La Universidad de La Habana
Gerardo Burton
geburt@gmail.com
Trabajaba en una empresa textil en el barrio Alamar, en el municipio de La Habana Este. Quizás era la fábrica de toallas, o de guayaberas, que en enero de este año se convirtió en un centro cultural polivalente. Lo cierto es que durante el período especial, un eufemismo utilizado para designar la crítica etapa posterior a la caída de la Unión Soviética, Cary seguía empleada en ese establecimiento. La escasez de combustible que había restringido casi totalmente el transporte automotor, obligaba a los cubanos a movilizarse masivamente en bicicleta en su vida diaria.
Cada mañana, Cary pedaleaba los quince kilómetros entre el Vedado, donde vivía, y Alamar. Al llegar, debía ducharse en la fábrica y cambiarse de ropa para empezar su trabajo. Un día que iba cansada, cayó de la bicicleta y se fracturó la mandíbula. Los médicos le hicieron el mejor tratamiento posible con los elementos que disponían, pero le dijeron que en esas circunstancias de emergencia y carencias no convenía intervenirla quirúrgicamente. De ese episodio conserva una apenas perceptible asimetría en las mejillas.
Ella había estudiado diseño industrial, y en esa especialidad trabajó varios años, desde jovencita, en esa empresa que se inauguró en 1972. Alamar era un barrio creado en los últimos años de la dictadura de Batista en torno de complejos hoteleros de la mafia norteamericana donde las actividades más lícitas eran el casino y la prostitución que encubrían el lavado de dinero de negocios similares en los Estados Unidos. En esos años finales de la década de 1950, la mayoría de los terrenos ya había sido adquirida por especuladores inmobiliarios que esperaban mejoras para revenderlos a precios infinitamente superiores. El triunfo de la revolución congeló esas esperanzas: se construyeron viviendas para familias pobres o empobrecidas y finalmente se institucionalizó el sector con tres consejos populares, centros comerciales, fábricas, escuelas y barriadas. Se estableció una municipalidad y hoy es uno de los sectores más vitales de la capital cubana.
Mientras contaba esta parte de su vida, Cary quedaba mirando el ventanal de su casa, que da a las escalinatas de la Universidad de La Habana, un sitio histórico en el período pre revolucionario, y escenario de una gran represión de las fuerzas dictatoriales de Batista a una manifestación de estudiantes y obreros. Ella miraba los helechos, el maguey, las columnas de ese edificio neoclásico cuyas paredes recuerdan el esplendor de la Cuba colonial, la última perla del imperio español.
Miraba el edificio universitario, digo, y de pronto el recuerdo y la sonrisa iluminaron su cara. Estábamos hablando del Che y de su mausoleo en Santa Clara, una cripta que guarda sus restos y los de los guerrilleros que lo acompañaron en Bolivia. Y entonces Cary refirió que en los comienzos de la revolución los cubanos hacían jornadas de trabajo voluntario para contribuir a la economía y al despegue de la nación, acosada por el bloqueo norteamericano.
Una tarde, cuando estaban a punto de terminar el horario de trabajo, se produjo un tumulto: ruidos, voces, gritos. En medio de un grupo grande de trabajadores estaba el Che, entonces ministro de Industria de la Revolución. Era el atardecer, y el Che reía a carcajadas mientras conversaba y saludaba a los obreros. Cary debió subirse a los escritorios, como sus compañeras de la oficina, para poder ver qué hacía, qué pasaba.
Cuando terminó el turno vespertino, y comenzaba el nocturno, que era “el más duro, y al que nadie quería ir”, el Che apagó el cigarro, se arremangó y se puso a trabajar. No miraba a nadie, no hablaba con nadie, concentrado en su trabajo. A veces silbaba o cantaba, y sonreía. Estuvo así hasta el final, ya en la madrugada avanzada, casi al alba. Al cumplirse el horario, dejó los telares, saludó a los obreros y regresó a su despacho en el ministerio, cubierto su uniforme con la pelusa de los hilados.
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