jueves, 16 de julio de 2015

Borges y Shakespeare, por Horacio González


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Borges y Marx

Por Horacio González *
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Jorge Luis Borges y William Shakespeare.
Continúa siendo un verdadero placer recorrer las últimas librerías de ocasión de Buenos Aires, que por extensión o hechizo seguimos llamando librerías de viejo. Días pasados, encontré a un precio oportuno el único y hoy “inconseguible” número de la revista Literatura y sociedad, que dirigían Sergio Camarda y Ricardo Piglia en 1965. Ha pasado mucho tiempo. Las páginas iniciales están dedicadas a analizar las relaciones entre los escritores y la política, y surge de la pluma de Piglia una mención al vínculo de lectura que unía a Marx con Balzac. Es muy conocido, ahora, el ejemplo que da Marx respecto de cómo leer a Balzac, no como un autor monárquico –que lo era–, sino como el autor de una reflexión sobre la vida bajo el capitalismo, sobre el poder del dinero y de la ambición de triunfo personal para iluminar las condiciones en que surge una sociedad de clases. Podemos considerar esta intervención de Marx sobre la literatura de Balzac como un módulo permanente (elijo deliberadamente la floja palabra módulo) para analizar el tema que no cesa.
Las múltiples relaciones entre la producción de grandes escritos y el sistema general de producción de diferencias sociales. En aquel año de 1965, que anunciaba tantas fisuras en la izquierda argentina, Piglia ya iniciaba sus reflexiones sobre Borges y Arlt. Del primero, ostensiblemente, se decía todo lo que era posible extraer del “módulo Balzac”. Súper conservador, además de aniñadamente arbitrario en política. Pero autor de los grandes relatos que revolucionaban la literatura argentina (y universal).
Hoy este laudo (“este módulo”) quedó establecido. Su núcleo permanece con una vigencia indirecta, pero siguiendo las sucesivas crisis teóricas del marxismo, se iban corriendo sus significaciones. Así, a veces el “Borges político” seguía determinando las opiniones literarias sobre su obra, y otras veces, las más, el peso de su aventura renovadora, hasta hoy difícil de definir por su absoluta condición revulsiva, definía todas las incógnitas sobre el ser social. En la muy buena introducción a su reciente libro Facundo o Martín Fierro, Carlos Gamerro examina este problema que resume en gran medida el problema Borges. ¿Puede un libro significar la posibilidad de predecir el rumbo de una realidad, anticiparse al proceso real, dirigir en tanto arte los acontecimientos históricos? Borges llamó “ficciones” no a la solución de este antiquísimo problema, sino a la posibilidad misma de hacerlo parte precisamente del arte de ficcionar. Se dirá que estas especulaciones son más adecuadas a la historia literaria, antes que para tomarlas en serio a fin de interpretar nada más ni nada menos que la historia social efectivamente transcurrida. Lo que sabía Hamlet, que el teatro (o sea, “el teatro dentro del teatro”) desencadenaba una veta de la verdad política, sería así un saber de nula operatividad social. No obstante, muy variadas evidencia contradicen esta simplificación.
Relaciono esta cuestión con la reciente aparición, en edición argentina, de la obra Literatura y revolución de León Trotsky. Conocido en castellano por ediciones anteriores (la de Jorge Abelardo Ramos), ahora se edita este libro con prólogo de Rosana López Rodríguez y Eduardo Sartelli, con una traducción directa del ruso anotada de Alejandro González. Es obra fundamental, y su publicación completa de enorme significación cultural. No es posible resumirla en todas sus dimensiones, de extraordinaria sutileza intelectual para la historia del siglo XX. Pero en lo que aquí nos interesa es un eslabón muy refinado del mismo “módulo Balzac”. ¡Hay que verlo a Trotsky, en reuniones de los numerosos grupos en los que se divide la intelectualidad soviética! Lo escuchamos allí, entre tantas cuestiones de principalísima actualidad, defendiendo una interpretación de la Divina Comedia del Dante no reducible a la sociedad en que se escribió, sino relacionada con la historia general del espíritu colectivo, donde el arte cobra una evidente autonomía y exige el reconocimiento de su carga enigmática. Lo decimos de una manera que no es igual a cómo la formula Trotsky. Pero acentuándole ciertos elementos y subrayando otros, estamos frente a reflexiones equivalentes a la Teoría Estética de Adorno. Y de alguna manera, cercana a las especulaciones del “primer Lúkacs”, antes de sus fingidas autocríticas. Lúkacs es lo que él mismo dice rechazar de sus escritos de juventud. Es la posibilidad misma de vivir en dos andariveles, o dicho de otra manera, entre dos legados a los que les es atribuible una naturaleza trágica. Ser “conservador” en cuestiones vinculadas a la teoría del conocimiento y revolucionario en cuestiones de crítica política general, donde debía regir una “ética de izquierda”.
¿Es posible ahora esta escisión entre conocimiento y ética? Evidentemente en esta interesante división del sujeto político perdura el gran tema de la lectura humanística (prefiero llamarla así) que nos hace disponer de grandes legados literarios para ver más iluminadamente una época. Es una cuestión que está en las más diversas conciencias, tanto en la afirmación de la Presidenta sobre la lectura del Mercader de Venecia de Shakespeare para entender a los fondos buitre, como en el debate de apariencia desdichada, sobre los empleos del texto borgeano como experimentación crítica. Son otras tantas manifestaciones del “módulo Balzac”, según lo viera Marx. Toda la gran literatura, aquella que según la expresión de Harold Bloom, “inventó lo humano”, está a nuestra disposición para que nos sirvamos de ella para interpretar la época que no es ajena, sino que también está constituida por los grandes mitos literarios: el nombre del Padre, el Traidor y el Héroe, el Pícaro que va al sacrificio inesperado por una gran causa a la que le era indiferente, el Político portador de una tragedia que desconoce, los hombres tomados por las redes del Mercado. Los profesionales de la mala interpretación política impugnarán a Shakespeare por el modo en que compuso a su Shylock, que es el hombre trágico moderno antes que un producto de los prejuicios de su creador (ver el gran libro de Eduardo Rinesi, Las máscaras de Jano). Los suplementos culturales de los grandes medios “se pondrán nerviosos” al percibir que sus interpretaciones flaquean ante el “Shakespeare latinoamericano” que se sitúa como personaje del ensayismo argentino, y ante el “Borges europeísta” que revela a cada paso que es heredado por inconcebibles lectores de la “razón populista”. Así como para Marx, Lúkacs, Trotsky y Piglia hubo un “módulo Balzac”, los nombres de Shakespeare y Borges son el nervio interno inalienable de nuestras mejores reflexiones político-literarias.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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