miércoles, 21 de febrero de 2018

Al sur de Lima



En Cerro Azul conviven el trabajo artesanal y hereditario de los pescadores con el negocio turístico y resabios de la colonia: sobre la costanera están las casillas de los “serenazgos”, cuyos encargados verifican que durante noches y madrugadas las cosas estén en orden.

Gerardo Burton



Cerro Azul es un pequeño pueblo de pescadores ubicado a algo más de 100 kilómetros al sur de Lima, sobre el Pacífico. Poco a poco va mutando en balneario turístico: la caleta de los pescadores es una curiosidad colorida con los barcos que descansan luego de la faena, mientras en los puestos las familias que viven de la pesca preparan peces y mariscos para la venta. Algunos restoranes del pueblo, residentes temporarios y pobladores de las afueras son sus clientes. Fue puerto con fortaleza en los primeros años de la colonia, cuando desembarcaban los esclavos traídos de África; luego se convirtió en puerta de entrada de inmigrantes italianos, chinos y japoneses, que llegaban a Perú para trabajar.
Ahora, con algo más de siete mil habitantes, en Cerro Azul conviven el trabajo artesanal y hereditario de los pescadores con el negocio turístico y resabios de la colonia: sobre la costanera están las casillas de los “serenazgos”, cuyos encargados verifican que durante noches y madrugadas las cosas estén en orden.
El virrey Hurtado de Mendoza, enviado por el emperador Carlos I, hizo fundar, alrededor de finales de la década de 1550, una serie de poblaciones en el “pie de monte Pacífico”: el primero fue esta fortaleza, en abril de 1558, y los asentamientos siguieron rumbo al este y desde ahí hacia el sur: es la región de Cañete. Así la denominó el virrey, que procedía de una localidad con ese nombre en Cuenca, España.
Cerro Azul es, entonces, la primera de varias localidades de pequeños productores: aquí son pescadores, pero hacia la sierra son agropecuarios -huertas y árboles frutales, ganado menor, aves. Y hay algo que parece coincidencia, pero no, es apenas una premonición: en una de las viviendas del condominio de las paredes rosadas, al frente del edificio, vive con su familia el documentalista Javier Becerra Heraud, sobrino nieto del poeta Javier Heraud, muerto en una acción guerrillera en 1963, a los 21 años. Más tarde y ya de regreso, un poema del guerrillero con música compuesta por Chabuca Granda, se hallará en una navegación de internet en la voz de Susana Baca, la cantante y ex ministra de Cultura peruana.

La producción de esta zona confluye en los grandes mercados mayoristas ubicados en torno de la carretera Panamericana Sur, en las localidades de San Luis y San Vicente de Cañete, afirman la amiga peruana y su marido, el galés convertido en sudamericano por enamoramiento doble: de la amiga y del Perú, sus ritmos, sus comidas, su historia y su cultura. Su gente, en síntesis.
Cañete es la zona del arte afroperuano: en esta región apiñaban a los esclavos traficados de África los comerciantes europeos -la mayoría no españoles: la religión católica y las leyes de Indias no les permitían el comercio de seres humanos, pero sí vivir de su trabajo-. Aquí nacieron los sones negros del Perú que recopiló y cantó Nicomedes Santa Cruz y que más cerca en el tiempo fueron reivindicados luego de décadas de negacionismo. Tras la recuperación de la cultura afro peruana de la costa, lo mismo ocurrió con los cholos y con los indios en un país que es multilingüe y donde solamente el castellano de los españoles se aceptaba como moneda de cambio verbal. Arguedas no se rinde, parece, y menos el cholo de Santiago de Chuco.
Este universo de pie no cede un centímetro de terreno a la invasión imperial: los nombres de los hijos y las hijas pueden haber sido copiados de alguna serie hollywoodense o de alguna película prestigiosa de la California norteamericana; pueden mirarse en espejos opacados por el uso o los medios de comunicación pero permanece, siempre a mano, ese foco de sincretismo que resulta el último sitio de resistencia, igual que durante la conquista y la colonia españolas.
De Cerro Azul, unos pocos kilómetros al sur por la misma Panamericana que termina en una Argentina tan hipotética como ajena por la distancia, a media hora o más se llega en automóvil de alquiler a Cañete, una región fundamentalmente agrícola. Antiguamente, las plantaciones de azúcar y algodón fueron mantenidas por mano de obra esclava. De esos tiempos son testigos los túneles y celdas de castigo y, sobre todo, el arte negro que se levanta con orgullo contra el baldón esclavista del poder blanco. Esa cultura permanece saludable también en Huaraz, Lima, Callao, Chincha, Nazca, Zaña y otros sitios. Acaso sea ese origen esclavo -y negro- el que haya inspirado a Ricardo Palma el refrán que aparece en un diálogo de Ambrosio el inglés y Juanito el montañés en Tradiciones peruanas, cuando ambos especulan sobre un futuro esperanzador. Dice uno de ellos “con menos, Dios hizo a Cañete, y lo deshizo de un puñete”.

La carretera va paralela al océano: una masa gris, verde, a veces celeste bajo la bruma que por momentos se convierte en calabobos, esa llovizna imperceptible que se mete en los intersticios de la ropa, por cualquier abertura del automóvil y que difiere tanto de la garúa que conocemos en el sur de América. Casi al mediodía, la luz del sol vence toda neblina, toda humedad: el cielo parece los del sur patagónico. De los primeros pobladores de San Luis y San Vicente de Cañete -esclavos y sus descendientes que se asentaron por aquí para servir en las explotaciones agrícolas en los siglos XVII y XVIII- llega la música. Y más allá: desde el corazón del África viene esa línea suave y sólida que no pueden vencer las tiranías o los sometimientos: la alegría de la música esclava y sus canciones, sus plegarias, ganó la batalla. Es sábado, pero los bancos están abiertos: hay una extendida clientela que necesita cambiar moneda -soles peruanos, pesos chilenos, dólares norteamericanos. Todos venden y compran, por eso se necesita que los bancos atiendan al menos media jornada. Los vendedores callejeros de dólares están en las esquinas: se los identifica porque usan unos chalecos o sobrepellices amarillos o anaranjados, como los que hace poco se obliga a usar a los de la calle Florida, en Buenos Aires.


A ambos lados de la carretera hay mercados mayoristas, puestos infinitos administrados en su mayoría por mujeres de cualquier edad, vestidas con los trajes de la sierra, otras totalmente urbanas y modernas, la mayoría como pobladoras y productoras rurales. Hay adolescentes y jóvenes madres que cuidan con un ojo al niño que amamantan mientras con el otro vigilan a los clientes y calculan su venta. Otras, con más experiencia, parecen dormitar bajo sus ponchos y con una especie de rosario en las manos. Sin embargo sus dedos son tan ágiles para las cuentas de los avemarías como para la calculadora electrónica o el teléfono celular que duermen en sus rodillas.
Los mercados tienen nombres relacionados con la zona: Imperial, como una de las avenidas; Señor de la Ascensión de Cachina, uno de los patronos de este pueblo de algo más de 54 mil habitantes -en San Luis viven casi 12 mil-.Ambos establecimientos están sobre la avenida 28 de Julio, en el trazado de la carretera panamericana. Un enorme letrero explica algo del pasado de uno de ellos: fundado el 11 de enero de 1902, dice. Los puestos se llaman Mis engreídos; Dayron y Leisey, entre otros nombres curiosos. Al lado está el Mercado Mayorista de Frutos Don Mariano. Son altos galpones de material y chapa de zinc con pasillos, donde los compradores ingresan con sus vehículos -autos, camionetas, mototaxis- y así cargan la mercadería. En la penumbra, todo es más fresco que afuera, donde, a pesar de ser recién comenzado noviembre, el calor aprieta.

Desde el acceso al mercado, dos chicas que pretenden haber salido de la adolescencia caminan por los pasillos con contoneos más apropiados para un cortejo que para una transacción en esa pasarela llena de frutas y verduras, carnicerías y pescaderías y pilas y electrodomésticos de bajo precio, atestada de gente que busca precios baratos u ofrece, según de qué lado esté, mercadería de la sierra en el mar.
Los aromas de las frutas, de los pescados y mariscos, de la carne de vaca o cerdo o pollo opacan los perfumes de estas dos chicas que hablan por sus teléfonos móviles con novios adivinados. Los ojos, las manos y los brazos inventan con sus gestos a la pareja ausente, al hombre que se intuye del otro lado de la conexión satelital. Y el otro, del otro lado, será tan simulador como ellas: inventará las palabras de amor, los gestos sensuales, los mohínes apenas insinuados. La seducción sigue por el celular, y entonces es posible volver a Palma y una copla que evoca en sus Tradiciones:

A tus labios rosados,
niña graciosa,
van a buscar almíbar
las mariposas.


La mezcolanza de aromas se corresponde con la fusión musical: cumbias estridentes e ininteligibles se yuxtaponen con valsecitos peruanos y sones negros. El cajón peruano alterna con la guitarra y los güiros y las y los cantantes parecen esforzarse por inventar un idioma nuevo: Babel nace otra vez en este mercado entre nísperos, toronjas, papayas, guayabas, mango, carambolas, choclos de varios colores, que van del blanco puro al morado, con granos enormes, como dientes de adultos; semillas: porotos, girasol, camote, yuca.
Afuera, los vehículos continuamente en marcha aportan lo suyo al aire pleno de húmedos olores. Camionetas chinas y japonesas; automóviles convertidos en utilitarios; furgonetas de varios modelos y años hasta las viejas combis de Volkswagen fabricadas hace mucho en el siglo pasado. Una nube de pequeños vehículos ocupa la mayor parte de los estacionamientos: son las motocicletas de baja cilindrada -no más de 250 centímetros cúbicos- con carrocerías de plástico duro o más flexible, de colores e inclusive con algún carrito donde llevar los productos de la compra, los famosos mototaxis.
Los comerciantes y los clientes, y gran parte de la población están en las calles, en los bares, algunos improvisados bajo tinglados recién erigidos. Un par juega a las cartas por dinero mientras otro hace el arqueo de las ventas de la mañana, cuando terminan las operaciones, y un cuarto limpia una palangana que tuvo vísceras de vacuno con el agua que le llega a través de una manguera. En los rincones menos transitados de estas calles, a las puertas de los bares y en el costado de los accesos a los mercados conviven restos de frutas y verduras, pieles y restos de animales -vacas, cerdos, corderos- que se disputan perros flacos y gatos no más robustos. Más allá quedan las huellas de los jugos que acaban de preparar en los puestos rodantes y que desbordan los tachos de desperdicios. Los mercados se alternan con edificios de tres pisos que son inquilinatos baratos, económicos, justo para la gente que trabaja en el mercado.

La mercadería se convertirá en la comida que la región ofrece a propios y extraños, preparada en ollas de barro y en cocina de leña: camarones, sopa chola, pachamanca a la piedra, cebiche, arroz con pato, tamales, chicharrones, adobo de cerdo y, entre los dulces, mazamorra morada, dulce de níspero, picarones, dulce de higos. Dicen, además, que acá se produce el mejor pisco del país -llamado pisco “puro”-, gracias a que el valle del río Cañete, en la zona yunga, está entre los 550 y 650 metros de altura, en la ladera de los cerros. Pero acá, en los mercados, no se vende ni una botella.






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