martes, 15 de julio de 2025

Viajes. México 7. Azulejos


Relatos breves de un itinerario que abarcó parte del Distrito Federal y ciudades y pueblos de la península de Yucatán entre Cancún y Campeche. Una aproximación a un país exuberante en su historia, su cultura, su geografía y su pueblo. (Publicada originalmente en vaconfirma.com.ar)

Gerardo Burton

geburt@gmail.com

La Avenida 5 de Mayo es una sucesión de cafés, restoranes, tiendas de ropa de marca, oficinas y otros negocios alternados por los puestos callejeros de comida, bebidas y objetos de kiosco. No es peatonal, pero parece. Una multitud marcha incesantemente en direcciones opuestas. Cruzar las calles puede convertirse en una prueba exigente: si uno logra llegar a la otra vereda sin chocar con nadie, considérese un triunfador.

El murmullo crece y se atenúa como un oleaje según qué música hayan elegido los comerciantes, tanto en los locales como en los tenderetes o en los kioscos ambulantes. Todos los estilos y los géneros musicales conviven armoniosamente, o al menos nadie se queja ni discute por el volumen o tema elegido. No es Argentina, por supuesto. La gente aquí no padece las crueldades extras de un gobierno que la odia. No. Aquí sólo es cruel, y bastante, el capitalismo y también, ya se sabe, el colonialismo inquieto del vecino del norte.

Unos pasos, nada más, y en la calle de la Condesa se alza la Casa de los Azulejos, un palacio de una manzana construido durante el virreinato para la familia de los condes del Valle de Orizaba.

Desde 1917 es un café, restorán y tienda de la cadena Sanborns, y está constantemente atestado. La gente hace cola para el café, para el restorán, para las tiendas. Es muy difícil conseguir sentarse a una mesa; hasta los escalones están ocupados y los baños, atestados. 

Los paseantes suben y bajan las escaleras acariciando con su mirada los azulejos de Talavera de Puebla. El azul y el blanco predominan como una estrella expandida, un cielo absoluto. Su visión permite abstraerse del sonido de las voces, y de los platos, vasos y cubiertos que entrechocan, los timbres, las campanas y las mesas y las sillas que se reubican. Y al fondo, en un rellano, comienza el mural de Orozco titulado Omnisciencia, una obra en la que el autor devuelve al pueblo la sabiduría. Mejor dicho, expresa que la sabiduría, la ciencia, el arte, provienen del pueblo y de lo más hondo de su mestizaje. Es el barroco omnipresente, a veces más claro y transparente, otras sombrío y escondido en su oscuridad, que relata el andar histórico de México. Los juegos de luces y colores, las formas que multiplican los seres, vivos o no, son apenas una pequeña entrevisión de hasta dónde puede llegar la voluntad creadora. 

Es al revés: aquí el desierto no crece. Crece la selva, crece la luz, crecen los colores entre ramas, follajes, olas, pozos de agua. No, Nietzsche, el desierto no crece. No se ven jaguares más que en las pirámides. Pero están. Lo mismo que la serpiente emplumada, la iguana o el conejo. Se sabe que andan por ahí. Sólo hay que sentarse, detenerse, esperarlos.


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