martes, 2 de septiembre de 2008

Arnaldo Calveyra: "siempre escribo el mismo libro"


Radicado en Francia desde 1961, observa con cierto asombro el creciente reconocimiento que está teniendo su obra entre escritores y críticos. El sello Adriana Hidalgo acaba de publicar su Poesía reunida, nueve libros de poemas, que incluye uno inédito.
Por Silvina Friera

“Lograr un poema es la patriada mayor, así sea de tres sílabas, de tres líneas”, señala Calveyra. Una súbita alegría blanquea el rostro de Arnaldo Calveyra cuando abre la puerta del departamento de la calle Maipú. Bajo la claridad espejeante que entra por la ventana, la última ofrenda de ese sol de rayos oblicuos y mezquinos, propios del atardecer, los gestos del poeta, como en ciertos negativos de algunas fotos, son un terruño por revelar. “Estoy de viaje todavía”, dice, recién llegado de París, ciudad en la que reside desde la década del sesenta, mientras sus ojos viajan hacia esos retazos de cielo estampados por unas nubes algodonosas entre las que parece hamacarse su mirada. En ese vaivén, que quizás sea tributario de la cuarta dimensión en la que admite que vive, intenta que nada de la fugacidad de ese paisaje escape de su lente. Mira y excava esa diminuta parcela del horizonte en silencio. Sobre la mesa del living hay un ejemplar de su Poesía reunida, edición al cuidado de Pablo Gianera y Daniel Saimolovich, recientemente publicada por Adriana Hidalgo. El libro incluye nueve poemarios desde el primero, Carta para que la alegría (1959), hasta el inédito Estaciones en el día 25 de junio de 1966. “Son como filamentos que se juntan, pero una cosa tan desorganizada de entrada, sin pretensión alguna, que ahora esté ahí, es rarísimo”, cuenta Calveyra a Página/12 mientras una sonrisa de agradecimiento se expande por sus mejillas.

–Quizá lo que le resulta extraño es el reconocimiento que está recibiendo su obra, el hecho de sentirse un poeta contemporáneo. ¿Cómo se lleva con este asunto?

–Es que no me doy cuenta de que me pasó a mí. Pasa y me pasa, pero no llego a darme cuenta, y creo que es mejor. No sé qué sentís como lectora al ver una cosa así (señala el libro).

–Se lee una vida.

–Y entonces, ¿cómo se hace una vida? Es casi como una cuarta dimensión. Mi traductor al francés dice que en cada nuevo libro excavo en el mismo lugar, siempre más abajo, pero los temas son los mismos: será el tiempo que pasa, las palabras, Francia, Argentina, Entre Ríos, el campo, el horizonte... No quiero ser injusto conmigo mismo, pero creo que es el mismo libro. Claro, cada libro fue trabajado de distinta manera; no puedo decir que sea una fotocopia del anterior ni del que va a seguir. Pero es la voz. Si uno encuentra algo que se parece a una voz, está en el camino correcto. Y no hay muchas voces en la vida.

–El encuentro con esa voz está en su primer libro, Carta para que la alegría. ¿Qué recuerdos tiene de esa escritura?

–Siempre me sorprendió que lo escribí en una semana. Pero lo previo, el trabajo de zapa del libro, es el campo, es la voz de la gente que yo conocía, el habla de ellos más sofisticada. Creo que los silencios en mi obra vienen de la gente del campo; lo que va de una palabra a otra es el tiempo de la gente de campo, con infinitas otras sofisticaciones porque yo era producto de la universidad, de las lecturas, de (Carlos) Mastronardi. Lo curioso es que no hice lo que hacía Mastronardi, y eso por un tiempo fue motivo de sorpresa: cómo no lo imitaba. Ahora me doy cuenta de que lo imito en alguna palabra que quiero que esté por amor hacia Mastronardi, porque quiero estar con él y que él esté conmigo. No es imitación servil; lo hago a conciencia para seguir con él, que tanto me dio.

–En casi todos los libros, por ejemplo en Iguana, iguana, especialmente en Maizal del gregoriano, y en los poemas inéditos de Estaciones en el día 25 de junio de 1966, aparece mucho la palabra “cuchicheo”. ¿Cómo explica esta recurrencia?

–No sé... habría que ver el contexto, las palabras anteriores, el poema que las concita o las hace emerger. ¡Pero qué lindo!, es un tema de trabajo para mí.

–¿Cuchicheo estaría asociada con la aparición de las palabras en el poema?

–Seguro, viene de la creación de un mundo. Hay un momento en que el poema se va haciendo con el cuchicheo. También en las iglesias, la gente que reza cuchichea, y yo de chico escuchaba eso. Es rarísimo, ¿qué es eso que no alcanzás a entender? Pero hay un llamado a más claridad.

–Y siempre está la preocupación por la sílaba, por las palabras que no se terminan de articular...

–Son esas palabras que están completamente de costado y que de alguna manera tienen que tener su sentido, su derecho y su revés. Ese es el trabajo más fuerte tal vez, porque lo otro, el contenido, uno lo lleva como una cosa más dada de antemano. Me acuerdo muy bien del cuchicheo de los muertos en Pedro Páramo. Rulfo dice que lo único que progresa es el cuchicheo. Escribí un texto sobre Rulfo que está inédito en libro, como tantos inéditos que tengo y que en su momento saldrán. Lo principal es que están escritos; después publicar viene solo. Lo otro es, ¿podré?, ¿se podrá? Cuando querés alejarte un poco de la cuestión, hablás en tercera persona (risas). Yo estoy contento con mi trabajo. Nunca lo pensé como compañía para otros, eso es lo que no deja de asombrarme, que haya gente que me diga “cómo me gustó tal cosa” ahora que salieron todos mis poemas. Eso no estaba en el programa. Bueno, ahora está.

–¿Y qué estaba en el programa original cuando empezó a escribir?

–Lograr un poema es la patriada mayor, así sea de tres sílabas, de tres líneas. Eso estaba como conquista. Y hacer lo necesario para que esas tres líneas emergieran, cuchichearan, ahora ya te voy a parafrasear, hacer eso sin piedad. He trabajado como traductor para la Unesco y llegaba un momento en que estaba tan cansado de cargar con palabras ajenas que andar con las mías ni por las tapas... En eso he sido muy pero muy duro para conmigo mismo. Menos plata, menos lo que quieras, pero tiempo para escribir. Hice todo lo posible para que quedara tiempo, que hubiera un margen entre un trabajo y mi trabajo.

–Sin embargo, en Diario del fumigador de guardia, hay un verso en que dice: “Años de ningún poema...” ¿Hubo épocas en que no pudo escribir?

–Sí. Recién escuchaba en la radio a un peluquero de Córdoba que decía que una vida es larga. Ahora los poetas están muy apurados, pero yo les digo: la vida es larga. Yo puedo esperar; tengo unos poemas y quizás pasen veinte o treinta años y yo no esté, pero ellos estarán ahí, en mi pieza. No me voy a apurar porque esté cerca de la muerte. Siempre los poemas esperaron porque yo quería darles una buena vida después, que tuvieran la mejor vida posible...

–Que no envejecieran rápido, ¿no?

–Claro. El otro día hablaba con Ovidio García Valdés, que acaba de obtener en España el Premio Nacional de Poesía, y me dijo por Diario del fumigador...: “¿Cómo hiciste para que esa poesía no envejeciera?”. Claro, va a envejecer, pero más lentamente.

–Diario del fumigador de guardia es de 1951, ¿cómo trabajó esos poemas para que no envejecieran?

–Yo creo, pero no creas que lo sé todo, lejos de eso, que hay que cuidar el adjetivo. Lo más traicionero es el adjetivo; te vas por el adjetivo y perdiste la partida de entrada. Si podés, huí del adjetivo; son como fórmulas de curandero (risas). Hay que huir del adjetivo para todo. En el teatro los problemas son otros, es la distancia para con el personaje; hay que tenerlos lejos, que no se te vengan encima y no te hagan declaraciones de amor. No hay amor entre un autor y su personaje, tiene que haber trabajo y cuidado. En cambio en la poesía, los adjetivos se te vienen encima. La sensiblería es común a todos los mortales. Yo también soy sensiblero, ¿o qué te creés?, pero cuido, leo y veo. Y me alejo, cuando hay que alejarse. Es muy difícil que un libro mío haya salido casi enseguida después de estar terminado. ¿Para qué? ¿Qué apuro hay? No hay ninguno.

–A propósito de esta obsesión con los adjetivos, hay un poema en que dice: “No es cierto, en el comienzo no fue el verbo, el cronista del Génesis se equivocó por exceso de envión lírico; en el comienzo, seguro, fue el nombre”.

–Hay mucho de broma, pero a la vez es mejor el sustantivo que el verbo. A mí me tranquiliza más estar en buenas relaciones con un sustantivo. En cambio el verbo, uf, me doy cuenta de que puedo poner varias opciones, pero para un poema eso es mentira. Estás engañando al poema poniendo varias opciones verbales. Es una forma de trabajo como cualquier otra, como los andamios que utilizás para ver cómo van a salir las cosas, cuál es el producto final entre comillas.

Calveyra madura poemas, pero también silencios. En Receta para hacerse de un poema recomienda: “Tomar la mayor cantidad posible de palabras, estar con ellas el mayor tiempo posible: en la ciudad, en el campo, en el baño, en el empleo. Jugar con ellas mucho rato todas las tardes, todas las mañanas, todos los días, en suma: entretenerlas lo mejor posible, entretenerlas hasta que, por distracción, algunas de entre ellas viren al poema”. Hay un libro aún no publicado, Diario del recluta, que escribió a fines de los años cuarenta mientras esperaba la revisión médica previa al servicio militar. “Habla de un pianista que dice que cuando él se sienta al piano programa los silencios con los que va a trabajar –explica el poeta–. Ya a esa edad, veinte años, me daba cuenta de la importancia del silencio.”

La bruma de ese período de sequía poética que padeció en la década del cuarenta no empaña los destellos de felicidad que irradian los ojos de Calveyra. “Me faltaba una conciencia poética, no estaba hecho. Me acuerdo de que a Mastronardi le gustó Alberdi, pero eso no quiere decir que los poemas que salieron después fueron logrados como ése. Eran años duros, era tan difícil saber con qué pie caminar. Tal vez había un exceso de querer; hay un poema en que se dice que el exceso de querer dañaba las cosas. No estaba urgido, justamente lo contrario, pero quería estar de acuerdo con lo que hacía. Fueron años de formación y cuando uno se forma, se hace lo que se puede. Diario del fumigador de guardia como planteo estaba bien, pero era un planteo para madurar poéticamente y no volver a fracasar. No quería pasar como un poeta folklorista.”

–El poeta que nació en Mansilla, en un pueblo, ¿era una mochila que le pesaba?

–Sí, y lo tenía muy claro. Y eso me habrá quitado mis noches de sueño, perdé cuidado. Pero ya está, no tengo ese problema, ahora tengo otros (risas). El problema de escribir bien, de escribir un buen poema, de que salga.

–En su último libro, Diario de Eleusis, se lee: “Escribo en presente, escrita esta página para tratar con presentes sucesivos, páginas que logren un libro en presente”. Esta necesidad de que el poema sea en “tiempo presente”, ¿estará relacionada con el hecho de vivir “entre” lugares: Entre Ríos y Francia?

–Sí, es vivir con los dos horizontes, el europeo y el de aquí, esa cuarta dimensión a la que, por suerte, estoy sometido. Y estoy encantado, no me molesta, no me cansa, no me disgusta, no me saca años, como las madres que les dicen a los chicos que no quieren comer: “me estás sacando la vida” (risas). Es estar siempre entre dos mundos, porque estoy allá, pero estoy aquí también. Espero no tener Alzheimer porque entonces se me va a acabar todo esto, porque estoy viviendo en un gozo continuo.

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Martes, 2 de Septiembre de 2008

La ficha
Poeta, novelista, cuentista, dramaturgo, Arnaldo Calveyra nació en Mansilla, provincia de Entre Ríos, en 1929. Se licenció en Letras en la Universidad Nacional de La Plata y a comienzos de la década del sesenta obtuvo una beca para su tesis sobre los trovadores provenzales en París, ciudad en la que reside desde 1961. Publicó los libros de poemas Cartas para que la alegría, Iguana, iguana, El hombre del Luxemburgo, Diario del fumigador de guardia, Libro de las mariposas, Maizal del gregoriano y Diario de Eleusis; la novela La cama de Aurelia; el libro de relatos El origen de la luz, y el ensayo Si la Argentina fuera una novela. Varias de sus obras de teatro, Latin American Trip, Moctezuma y Cartas de Mozart, fueron representadas en Argentina y en el extranjero. La mayor parte de su obra ha sido traducida al francés y editada por la editorial Actes Sud.


Martes, 02 de Septiembre de 2008
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Martes, 2 de Septiembre de 2008

LITERATURA › OPINION

El mundo como biografía






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Por Pablo Gianera y Daniel Saimolovich *

La poética de Calveyra, se ha dicho, desafía los géneros. Drama, narración, siempre poesía, su escritura se ensimisma en el ritmo e inventa una lengua utópica que procrea la relación adánica que mantiene con las cosas: todo lo que nombra parece nombrado por primera vez. La escritora italiana Cristina Ocampo observaba que quien haya tenido la suerte de nacer en el campo llevará consigo durante toda la vida la posesión de un lenguaje arcano y un despliegue musical de las frases. La poética de Calveyra parece haberse conformado de una vez y para siempre en esa matriz del habla entrerriana. Pero mientras que en su primer libro, Cartas para que la alegría (y aun antes, en Diario del fumigador de guardia, escrito hacia 1951 aunque publicado en 2002), Calveyra trabaja una retórica de breves frases rítmicas, en Maizal del gregoriano opta por formas más extensas, cercanas al versículo, y por el cultivo de un letanía ascética que remite a las inflexiones de los cantos entonados regularmente en el templo. Y aunque prescinde de los cortes de versos, el poema –cuyas frases se parecen engañosamente a la prosa– dota a cada palabra de una alta temperatura que se juega en el encuentro con el silencio, pero no de cualquier silencio: el silencio, si cabe, que le pertenece a esa palabra, que la rodea como a un objeto único.

Lo que asombra del castellano de Calveyra es que suena “cierto”, no literario; el más leve examen muestra que, con su viva raíz campesina, no es, empero, una lengua mimética del habla del campo ni de ninguna otra; es un habla –y especialmente una gramática– inventada, fruto a la vez del más fino oído y la mayor libertad inventiva: una cosa habilita la otra. Tal vez sea un efecto del hecho de que el español no es, desde hace muchos años, su lengua de comunicación cotidiana, o quizás algo inherente a su persona, o a su vocación de escritor: cada frase, pero también cada momento, persona y animal y planta, parece ser para él un ejemplar de una especie en extinción, parte de un juego donde la finitud es la prenda de una infinita seriedad y la novedad y la sorpresa las prendas de una pánica alegría. “Mete miedo –dice de él Cristina Campo, que lo conoció recién llegado a Francia—; transforma en alegría todo lo que toca.”

* Fragmento de El mundo como biografía, en Poesía reunida (Adriana Hidalgo).





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