viernes, 12 de abril de 2019

Paco Urondo: un poeta fuera del centro

Texto leído en la presentación del libro "Paco Urondo, biografía de un poeta armado", por Pablo Montanaro, el 11 de abril de 2019 en el salón azul de la Biblioteca Central Francisco P. Moreno de la Universidad Nacional del Comahue, en Neuquén.



Francisco Paco Urondo, un poeta desterrado


Gerardo Burton
geburt@gmail.com


Dice Pablo Montanaro en el prólogo de este libro que Francisco Urondo, a mediados de la década de 1980 era “un personaje sumamente atractivo pero al mismo tiempo desconocido, como si hubiera sido desterrado”. Ése fue quizás el derrotero de Urondo y de su poesía: estar fuera del centro.

Veamos: al principio, fue un poeta del Litoral argentino integrante del grupo que había elegido como maestro a un marginado por propia voluntad: Juan L. Ortiz. A tal punto era la elección de aquellos discípulos, que ese apellido es el último nombre de guerra que elegirá Urondo. En esa época fue titiritero, funcionario de cultura (ese oficio que hoy se denomina gestor y que no se sabe si hace trámites, inscribe patentes o distribuye bonos) y, sobre todo, poeta. De ese período habla abundantemente Montanaro.

Me interesa señalar algo que hará Urondo a poco de instalarse en la ciudad de Buenos Aires. Con otros poetas, artistas plásticos y teóricos del arte, integrará el grupo Poesía Buenos Aires, que reunía a la vanguardia de Arte Concreto-invención y otros ismos estéticos en pleno auge del peronismo. Habría que estudiar la relación causal entre esa posición artística y la desplegada por la fuerza política creada por Juan Perón en el poder, hacerla dialogar con posturas como la de Leopoldo Marechal o la de Daniel Santoro -el bueno-. Lo cierto es que en ese entonces -y quizás también ahora- la cultura oficial no toleraba al peronismo. En consecuencia, en los años 50, Urondo tomará distancia de todo aquello que se considere “cultura de masas”. Sin embargo, en la década siguiente, ya con una definición de su compromiso político, avanzaríaó hacia aquello que su poesía ya insinuaba: poner el cuerpo en la creación y en la acción. Así, comenzaban sus incursiones en los soportes más masivos de la industria cultural: la novela y el cuento primero; la televisión, el teatro y el cine después; la canción -la poesía musicalizada en su caso-. Y, hacia el final, llegó al fenómeno más amplio y abarcativo: el periodismo, que había iniciado en revistas y diarios comerciales y concluyó en los medios de prensa de Montoneros, la organización política a la que pertenecía.

Justamente en 1972, cuatro años después de la publicación de su obra reunida por De la Flor con el título “Todos los poemas”, se iniciará un largo hiato que habrá de ningunear su obra hasta 1999, cuando se reedita la novela “Los pasos previos”, y aparece en el Diario de Poesía, que dirige Daniel Samoilovich, una entrega especial sobre su vida y su poesía. Ya en este milenio, en 2010 Adriana Hidalgo publicará la obra poética completa prologada y editada por Susana Cella y posteriormente los cuentos, el teatro y los textos periodísticos.

Es importante lo ocurrido durante ese paréntesis. Su poesía permaneció oculta, con una circulación casi clandestina entre ediciones antiguas y agotadas hasta la aparición de la web y la multiplicación exponencial gracias a quienes la mantuvieron vigente. Es que internet ocupó, en cierto modo, el lugar que en otro tiempo tenían las fotocopias, las copias en carbónico mecanografiadas con errores y las ediciones borrosas por el uso o la intemperie. Y las versiones manuscritas, que de eso no hay que olvidar. Es que Urondo vivió ese ninguneo como un nuevo exilio, como el destierro del que hablaba Montanaro. Legitimado en las lecturas y en el seguimiento, en la proliferación de discípulos sin contertulio, Urondo permaneció excluido de la consagración en el papel, ese podio máximo al que aspiran quienes escriben. Sólo en estas dos primeras décadas del siglo volvió la reivindicación del poeta, la recuperación del intelectual que no dejó disciplina ni género sin cultivar porque no hubo donde no se entrometiera: los nuevos lenguajes, la poética de vanguardia, el revisionismo histórico, la revolución.

Repito, a riesgo de cansarlos: lo que ocurrió en esos más de treinta años entre 1976 cuando cae baleado en Mendoza y el fin de siglo significó otro margen para Urondo. Ya había transitado las periferias del Litoral, primero; de la vanguardia estética, después; de la vanguardia política en tercer término. Cierto, Montanaro no se ocupa -y él lo dijo reiteradamente- del análisis literario de la obra de Urondo. Pero esta biografía, construida por documentos, diarios y revistas, testimonios y la mirada de quienes estuvieron cerca de Urondo o apenas lo conocieron, como su hija Ángela, por ejemplo es, justamente, lo que hace desear leer su poesía. Es el beneficio de inventario que debemos a Pablo Montanaro: que su libro actúe como indicador, como señalador de una obra a punto de ser descubierta cada vez que se accede a ella.

Muchas gracias.



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