martes, 9 de septiembre de 2008

El centenario de Pavese, figura central


Retrato del escritor que se quiso salvar con la palabra
Opuso la jerga de la calle a lo que dictaba la academia sin perder un ápice de su excelencia literaria. Pavese soportó la amenaza fascista, el desengaño amoroso y la cárcel: paradójicamente, la sombra del suicidio lo alcanzó en su mejor momento.


Por Silvina Friera

Pavese se suicidó el 27 de agosto de 1950 en Turín. Quizá los mejores ingenios y los espíritus más generosos sean los más melancólicos. Desde las fotos, los ojos de Cesare Pavese miran fatigados por una enfermedad que parece incurable. Terminal. Tal vez el origen de esa pena fue una orfandad prematura –tenía seis años cuando murió su padre; veintidós cuando perdió a su madre– combinada letalmente con un cúmulo de naufragios amorosos, desde “la mujer de la voz ronca” que se casó con otro cuando regresó del destierro en Calabria, a la actriz Constance Dowling, a la que dedicó sus últimos versos Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. “Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños”, describió Natalia Ginzburg al escritor italiano en uno de los relatos de Las pequeñas virtudes. La lectura, la escritura y la traducción fueron necesarias pero no suficientes para paliar esa incomodidad existencial, que apareció registrada tempranamente en una de las entradas de su diario, El oficio de vivir: “Sé que estoy condenado a pensar en el suicidio ante cada dolor”. Postergó durante varios años esa sentencia. Pero la condena se cumplió el 27 de agosto de 1950, cuando en el hotel Roma de Turín se tomó el contenido de veinte sobres de los somníferos que utilizaba para combatir el insomnio. Hace cien años nacía Pavese en Santo Stefano Belbo, en el Piamonte, el mejor escritor italiano de la posguerra que arremetió contra la poesía italiana contemporánea, decadente, crepuscular y hermética y que reemplazó la afectación de los jerarcas literarios por las jergas de la calle.

El joven Pavese estudió con pasión las literaturas clásicas y la inglesa en la Facultad de Letras de la Universidad de Turín, donde se doctoró con una tesis sobre la interpretación de la poesía de Walt Whitman. La gangrena del fascismo, ese “miedo al porvenir”, la sospecha permanente, el desorden y la violencia infectaban a la sociedad italiana. En ese contexto irrespirable el escritor atisbó un soplo de libertad en la narrativa norteamericana que empezó a leer y traducir: Nuestro señor Wrenn, de Sinclair Lewis; Moby Dick, de Herman Melville; El paralelo 42 y Una montaña de dinero, ambas de John Dos Passos; Hombres y ratas, de John Steinbeck; Aventuras y desventuras de la famosa Moll Flanders, de Daniel Defoe; David Copperfield, de Dickens; Autobiografía de Alice Toklas, de Gertrude Stein, y La línea de sombra, de Conrad, entre otras. En la década del ’30, mientras escribía poemas, cuentos y traducía, comenzó a publicar en la revista Cultura ensayos sobre escritores norteamericanos (Lewis, Sherwood Anderson y Dos Passos, entre otros). Cuando lo detuvieron en 1935 por ayudar a su primer gran amor, “la mujer de voz ronca” –así la llama el primer biógrafo de Pavese, Davide Lajolo–, que desempeñaba importantes labores clandestinas en el Partido Comunista, Italia combatía en Abisinia. Tras algunos meses de cárcel, el escritor fue condenado a tres años de destierro en Brancaleone, Calabria, donde comenzó a escribir, en octubre de 1935, El oficio de vivir.

En ese destierro, Pavese encontró en las palabras la mejor manera de levantarse por encima del vacuo nacionalismo de los fascistas. “Por las palabras que un escritor emplea puedes saber quién es. Mira los camaradas de la guerra de España: unos les llamaban rojos, otros leales, unos, comunistas y subversivos, otros, patriotas. Esas palabras te indicaban con quién hablabas, y en cada caso significaban una cosa distinta. En las palabras que usas están tu clase y tu trabajo, lo que sabes, lo que comes, las personas que tratas. En las palabras está todo”, escribió en La literatura norteamericana y otros ensayos, publicado en 1951, un año después de la muerte del escritor, libro que Italo Calvino calificó como “la más rica y explícita autobiografía intelectual de Cesare Pavese”. Todavía estaba confinado cuando se publicó su colección de poemas Trabajar cansa, en 1936. “Al menos por un tiempo, la creí lo mejor que se estaba escribiendo en Italia”, dijo sobre su primer poemario, aunque también anotó en su diario: “Hacer poemas es como hacer el amor, no se sabrá nunca si la propia alegría es compartida”. A fines de 1936, debido a sus ataques de asma, le fue condonada la pena y pudo regresar a Turín, pero purgó una condena peor: “la mujer de la voz ronca” se había casado. “Ir al confinamiento no es nada. Volver es atroz”, registró en su diario.

Su estrategia vital, su modo de luchar contra la angustia existencial y el fracaso amoroso consistió en entregarse frenéticamente a la traducción y a la escritura. La reanudación de su relación con la editorial Einaudi fue un soplo de energía y esperanza. En 1941 apareció por entregas en la revista romana Lettere d’Oggi la novela breve La playa, que se editaría en formato libro un año después, y De tu tierra, que marcaría su consagración como narrador. Cuando en 1944 los alemanes ocuparon Turín, el escritor se refugió en las colinas piamontesas. Después de la liberación se reabrió la sede turinesa de Einaudi y Pavese se erigió en el factotum de la editorial. Hacia fines de los años cuarenta publicó Diálogos con Leucó (1947), Antes que cante el gallo (1948), que incluía La casa en la colina y La cárcel, título que alude al episodio evangélico en el que Cristo anuncia a Pedro que antes de que el gallo cante él lo negará tres veces; El hermoso verano (1949), que además de la novela homónima incluía El diablo en las colinas y Entre mujeres solas, y La luna y las fogatas (1950), su mejor novela, publicada cuatro meses antes de que el autor se quitara la vida, reeditada en la Argentina por Adriana Hidalgo, con traducción del poeta Silvio Mattoni y ensayos de Gian Luigi Beccaria, Franco Fortini e Italo Calvino.

El protagonista de La luna y las fogatas regresa a los viñedos de su pueblo natal después de haber recorrido el mundo y haber hecho fortuna en América. “Uno se cansa y trata de echar raíces, unirse a la tierra y a la región, para que la propia carne valga algo y perdure un poco más que un simple cambio de estación”, dice el protagonista en la primera página. Detrás del retorno y la reinserción en una sociedad, donde vivió míseramente adoptado y criado por agricultores pobres, de la mano de su propio Virgilio, el inolvidable Nuto, carpintero y trompetista de la banda del pueblo (“un hombre hecho y derecho”), el personaje busca comprender por qué un pueblo es un pueblo. “Nos hace falta un país, aunque sólo fuera por el placer de abandonarlo. Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando.” Es la experiencia radical del huérfano, del bastardo, del hombre de mundo que todavía no sabe cuál es su país.

Aunque acababa de recibir el gran premio de la literatura italiana, el Strega; aunque parecía haber tocado el cielo con las manos, las últimas dos anotaciones en su diario revelan que Pavese se había quedado solo, sin país, sin conexiones con las plantas y la tierra. El 17 de agosto de 1950 prenunció el final que se avecinaba: “Los suicidios son homicidios tímidos”. A modo de un ajuste de cuentas con su pasado, agregaba: “Es la primera vez que hago balance de un año todavía no terminado. En mi oficio soy rey. En diez años lo he hecho todo. ¡Si pienso en las dudas de entonces! Nunca he estado más desesperado y perdido que entonces. ¿Qué he conseguido? Nada. He ignorado durante unos años mis taras, he vivido como si no existiesen. He sido estoico. ¿Era heroísmo? No, no me ha costado nada. Y luego, al primer asalto de la ‘inquieta acongojada’, he vuelto a caer en las arenas movedizas. Desde marzo me debato en ellas (...) No tengo nada que desear en este mundo, salvo lo que quince años de fracasos excluyen ahora. Este es el balance del año no acabado, que no acabaré. ¿Te asombra que los demás pasen a tu lado y no sepan, cuando tú pasas al lado de tantos y no sabes, no te interesa, cuál es su pena, su cáncer secreto?”. Un día después, el 18, escribió: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. El 27 de agosto, en la habitación que había alquilado en el hotel Roma de Turín, junto al cuerpo sin vida de Pavese se encontró una nota en el ejemplar de Diálogos con Leucó que tenía en la mesa de noche: “Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreen demasiado”.




El hermano Pavese
Por María Teresa Andruetto *

Tenía 17 años cuando, recién llegada a Córdoba desde mi pueblo en la llanura, cursé Literatura Italiana y me encontré con Pavese. De no haberlo leído, la condición piamontesa, el origen inculto de los campesinos llegados al país en el siglo XIX y el castellano mal hablado de mis abuelos hubieran sido vergonzantes. “Descubrí a un escritor que parece que hablara de nosotros”, le dije a mi padre cuando regresé al pueblo. Mi padre había nacido en Airasca, al borde de las langas, en 1921, apenas trece años después de Pavese, fue llamado al ejército fascista, un año más tarde desertó, se unió al movimiento partisano hasta el final de la guerra y emigró a Argentina en diciembre de 1948. “¿Pavese? –preguntó–, yo lo conocí, me lo presentó Lucia Neiroti, una prima mía pariente del beato Neiroti, ése al que le nació un lirio en el pecho. Fue en Torino, cuando terminó la guerra...” Mi padre murió en 1990. Poco después, contando el pequeño, modesto, mito familiar a una amiga, apareció la idea y el deseo de escribir las dos versiones del poema que titulé “Pavese”.

Mi madre nació en Argentina y nunca fue a Italia, pero puede recorrer en la memoria cada pueblo de la geografía piamontesa por donde mi padre y sus padres estuvieron, cada primo lejano con su historia. Se siente profundamente argentina, pese a que su primera lengua fue el piamontés que sus padres, hermanos, abuela y vecinos hablaban aquí y pese a ser hija de un hombre de Magliano Alpi y una mujer de Michelino. Años más tarde, cuando creía ya haber salido de la influencia de Pavese, en una lectura de poemas pertenecientes a Kodak, alguien que no me conocía se acercó y me dijo: “Su poesía me recuerda a Pavese, él siempre habla de los cuñados y los tíos y en sus poemas hay personajes que conversan...”. Hasta entonces yo había creído que Kodak era un libro marcado por la lectura de poetas norteamericanos, pero la frase del ocasional oyente de mis poemas no resulta tan extraña si pensamos que Pavese se liberó de los excesos del lirismo italiano finisecular con la lectura sostenida y la depurada traducción de literatura norteamericana. Se trata de un italiano que leyó como pocos la literatura norteamericana, lo que también es decir un escritor impregnado de todo aquello que influyó con fuerza en la escritura de los latinoamericanos, quizá por eso –porque es tan profundamente regional como universal– su influencia, aunque no siempre reconocida, fue grande en la generación de los escritores argentinos de provincias que en los ’60 le dieron una vuelta definitiva a la literatura regional.

Hace dos años estuve otra vez en el Piamonte e hice con unos primos un moroso paseo desde Canelli hasta Magliano Alpi, atravesando los viñedos de uva moscato y los campitos de avellanos, deteniéndonos en cada pequeño pueblo de las langas, Monticello, Alba, Caravanzana, Barbaresco, Gaminella, Camo, Santo Stefano... esperaba ese viaje delicioso a su territorio de escritura, lo esperaba con ansia. Sin embargo, lo que él me dice y algo que va más allá de lo que dicen sus libros, puedo encontrarlo también aquí, en mi pueblo y en el pueblo de mi madre, una verdad que está en el lenguaje, una coloratura del habla regional capaz de dar cuenta de una nostalgia heredada, nostalgia del que quiere volver pero no vuelve, del que no quiere volver sino en el mito... trazos de vida en la memoria heredada de otros y conmovedora percepción de las miserias y la rudeza de su pueblo (un cineasta de Torino me hizo notar que en la lengua piamontesa no existe la palabra amor), porque lo que se añora es un lugar emocional que ya no existe, porque no se trata sólo de un lugar, sino también de un tiempo, y entonces el regreso sólo es posible a través de las palabras.

Encontrarme con los libros de Pavese me permitió comprender que la lengua que yo hablaba en casa, el castellano de mi casa y de mi gente, con sus coloraturas regionales, estaba atravesado, casi tanto como el italiano d
e Pavese, de una presencia piamontesa libre de ostentaciones y pintoresquismos. Que en su lengua impregnada de hondura, late gris, austera, la tremenda cosmovisión del mundo que subyace en mis ancestros y que, sostenida por el sustrato regional en que los suyos y los míos habitaron, nos alimenta y nos hermana.

* Escritora, autora de Pavese/Kodak (Ediciones del Dock, 2008).

Publicado en Página/12, el 9 de septiembre de 2008

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