Gerardo Burton
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Ha llovido en Buenos Aires en estos días. Los mismos itinerarios, las mismas baldosas, los mismos árboles de siempre hoy están húmedos, como lustrados por el recuerdo del agua. En la ancha vereda de Iberá, frente al Club Social, Cultural y Deportivo Río de la Plata -que tiene los mismos colores que su homónimo en ese inglés aporteñado- hay dos colchones superpuestos, coronados por una vieja frazada marrón que dibuja un cuerpo dormido en plena tarde. De ese abrigo provisorio sobresale una zapatilla y, al ruido de los pasos, su compañera también asoma. Acaso desde la penumbra bajo la cobija, dos ojos estén observando. Lo cierto es que en esta ciudad muchos pobres habitan no-refugios. Ése es el verdadero no-lugar en Buenos Aires. Al día siguiente, casi a la misma hora, la garúa ya ha puesto en fuga al linyera siestero, que ahora está a las puertas del club quizá con la esperanza de conseguir algún resto del almuerzo reciente.
El circuito de cartonerías se ha restablecido. En Triunvirato, una pareja joven y un hombre algo mayor discuten frente a un canasto repleto de cajas de cartón desguazadas y apiladas, sostenidas por una cuerda que cortan con un cortaplumas para repartírselas y se van como hormigas con sobrecarga. Curioso botín. Los personajes parecen pertenecer a una historieta de ciencia ficción, ésas que transcurren en ciudades devastadas, donde los sobrevivientes empujan carritos de supermercado llenos de objetos enteros o en fragmentos, algo de ropa y pocos alimentos -generalmente sobras de comida chatarra- mientras tratan de ponerse a resguardo en zaguanes y portales de negocios vacíos ante probables ataques zombis. Aquí los zombis son la Gendarmería y las policías, la Federal y la de la Ciudad. Cormac Mccarthy no desentonaría en absoluto con un tango de Piazzolla y Ferrer.
En un jardín de Acassuso el dato es la azalea lila y blanca, que desborda de flores, obligadas a mirar el piso por la incesante lluvia. Las plantas esperan un poco de sol, algo que les quite tanta humedad en el umbral de la primavera cerca del río. En la estación todavía no abre la feria de antigüedades, pero falta poco. La bocina del tren interrumpe la recorrida y sigue su rosario de paradas donde pocos suben por el alto costo del boleto hasta llegar a la terminal fantasma sobre la avenida Maipú, a pocas cuadras de la Residencia de Olivos. Los negocios ya no existen; las escaleras mecánicas que hace tiempo no funcionan, ahora están clausuradas; en las paredes quedan restos de diarios viejos, que decoraban el bar al fondo, cerca de las escaleras. Sólo transitan estos corredores algunos pasajeros, los empleados del ferrocarril y policías uniformados y de empresas de vigilancia privada. Dan ganas de eliminar las ropas de color azul, marrón o negro. Son propias de ellos.
Dios compite con la propaganda oficial para ver quién está más presente. La cartelería tiene hegemonía amarilla, con mensajes amigables, fácilmente asimilables a los adjetivos o reacciones previstos en las redes sociales: genial, me gusta, pulgares arriba. Un optimismo estilo facebook. En especial se repite una publicidad del ex banco municipal, que ahora con la autonomía porteña es el de la Ciudad. La exhortación es ambigua, pero tiene ese tono cómplice que caracteriza a esta gente: “Si la vas a hacer, hacela bien”, dice el cartel sobre la calle Estomba. Desde el colectivo que, antes de cruzar Congreso, pasa por una esquina tapiada con una leyenda borroneada se puede leer una posible respuesta en dos líneas: “ACRI/ES ODIO” dice y uno reconstruye la M que falta. Lo escrito, escrito está, hubiera repetido hoy Poncio Pilato.
La opción a estos personajes mistongos son los obreros y las obreras, los hombres y las mujeres de Carpani. Clase trabajadora, de compañeros. Nada de apocalipsis posmoderno, ni de pensamientos débiles ni de no-lugares para los pobres. La fortaleza de los puños, del enojo, del resentimiento. Hacer del resentimiento un motor que termine con todo esto que se va asomando de una manera ominosa. Felipe Vallese desapareció en 1962 a los 22 años. Carpani fue el autor de un afiche duro, terrible para denunciar el hecho. El obrero resiste, en el retrato, desde el enojo, desde el resentimiento, desde la bronca por la injusticia. Hoy Carpani no está, pero los ojos jóvenes y la sonrisa inoxidable de Santiago Maldonado están en busca de dos cosas: aparecer con vida y un afiche que simbolice todo eso. Y castigar a los culpables. Otra vez.
Todavía se puede creer en la bonanza: los automóviles son recientes, casi flamantes. Tienen pocos años o pocos kilómetros. Los restoranes son todos gourmet y las comidas tienen más de artesanal que de industria, como la ropa. Las bicicletas amarillas recorren con confianza y alegría las sendas preparadas en la jungla. El deterioro tarda más en llegar aunque su preámbulo ya está escrito. En dos años, la deuda externa ya duplica a la que dejó la dictadura. El tiempo es veloz pero tarda en llegar a la sangre.
Con el Pampero volvió el sol a la ciudad. Rumbo a Villa Luro, por la loca carrera de colectivos por el metrobús, se suceden con rapidez los nísperos, los lapachos en flor, los gomeros y algún cedro asomado encima de los techos. En las veredas, tipas, jacarandáes y los ficus de verde brillante. Es como dijo -creo- Oliverio Girondo: en Buenos Aires, la pampa sigue abajo del asfalto.
En Interlunio, un libro de 1937, Girondo escribe sobre los límites de su ciudad. Dice que, a diferencia de las ciudades europeas, “en ciertos parajes por lo menos, termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera. Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que enfrentar con la pampa”. Eso pasa: el pavimento se enfrenta con la llanura en una lucha desigual y engañosa. Parece que triunfa el cemento pero no, es la pampa quien tiene la victoria. Siempre, como un mar subterráneo verde y luminoso, está ahí. Lo dice Girondo en “Campo nuestro”, un poema que recuerda el origen social -de cuidado, por supuesto- del poeta:
... Más que tierra
eres cielo,
campo nuestro.
Puro cielo sereno...
Puro cielo.
¿De tu origen marino no conservas
más caracol que el nido del hornero?
No olvides que el azar hinchó sus velas
y a través de otra mar dio en tus riberas.
...
Ya sólo es un silencio emocionado
tu herbosa voz de mar desagotado.
¡Qué cordial es la mano de este campo!
Sobre tu tersa palma distendida
¡quién pudiese rastrear alguna huella
que revelara el rumbo de su vida!
Tus mismos cardos, campo, se estremecen
al presentir la aurora que mereces.
…
Ritmo, calma, silencio, lejanía...
hasta volverte, campo, melodía.
Sólo el viento merece acompañarte.
...
Al galoparte, campo, te he sentido
cada vez menos campo y más latido.
Tenso y redondo y manso,
como un grávido vientre
virgen campo yacente.
Sin rubores, ni gestos excesivos,
—acaso un poco triste y resignada—
con el mismo candor que usan tus chinas
y reprimiendo, campo, su ternura,
—más allá del bañado, entre las parvas—
se te entrega la tarde ensimismada.
Pasan las nubes, pasan
—¿Quién las arrea?—
tobianas, malacaras,
overas, bayas;
pero toditas llevan,
campo, tu marca.
Dime, campo tendido cara al cielo,
¿esas nubes son hijas de tu sueño?...
…
Con sólo descansar sobre tu suelo
ya nos sentimos, campo, en pleno cielo.
—”¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?” —
”En mí perduraría tu presencia.”
Espera, campo, espera.
No me llames.
¿Por qué esa voz tan negra,
campo madre?
—”¿Es tu silencio mar quien me reclama?”
—”Ven a dormir a orillas de mi calma.”
Tú que estás en los cielos, campo nuestro.
Ante ti se arrodilla mi silencio. (https://www.youtube.com/watch?v=euOfCVcd72)
El poeta de Villa Luro tiene una tarjeta de presentación: “Victorio Veronese, experto en motores a explosión”, y en una de las paredes del ambiente que le sirve como escritorio cuelgan sus diplomas. Uno de ellos está firmado por Oscar Sbarra Mitre y otro confirma su pericia con los motores. Entre poemas y libros, entre el ajedrez y la computadora, entre recuerdos del poeta Smerling y anécdotas de otros y otras tantas -Eugenia Mugnani, Paulina Vinderman- que caminan y caminaron los bares de lectura en Buenos Aires, Veronese lamenta las peripecias que debe hacer para cobrar la pensión del escritor. Cada año, dice, esta obligación que debe pagar el gobierno de la Ciudad se convierte en un laberinto de burocracias cuyo premio mayor es cada vez menor. Entre inflaciones, ajustes y revisiones, la menguada pensión viene en declive sin red. Entonces va a protestar a una oficina donde ya no está Lombardi pero hay otros iguales o peores que él. Y Victorio pelea, y además resulta un abanderado de todos aquellos que no se le animan al gobierno de la Ciudad, sea porque lo votaron, sea porque el miedo no es zonzo y el disciplinamiento ya los está alcanzando. “Me piden a mí que los defienda y después los votan a ellos”, confiesa con desesperanza.
Es un gato entre la leña: se defiende a pura poesía, con sus novelas eróticas que promociona como disyuntiva -“decidí vos, provoca desde la faja, erotismo o pornografía”- y con las obras de teatro. Tiene tres en cartel y una nueva puesta en marcha.
Mira las plantas del patio, en el PH -esa edificación que sólo los porteños pueden definir- y dice que el buen tiempo viene con el visitante de la Patagonia. Es el Pampero, retruca el otro, que limpia todo en esta ciudad imposible. Así se termina la tarde de primavera. Veronese acompaña a su huésped hasta la puerta. Dice: a dos cuadras está la unidad básica de La Cámpora. Son unos pibes bárbaros. Voy siempre a conversar con ellos. Por la esperanza, ¿viste? Y se ríe, otra vez cómplice. (https://www.youtube.com/watch?v=M8rk2bETFeg - https://elpoetadepuesto.blogspot.com/2016/04/epistola-allen-ginsberg-por-victorio.html)
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