jueves, 7 de mayo de 2009

Americanos. Los pasos de Murieta (anticipo)

El retrato esquivo de Joaquín Murieta
por Ariel Dorfman

(Nota introductoria: estamos en California en el año 1851. Un bandolero llamado Joaquín, con el probable apodo de Murieta –aunque eso está en disputa– empieza a asolar a ese territorio arrebatado a México, sólo recientemente incorporado a los Estados Unidos. El cacique de la familia Amador está furioso con ese malhechor que le sustrajo 23 magníficos alazanes, mientras que sus tres jóvenes nietos, los mellizos Pablo y Rafael y su prima Marcadia, lo idolatran.)

Al poco tiempo, más hazañas de alguien llamado Joaquín arribaron al Rancho. Con una banda de quince mexicanos, un forajido de ese nombre, ahora sí con el apodo de Murieta o Moriatti había sembrado el terror por Calaveras County, disparando contra mineros de cualquier raza y religión, hurtando caballos frescos para escapar del peligro, un fantasma siempre más veloz que sus perseguidores, apareciendo en la cumbre de un cerro y casi simultáneamente en el barranco más profundo, atacando si el adversario no tenía armas, evadiéndose si el enemigo era fuerte y lleno de pertrechos.

–Un cobarde, carajo –vociferaba Don Amador–, amarillo y traidor y granuja, mancillando el honor y el nombre de quienes hablamos en buen castizo y rezamos a la Virgen de Guadalupe.

Y otra vez más, como si Murieta estuviera dedicado a burlarse personal y directamente del jefe de la familia Amador, menos de una semana más tarde asomó otra historia en el horizonte. El sheriff de Quartzberg estaba colocando en la muralla de un burdel local el dibujo tosco de un tal Joaquín Quintanilla, de ojos torvos y piel manchada, unas mejillas que nadie había afeitado en varias jornadas, un bandido por el que se ofrecía una opípara recompensa. Apenas había finiquitado el policía sus labores cuando, dándose vuelta, ¿a quién encontró escrutando ese dibujo por encima de su hombro? Un foráneo alto y moreno y sarcástico que en nada se parecía al bosquejo que adornaba la pared del burdel. Después de examinar aquella semblanza, había preguntado, hablando en castellano, si acaso algún vecino entre aquel gentío no tendría, por piedad, un pedazo de carbón. Un pequeño accedió a su amable petición, recibiendo como recompensa una moneda de cinco centavos, y enseguida el hombre, el mismo Murieta, pero quizás otro Joaquín –¿o sería al revés?– procedió a enmendar ese afiche que gritaba WANTED, incrementando el tamaño del bigote encima de esos labios y agregando pelos más traviesos en la barba. Tomó un paso atrás para contemplar su destreza artística. Y debe de haber hallado alguna deficiencia en el cuadro, puesto que extrajo un revólver de mango plateado de su funda, y disparó dos balas, una en cada ojo del retrato, una para el ojo izquierdo, otra para el derecho, de manera que cada vez se asemejaba menos al facineroso que se buscaba, y les había preguntado a los habitantes del pueblo, especialmente a las mujeres que estaban tan impresionadas con su semblante claro y hermoso: Y bien, ¿ahora se parece más a esta cara que ven, se parece a Joaquín? Y para nada, ambas caras no se parecían en absoluto, tal como ni una de las historias provisionales calzaba en la próxima, excepto que cada Joaquín, audaz o timorato, generoso o ególatra, cada cuatrero que lucía ese nombre, era inevitablemente un tirador mortífero y un jinete magistral, que siempre disfrutaba mofándose de aquellos que lo hostigaban, y siempre desapareciendo como por arte de magia cuando lo acorralaban, robándose los caballos de los mismos hombres que trataban de darle alcance, rompiendo todas las reglas habituales de combate y cacería.

Con tal de que los cuentos fueran entretenidos, su veracidad última no tenía importancia alguna. Lo único que concernía a Marcadia y sus mellizos era que este Joaquín, si es que se trataba de él y no una amalgama de seis o siete tipejos intercambiando nombres y localidades, identidades y tácticas, un día un socavón y al otro un almacencito, lo único que exigían era que este fluido Joaquín los divirtiera. Cierta tarde, por ejemplo, había estado huyendo de un posse de dieciséis enardecidos forty-niners, a punto de que lo agarraran. Y, sin embargo, se dio el tiempo para sustraerle a un mercader francés un cúmulo de ollas y sartenes antes de reanudar su camino bulliciosamente golpeando sus bienes mal adquiridos. ¡A plena vista de sus perseguidores! Una versión adicional incluso señalaba que había retornado esa misma noche al campamento de sus enemigos, premunido de la comida que los delincuentes habían cocinado en esas mismísimas ollas, frijoles, tortillas y un guisado de conejo al ajo, y que quienes lo rastreaban habían hallado tan deliciosa la merienda que al otro día decidieron en forma unánime que sería una lástima mandar al más allá a un cocinero tan insigne y tan caballeroso, y se rumoreaba que uno de ellos había jurado que si así se alimentaban los malhechores, pues, entonces, él tenía la firme intención de unirse a la banda, algunos hasta juraban que aquel converso a la causa de Murieta no era ni más ni menos que Three-Fingered Jack. Aunque otra historia aclaraba que Three-Fingered Jack se había transformado en el lugarteniente de Joaquín cierta noche en que jugaba a las cartas en Santa Clara y un gringo –de nombre Benson– había cometido trampa y cuando lo pillaron, en vez de arrepentirse, se había levantado iracundo de la mesa advirtiendo a los otros timadores que mejor no le pidieran cuentas, miren que ayer no más, just yesterday, había dado muerte al famoso bandido Joaquín Murieta. Y uno de los que tomaban parte en el juego de naipes –un hombre taciturno que no había pronunciado una sola palabra en toda la noche– de pronto saltó encima de la mesa, empañando el tapete verde con sus botas, y rasgó su camisa, gritando: ¡Yo soy Joaquín, carajo! Mátame otra vez. Pero esta vez no vayas a equivocarte al disparar.

Todas estas leyendas terminaron acumuladas –tal vez amontonadas sería una palabra más apropiada– en la habitación de Marcadia a fines de octubre de 1852, la noche en que ella cumplió diez años de edad. Ese fue su regalo: descubrir las paredes y el piso cubiertos con dibujos que Rafael había trazado y que Pablo había colmado de palabras, cada hazaña del bandolero ilustrada con figuras multicolores y discursos enrevesados que los dos colaboradores habían convertido en un tipo de narración que Los Angeles nunca había visto antes y que, por lo menos así lo pensaban ellos, nunca volvería a ver.

Sólo la delectación que demostró Marcadia al contemplar estos dibujos parlantes –era, después de todo, su cumpleaños– impidió que su madre y el Abuelo Amador quemaran en ese mismo instante esos inventos diabólicos:

–De nuevo está invadiendo mi casa este maldito, esta vez invitado por mi propia estirpe.

Y Encarnación San Bruno tuvo que concordar, aceptando por primera vez que el bandido, en efecto, tenía una existencia real.

–Sí –dijo, haciéndose eco de su suegro–. Se está haciendo demasiado popular este Murieta de Mala Muerte.

Y así siguió el asunto, traicionado por sus compatriotas y recogido por aquellos que debieron ser sus enemigos, rescatado de los brazos de prostitutas y perdido entre las patas de los caballos. Todo lo siniestro que llevaba a cabo Joaquín era tildado de calumnia y todo lo positivo se exageraba hasta que no parecía haber otro héroe en todas las Américas. ¿Acaso no le había hecho el amor a la rubia esposa del mismo sheriff que lo andaba buscando al otro lado de Murphy’s Town, y cuando el pobre regresó extenuado al hogar sin su presa, acaso Murieta no ató al cornudo y lo forzó a que contemplara al malandrín extenuarse –a su propia manera–- encima de aquel cuerpo femenino demasiado dispuesto a sus encantos? Con detalle lúbrico, Rafael había esbozado esas contorsiones y su hermano había añadido el texto de oohs y aaahs y go on, my love, my love, que mostraron a Marcadia pero no al Abuelo.

–¿De qué se están riendo? –Don Amador los interrogó–. Haré que Harrison Solar se encargue de limpiarles esa sonrisa, borrarles esa carcajada del hocico. ¿Saben cuántos mexicanos han sido ejecutados, algunos porque se llaman Joaquín, otros porque se asemejan a Joaquín y los demás porque simplemente tienen la tez tirando a lo moreno? Ayudando, ese criminal, a los que conspiran para robar nuestra tierra.

(Nota de conclusión del anticipo: finalmente, un salteador que puede o no ser Murieta es ultimado en julio de 1853 por un Texas Ranger con el nombre inverosímil de Harry Love, quien exhibe la cabeza del bandido en un jarro en un saloon de Los Angeles. Cuando los mellizos ven esa cabeza deciden robársela, un hurto que va a traer consecuencias insospechadas para la familia Amador y el destino de California.)

El oro y el hierro



En 1975, Ariel Dorfman vio en París una puesta de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, una pieza teatral-operística de Pablo Neruda. La figura decapitada que vio deambular sobre el escenario lo acompañaría por la siguiente mitad de su vida. Durante todos estos años, Dorfman ha venido trabajando en una novela ambiciosa que, alrededor de la cabeza del bandolero o justiciero Joaquín Murieta, va de la Independencia norteamericana a la Guerra de Secesión, pasando por la fiebre del oro en California y la caudalosa inmigración chilena que despertó la ejecución de Túpac Amaru en Cusco, las gestas de O’Higgins en Chile y los orígenes imperiales de la industrialización. A días de presentar Americanos. Los pasos de Murieta (Seix Barral) en la Feria del Libro, habló con Radar sobre esta épica americana. (ver aparte fragmento)

por Angel Berlanga

Ariel Dorfman dice que está aturdido, perplejo, deslumbrado, con su propia novela. “Es que este libro me viene dando vueltas desde hace tanto que por momentos pensaba que ya sería imposible que saliera –el tono chileno que llega por teléfono desde su casa, en Carolina del Norte–. Creo que es el proyecto que más tiempo me ha tardado desde que lo concebí, lo entreví por primera vez, hasta que lo terminé. He tardado la mitad de mi vida. No sólo la novela es épica: también lo fue la escritura misma.” Americanos. Los pasos de Murieta sale a la luz del continente en Buenos Aires y es una obra ambiciosa, de riesgo: eso dirá él, también, dentro de unos minutos, de unas líneas. “Relato novelesco que abarca las vicisitudes de dos o más generaciones de una familia”: la segunda acepción de saga se ajusta a lo que escribió y suma otro elemento a lo épico, porque las historias que entrelaza Dorfman transcurren entre la independencia de Estados Unidos, en 1776, y el comienzo de la Guerra de Secesión, en 1861, y tienen a distintos miembros de la familia asistiendo de cerca y desde adentro a sucesos como, por ejemplos, la ejecución de Túpac Amaru en Cusco, las gestas de O’Higgins en los orígenes de Chile como república, las mutaciones territoriales de México con su independencia de España y la guerra con Estados Unidos, los orígenes de la industrialización en la región, la fiebre del oro en California y la leyenda de Joaquín Murieta, un bandolero o justiciero chileno o mexicano, cuya cabeza podía verse, tras pagar un dólar, sumergida en whisky para su buena conservación, dentro de una gran botella. Aunque, bueno, también había dudas sobre si esa cabeza pertenecía o no a Murieta. Y si se llamaba así. Y si existía.

LA EPICA LATINOAMERICANA
En 1975 Sergio Ortega –el compositor de la banda de sonido de la gesta de Salvador Allende, podría decirse– lo convidó para que viera, en París, una puesta de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, una pieza teatral-operística de Pablo Neruda. “Esa obra siempre me pareció de buen verso, aunque de escaso dramatismo –señala Dorfman–. Pero por el escenario andaba una especie de marioneta gigantesca, con una cabeza cortada, y yo me dije: ‘Mira qué interesante lo que ha hecho Ortega, tomó esta pieza de Neruda y la convirtió en una especie de mosaico sobre el exilio’. Y ahí dije: ‘Ah, Murieta es un símbolo del exilio: he aquí que por 1850 la fiebre del oro atrajo hacia California gente de todas partes, entre ellos muchos chilenos’. Ese corte de cabeza me hizo acordar de la historia de Túpac Amaru y ahí ya pensé que atrás de eso había una novela interesante, una manera de hablar del destierro, de la pérdida de lo familiar en el mundo. Y eso era lo que estábamos viviendo nosotros ahí, en ese momento. Para mí, sin embargo, era doblemente complicado respecto de mis compatriotas chilenos o argentinos, porque si para ellos era el primer exilio, para mí ya era el tercero, y ya tenía el bichito cosmopolita dentro, el bichito de la errancia.” Entonces se puso a leer sobre Murieta y encontró significativo que en Los Angeles, “donde había nacido el espectáculo más importante del globo”, dice, Hollywood mediante, se exhibiera un siglo y medio atrás esta cabeza cortada como un espectáculo por el que había que pagar para ver. “Y un día se me ocurrió preguntarme cómo reaccionarían ante la leyenda de Murieta dos gemelos de origen latino que hubieran visto, de niños, la pérdida de su país tras la anexión de California a Estados Unidos –sigue Dorfman–. Qué pasa, me pregunté, si uno piensa que murió y hay que hacerse yanqui, y el otro piensa que está vivo y convence al otro de que hay que salir por los caminos a buscarlo.”

Pero la primera imagen concreta que se puso a narrar es la de un desconocido que llega al rancho de estos chicos, a los que imaginó hijos de un hacendado rico. Ese personaje sería Harrison Solar, uno de los protagonistas de la novela que, a poco de morir, narra su historia y sus secretos a los gemelos, que se aprestan a enfrentarse en la inminente Guerra de Secesión. Este hombre llegó allí ofreciendo sus oficios de traductor y ocultando su verdadero apellido, Lynch: había combatido junto a Bernardo O’Higgins, su padrino, y terminó enfrentado con sus propios hermanos, seguidores de José Miguel Carrera, y por eso buscó un destino que lo alejara de las armas. “Aunque a esa altura ignoraba quién era ese hombre que se acercaba desde el horizonte –cuenta Dorfman–, sí sabía que eso ocurría en octubre de 1842, a días de ese incidente excepcional en la historia del continente, cuando la flota norteamericana ocupa Monterrey y por 36 horas declara como propia a California. Y me pregunté: ‘¿Qué pasa si alguien nace cerca de ese momento, sin saber exactamente bajo qué bandera?’ Ahí surgió Marcadia, la prima de estos muchachos. Es una cosa, como tanto en la novela, fraudulenta. Y eso me interesó. Aunque la mayoría de las fechas son históricas, fehacientes.”

“Pongámoslo así: al comienzo pensé que sería como las novelas históricas típicas, puestas en su orden realista, con sus grandes héroes y acontecimientos puestos en orden cronológico, donde se cuenta de familias, clanes, amoríos –explica–. Y nada de eso falta. Pero en estos treinta y tantos años hemos pasado por el posmodernismo y la relativización del conocimiento; es decir, en definitiva, me daba cuenta de que no tenía idea de qué había pasado de verdad. La incertidumbre, digamos. Es decir: la persona que escribe Americanos es la misma que escribió La muerte y la doncella, donde no se sabe si el doctor es torturador o no, o si la mujer es loca o no. Me atrajo esta idea de trabajar la incertidumbre de la historia, mirarla con ironía y distancia, en paralelo con el heroísmo y la epopeya. Soy contemporáneo de Tomás Eloy Martínez, de Soriano, de Skármeta: tú echas a andar un cuento de las grandes épicas latinoamericanas, pero también las dudas. Me parece fundamental en esto que, en definitiva, el pasado reciente y el lejano es fruto de una disputa constante, y va a utilizarse para imponer una visión de lo que pasó. Por eso las dudas sobre quién fue y qué fue de Murieta, al principio, se trasuntan al resto de la novela.”

80 AÑOS DE SOLEDAD
Los títulos de los capítulos de Americanos remiten al sesgo aventurero del Quijote y Marcadia a Gabriel García Márquez, confirma Dorfman. “Aunque no tiene nada que ver con el realismo mágico, aunque aquí no hay otra magia que la de los pueblos y la imaginación, es evidente que estos son unos 80 años de soledad –dice–. Y además, debido a mi bilingüismo y biculturalismo, están las dos ópticas: yo creo que es la primera novela acerca de California escrita desde una perspectiva latinoamericana, no conozco otra. Y es, a la vez, típicamente norteamericana. Es un ser híbrido, esta novela.” La idea de lo doble, lo mellizo, la duplicidad y la duplicación, apunta, está en todas sus obras. “Soy discípulo de Dostoievski en ese sentido”, dice. Aunque varias de las historias que cuenta en el libro recorren una grieta que se agranda, la bifurcación y la contienda, una de las intenciones de la novela es superar la lógica de la bipolaridad: “Esta debería ser una época de tríadas, no de dicotomías –dice–. Esto se da, incluso, en los tres narradores del libro, en el sentido en que siempre aparece un tercer vértice en el que se plasman los encuentros. Porque aunque está lleno de contiendas y pulsaciones, la novela es como el cuerpo de Marcadia, el lugar del encuentro de esa bipolaridad. Es decir, en vez de una novela de América latina contra Estados Unidos, es acerca de las relaciones entre ambas partes, tan fluctuantes, de inestabilidad existencial.”

Tres narradores, dijo Dorfman: Harrison, una voz semiomnisciente y... un jabón. Es la palabra inicial de esta historia, jabón, aunque su relato aparece ya avanzada la trama. “La primera versión fue escrita enteramente desde esa voz, pero no me funcionó: ya sabes, uno escribe y reescribe muchas veces”, señala. En custodia de distintas manos, el jabón asiste a las circunstancias salientes de Americanos: nacimientos, muertes, torturas, competencias, delirios, placeres sexuales. ¿Cómo surgió el asunto? “Cuando me puse a investigar sobre el contexto encontré que, en esa época, en California se dedicaban fundamentalmente al ganado –cuenta–. Le cuesta a uno creer esto, no me lo imaginaba. Ahora hay muchísimos más astros de cine que vacas. Lo único que exportaban, casi, eran los cueros y grasa, para hacer velas y jabón. Estudié mucho sobre la producción de la época y hablé incluso con mi papá, que era ingeniero industrial. Y esto se me unió con otra idea que tenía desde antes del exilio: que la purificación, la higiene, se relaciona directamente con la industrialización y la creación de las ciudades. La idea de que el imperialismo y la ducha van de la mano, que los imperios necesitan limpiarse por dentro. Lentamente fue apareciendo este personaje. Y pensé que tenía varias ventajas: me daba una voz lírica, muy especial, y me permitía, además, incorporar un tono algo jocoso ante tanta decapitación, traiciones, mujeres diabólicas. Esta es una novela muy romántica, melodramática, con pasiones ocultas, incestos, fratricidios. Me atrajo que sea tan vulnerable y que, a la vez, sepa que podría salvar a los personajes, aunque no lo puedan escuchar. Jaboncito es muchas cosas: la conciencia de los seres humanos, su libido. Me permitía, además, simultáneamente, un punto de vista interior y exterior de quienes lo usaban. Y en su devenir transcurre desde lo artesanal a lo industrial, a la sociedad de masas de consumo. Yo creo que, de alguna manera, su voz se parece mucho a mí, a la voz del artista. Un ser que imagina que vive en función de eso. Yo sé que esta cosa juguetona, traviesa, de guiño de ojo al lector, es un riesgo inmenso. Y me gusta el desafío, que así sea.”

En realidad hay un cuarto narrador: se trata del traductor Eduardo Vladimiroff, que escribe un texto aclaratorio al comienzo del libro y que, a lo largo de la novela, va interviniendo con una serie de notas en las que refuta, relativiza o complementa al autor. Algo indignado se queja, Vladimiroff, entre otras cosas, de que Dorfman no le respondiera los correos de consulta sobre su trabajo. Parece otro personaje del novelista, un modo de reírse de sí mismo, y aunque una y otra vez dice que no lo conoce, no suena convincente. “Agregó otro nivel de ironía a la novela, pero para mí fue una sorpresa –señala–. No tengo la menor idea de por qué se puso a hacer esto. Me da la impresión de que es una persona que exagera y está muy llena de su ego. Y yo no recibí ningún correo. Sé que me van a preguntar por este señor, pero no tengo mucho para decir. Parece un poco iracundo, eso sí. Bueno, los traductores son criaturas mucho más raras que los autores, yo creo. Pero ayudó, porque agrega un nivel todavía mayor de duplicidad a la novela.”

UNA VOZ QUE HABLE POR TODOS
“En la medida que fui escribiendo esto fui contando, también, de nuestra época –dice Dorfman–. Porque ésta es la historia de las revoluciones latinoamericanas, que devora a sus propios hijos, ¿no? Una de las preguntas que subyacen es por qué la guerrilla es siempre tan maravillosa en la oposición y tan desastrosa en el poder. Por eso he querido cargar a Harrison con todos los conflictos históricos terribles que hemos vivido en los últimos 30 o 40 años, y he querido cruzar su voz con la del jabón, que es una especie de lenguaje de su conciencia, la voz poética de lo que podría ser este ojo que está dentro de todos nosotros, esta cosa alucinada que tenemos a través de la cual salimos de lo que somos y pasamos a ser otros. Por eso digo que lo quiero tanto a este jabón, porque es de alguna manera la voz del amor. Que podamos escucharlo y que no es, a la vez, nuestra gloria y nuestra tragedia. Espero que, al terminar la novela, el lector quede con la sensación de haber tenido una experiencia absolutamente diferente de cualquier otra cosa de la literatura contemporánea. Es muy ambiciosa, en ese sentido. Yo mismo estoy perplejo ante ella, porque salió de mí y digo, a la vez: ‘¿Qué es lo que he hecho?’. Y siento, cada vez más, que es lo que yo quería hacer.”

En estos días, cuenta, está con los últimos detalles del guión de Terapia, la versión de su novela que protagonizará Salma Hayek. Además planea presentar en Buenos Aires, antes de fin de año, junto a Viggo Mortensen, la obra teatral Purgatorio. Pero ahora está centrado en Americanos: ésta, dice, es la primera vez que habla de la novela en una entrevista. El próximo jueves la presentará en la Feria del Libro. A la publicación inicial en la Argentina sobrevendrán las de Chile y México. “Y luego no sé, mis libros suelen traducirse a por lo menos diez lenguas”, dice. Su alusión a la traducción convoca a Vladimiroff, a algo que asevera en una nota: “El autor se ha esmerado por convertir la novela en una alegoría, donde la historia personal refleja y encarna la historia mayor y colectiva de la nación”. Dorfman dice que le parece que tiene razón. Y que espera reunirse con él, en algún momento, pronto, para aclarar algunas de las cosas que escribió, o escribieron, en el libro.

Ariel Dorfman presentará Americanos. Los pasos de Murieta el jueves que viene a las 20. en la Sala Roberto Arlt de la Feria del Libro. El autor dialogará con Andrés Hax.

Publicado en el suplemento Radar, de Página 12, el domingo 3 de mayo de 2009.

Ya no, por Idea Vilariño




Ya no será,
ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa, no te tendré de noche
no te besaré al irme, nunca sabrás quién fui,
por qué me amaron otros.

No llegaré a saber por qué ni cómo, nunca
ni si era de verdad lo que dijiste que era,
ni quién fuiste, ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido vivir juntos,
querernos, esperarnos, estar.

Ya no soy más que yo para siempre y tú
Ya no serás para mí más que tú.
Ya no estás en un día futuro
no sabré dónde vives, con quién
ni si te acuerdas.

No me abrazarás nunca como esa noche, nunca.
No volveré a tocarte. No te veré morir.


Este es uno de los poemas más conocidos de la gran poeta uruguaya Idea Vilariño, que murió la semana pasada en Montevideo. Parte de la llamada Generación del ’45 junto a escritores como Onetti (de quien fue pareja y a quien estaría dedicado este poema, junto a muchos más), Mario Benedetti, Angel Rama y Emir Rodríguez Monegal, entre otros, lo fue también de revistas históricas como Marcha, Brecha y La Opinión.
También fue conocida y reconocida por su trabajo como traductora. Fue, además, profesora de Literatura hasta el golpe militar de 1973 y, restituida la democracia, titular de la cátedra de Literatura Uruguaya de la Universidad de la República. Escribió, como si fuera poco, un puñado de canciones emblemáticas musicalizadas por Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños.

Publicado en el suplemento Radar, de Página 12, el domingo 3 de mayo de 2009.