El "verde mirar lento" que había visto Juan Ramón Jiménez mantenía su fulgor muchos años después del final de la juventud: la atención afilada en la cara muy seria, la furia nunca apaciguada que traspasa como una herida cada uno de esos poemas.