miércoles, 21 de febrero de 2018

La isla de la fantasía


En la intersección de la avenida Alemania y la calle Ricardo de Ferrari, en la cima del cerro Florida y dominando la bahía, está La Sebastiana, la casa de Pablo Neruda en Valparaíso. Es el tercer punto de un triángulo que completan La Chascona en Santiago e Isla Negra.







Gerardo Burton


Los cerros son verdes; las casas, multicolores. Son viviendas para una familia y también hay edificios de departamentos, emplazados sobre las laderas y las cimas con un desprecio absoluto por esa convención que la física conoce como ley de gravedad. El misterio no está en cómo se sostienen en el aire, sino también en qué consiste la destreza de los porteños (los nacidos aquí son porteños, como los de Buenos Aires, en el otro lado del continente). Hay algo desconocido que los habilita para que en las más variadas circunstancias, tanto físicas como psíquicas y fisiológicas y en las condiciones que sean (hambrientos, borrachos, en medio de una serenata, cargados como estibadores o caminando con bastones o muletas), puedan acceder a sus moradas después de andar por las calles que serpean hacia arriba, hacia abajo y otra vez hacia arriba.

En la intersección de la avenida Alemania y la calle Ricardo de Ferrari, en la cima del cerro Florida y dominando la bahía, está La Sebastiana, la casa de Pablo Neruda en Valparaíso. Es el tercer punto de un triángulo que completan La Chascona en Santiago e Isla Negra, también sobre el mar, cerca del El Quisco, un balneario ubicado poco más al sur de aquí. Una fundación cuida la casa y los objetos que rememoran y confirman el costado sibarítico del bardo. Caracolas, mascarones de proa, piedras, porcelana antigua y monárquica, espejos y jofainas aristocráticas: de todo. Y retratos del poeta al óleo, fotografiados, a la acuarela y dibujados. Muchos.

También hay una biblioteca de la potente poesía chilena que atornilla en los asientos a los visitantes. Por un amplio ventanal se cuelan el sol, el cielo azulísimo, los cerros y el mar abajo, lejos, con buques multicolores de diferente calado que operan en el puerto. Una antología de Jaime Huenún Villa detiene la mirada: “Lof sitiado” es el título y es un “homenaje poético al pueblo mapuche de Chile”, editado por Lom en 2011. La sorpresa es que una de las voces viene del otro lado de la cordillera, del argentino: la zapalina Silvia Mellado. Es un nuevo motivo de regocijo, que se suma al reencuentro con libros de Rosabetty Muñoz, Enrique Lihn, Óscar Han y el redescubrimiento de Pedro Lastra, cuyas ediciones están completas en los anaqueles.

Dos, tres poemarios de Lastra son leídos en ese rato, y un regreso a una época feroz: Lastra tenía una casa de veraneo en Algarrobo, una localidad vecina a Isla Negra. En 1975 hablaba de poesía en general y de Neruda en particular con un joven que borroneaba versos sin rumbo. De pronto, tomó una moldura de madera con pintura dorada que habría decorado un templo, aunque terminó en una cabaña sobre el mar, donde Neruda se recluía. Ese año ambas, la cabaña y la casa de Isla Negra estaban devastadas por el odio pinochetista. Al terminar la conversación, Lastra ofreció la pieza de madera a ese muchacho que sólo hablaba del otro poeta, muerto hacía dos años y que todavía lo encandilaba desde su “Residencia en la tierra”.

En el sueño inventé para ti una canción,
tus ojos alejaban en ella a la muerte
y tus manos venían
a borrar el celaje de algunas estaciones
sombrías del amor,
un invierno muy frío en el sur.

Huyó de mí en el día la canción,
fue hacia ti
que eras la voz amada
de ese coro de sombras. (Madrigal, Pedro Lastra)


Se sube por la calle Cumming, camino a la vieja cárcel devenida en centro cultural: el alojamiento está antes, una casa verde con empinadas escaleras. Se camina por calles sucias, veredas mugrientas. A la puerta de los bares y cervecerías, sobre las baldosas se distinguen pegotes de orina, de cerveza y excrementos de gatos y perros. Latas, bolsas plásticas, botellas por doquier conviven con los graffiti. Es un arte que se multiplica en los muros de esta ciudad que parece copada por artistas callejeros, incipientes o consumados. Los caminantes en este cerro Panteón son en su mayoría jóvenes. Visten ropas desteñidas o rotas, o ambas cosas a la vez. Muchos las usan de uno o dos talles más grandes, sin problemas aparentes con el espejo; los negros son arratonados, casi marrones o castaños muy oscuros. Los perros duermen sobre cartones, los linyeras utilizan sillones, sofás despanzurrados o colchones recién abandonados por sus dueños y los usan como viviendas, acomodándolos contra los frentes de los edificios o en las ochavas. Estos espacios se comparten con chicos que pintaron leyendas anarquistas y ocupan casas en trance de abandono (demolición, dejadez). También aparecen hippies no jubilados, turistas europeos jóvenes (algunos estudian en universidades a las que volverán como académicos y catedráticos después de la treintena).

El salón principal de la Universidad de Valparaíso lleva el nombre de Rubén Darío, quien escribió, en el “Álbum porteño”, de su libro “Azul” sobre la ciudad. Decía el nicaragüense que el “cerro Alegre, gallardo como una gran roca florecida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas”. Y después indicaba que “más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupos, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol”.

Del zaguán de una casa en la calle Cumming emana una fragancia que somete cualquier olfato: venden empanadas de mariscos. Al fondo del pasillo, en el recibidor de la vivienda, dos muchachos toman cerveza mientras admiran, sobre una mesa ratona, una montaña de empanadas que acumula una chica a medida que las cocina en una habitación lindera. Durante la compra, uno de los bebedores informa sobre un lugar donde “se toca música porteña, cueca porteña: ¡es la bohemia, cabaiero!”, casi grita. Mañana domingo apenas pasado el mediodía, comienzan las actividades en “La isla de la fantasía”, una peña en el patio de una casa familiar; allí “está la verdadera música popular”, asegura. A continuación explica cómo llegar: es en un itinerario que no sabe de esquinas ni intersecciones. Acá el damero está sustituido por un laberinto de curvas que circunda las laderas hacia arriba y hacia abajo y es muy posible que uno siempre vuelva, al final de la caminata, al lugar de donde salió.

El domingo, después del almuerzo, se sube por la calle Cumming hasta Ecuador, ya en el cerro La Loma. Las vueltas parecen eternas: se escucha la música que a veces parece venir de la izquierda, otras de la derecha, luego se pierde. La fortuna está de parte de los que caminan: ahora la cueca parece a media cuadra. Pero no, está lejos todavía, la calle indicada no aparece y los datos que dan los vecinos se chocan con la realidad: sea porque la paleta de colores no es la misma o porque el reflejo del sol los modifica, pero la casa amarilla de referencia no aparece jamás. Sin embargo, el milagro ocurre porque en un callejón la música sube su volumen: es Cornejo Guzmán, a cuyo fondo, en la intersección con Camila, está la base del cerro San Juan de Dios y la entrada a la ramada de la peña: un planeta dentro de otro. Es una verdadera isla en plena ciudad y su espacio nada tiene que ver con el exterior. Hay varias mesas largas, algunas son tablas sobre caballetes, una pista de baile y un escenario al fondo. Todo bajo un techo de paja y ramas, el piso es de tierra y recién está recién rociado. La gente va y viene desde la barra, desde el interior de la casa con botellas, vasos, platos. Hablan a los gritos, ríen, cantan, hacen bromas y saludan a los que llegan. Suena, en vivo, música criolla. Dicen que hay cuecas, que vienen las cantoras, y también se ejecutan boleros, valses peruanos y tonadas.


En escena está Lucy Briceño con Los del Rincón. Es una agrupación con guitarrista, percusionista (cajón peruano), acordeón y piano, donde Lucy, una mujer de más de 80 años, canta una cueca acompañándose con pandereta. Después estarán Lorena Huenchuñir y Gloria Cáceres. Lucy es Lucinda Gioconda Briceño Riquelme y nació en Valparaíso. Es tan famosa e importante para la música popular que dio su nombre a un tradicional club de cueca en el barrio Puerto. Lucy y su pareja Armando Hernández recorrieron como bailarines Perú, Argentina y todo Chile. Luego se dedicó al canto, donde tuvo problemas con la dictadura pinochetista, que también reprimió las expresiones populares y la bohemia porteña, por lo cual mantuvo su trabajo como modista. Integró los conjuntos “Los Sureños”; “El Nunca se Supo” y “Los Paleteados del Puerto”, entre otros.

Entre gaseosas, cervezas y empanadas, mujeres y varones bailan cuecas, valses y tonadas. Las parejas se arman de manera espontánea y se intercambian con los mirones, que aguardan su turno contra los postes y en las mesas que rodean la ramada, casi en los límites de la casa. Desde la entrada se ve el mar, lejos, con los barcos que duermen la siesta ajenos a las canciones en el cerro San Juan de Dios. Ya casi en el atardecer, un afiche con un homenaje a Violeta Parra (“Centésimas a Violeta”), del poeta popular Claudio Lazcano, saluda al dejar la isla.

Una vez pedí a Violeta
Por dos de sus dimensiones,
Que me dé tres de sus dones
En cuatro de mis facetas.
Ser cinco veces poeta
Y ser seis veces cantor;
Siete vidas al folclor,
Dar ocho por cada obra,
Ser el nueve en mis maniobras
Pa´ diez textos de dolor.

Once veces ya le ruego
Que me dé doce miradas,
Pa dar trece pinceladas
En catorce de mis juegos.
Tres por cinco quince fuegos
En dieciséis de mis venas;
Quemar diecisiete penas
Por dieciocho motivos,
Un paro y nueve latidos
Atado a veinte cadenas.

Veintiún poemas perdí
En veintidós de mis viajes,
Veintitrés aterrizajes
Y en veinticuatro caí.
Veinticinco letras dí
Y unos veintiséis poderes;
La tinta me da deberes
Con veintiocho destellos,
Son veintinueve Atropellos
En mis treinta atardeceres.

Tres cuecas y una botella
Treinta y dos veces insisto,
Treinta y tres como un tal cristo
En treinta y cuatro epopeyas.
Treinta y cinco las doncellas
Que treinta y seis besos dan;
Tres de siete siempre están
En treinta y ocho locuras,
Treinta y nueve preciosuras
Cuarenta amores tendrán.

Hay cuarenta y un aristas
En cuarenta y dos poetas,
Cuarenta y tres por Violeta
Cuarenta y cuatro a la artista.
Cuarenta y cinco conquistas
En cuarenta y seis canciones;
Cuarenta y siete emociones
En cuarenta y ocho llantos,
Cuarenta y nueve quebrantos
En cincuenta corazones.

Cincuenta y un testimonios
Y cincuenta y dos personas,
Cincuenta y tres no perdonan
Cincuenta y cuatro demonios.
Se queman los patrimonios
En cincuenta y seis infiernos;
Existen en los gobiernos
Cincuenta y ocho ladrones,
Cincuenta y nueve bribones,
Sesenta rayos de invierno.

Doy sesenta y un respetos
Pero sesenta y dos traje,
Sesenta y tres homenajes
Sesenta y cuatro en concreto.
Sesenta y cinco me reto
Sesenta y seis que estudié;
Q´el sesenta y siete dé
Respuestas porque volaste,
Ya que al cielo le cantaste
Las setenta que escuché.

Son setenta y un guitarras
Setenta y dos en mis décimas,
Siete y tres a esta centésima
Cual métrica de su parra.
En setenta y cinco amarras
Setenta y seis furibundos;
Setenta y siete fecundos
Por setenta y ocho amantes,
Setenta y nueve diamantes
Ochenta versos al mundo.

Ochenta y un versos tristes
Y en ochenta y dos se lloran,
Ochenta y tres que enamoran
Ochenta y cuatro desvisten.
Ochenta y cinco consisten
En ochenta y seis romances;
Pues ochenta y siete lances
Ochenta y ocho caricias,
Ochenta y nueve me envician
Y en noventa estoy en trance

Doy noventa y un cosquillas
Si me das noventa y dos,
Noventa y tres con mi voz
Nueve y cuatro a tu mejilla.
Nueve y cinco maravillas
En noventa y seis relatos;
Noventa y siete retratos,
Noventa y ocho me mueven,
Llegar a noventa y nueve
En cien frases que desato. (http://www.lavidaenversos.cl)

Documental “La isla de la fantasía”, de Magdalena Gissi, Valparaíso, 2010: https://www.youtube.com/watch?v=k_ft0sCq3II



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