lunes, 25 de julio de 2016

Evtushenko

Lectura de un poeta encontrado mágicamente en La Habana: Evgueni Evtushenko



Gerardo Burton
geburt@gmail.com


Cuando esa tarde entré en la Basílica de San Francisco, pensé que había un error en el programa. Anunciaban la lectura de Evgueni Evtushenko junto con otros poetas para la apertura formal del festival. Fue la primera vez que lo vi: alto como un álamo y tan vacilante en su andar como sólido en su verso, que horadaba el aire y flotaba en él.
No sabía que estaba allí, en La Habana; fue casi una aparición, como si de pronto se hubieran corporizado frente a ese altar en el caluroso atardecer Oliverio Girondo con su espantapájaros u Olga Orozco con sus guantes celestes para hacer café.

Casi no recuerdo el texto que leyó en ese momento, pero estoy seguro que se refirió a su amada Rusia o a la helada Siberia donde nació hace ochenta y tres años. Fue muy rara esa lectura: un oficio poético que establecía, sin inciensos ni aguas benditas, un espacio y un tiempo donde lo profano se metía en lo sagrado y viceversa. La poesía era un canto y tendía un puente entre una realidad y esta realidad, la actual. Y ahí estaba la magia, una dimensión que la mayoría de la gente que ocupaba los bancos seguramente negaría en virtud de la materialidad necesaria e ineluctable.
Lo cierto es que Evtushenko volvió a leer unos días después. En el Vedado, en el callejón del Poeta, que da la espalda al Cementerio de Espada, se instaló un escenario frente a varias hileras de sillas. Era de noche y los reflectores embestían con sus duras luces las paredes recién pintadas de amarillo y ocre, que oficiaban de telón de fondo. En el balcón de un edificio restaurado, un viejo en camiseta buscaba infructuosamente aliviar el calor de la noche de fin de primavera y en lugar de una conversación con sus vecinas se encontró con un recital de poesía. Algunos chicos corrían, otros, más grandes, se sentaban al lado de sus madres o hermanas mayores y escuchaban.
En el micrófono, Alberto Marrero, responsable del área poesía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, hablaba de la estrecha relación entre la isla y Rusia. Marrero, un poeta que estuvo varias veces en la Argentina invitado a festivales de poesía, es también narrador, ingeniero, coronel de las fuerzas armadas revolucionarias cubanas y veterano de la guerra de Angola.
Mientras presentaba a Evtushenko, recordó que hoy en día, en Cuba viven y trabajan más de 350 mil profesionales formados en la vieja Unión Soviética. Dijo que “el lazo que nos une con Rusia no es menor: hay un vínculo cultural extendido en el tiempo, y por eso hoy muchos de los que caminamos por las calles de esta nación, que trabajamos en diferentes disciplinas, fuimos formados allí. Somos del calor del Caribe, pero nos forjamos en el frío de la madre Rusia”. Y se entusiasmó: “somos medio millón de personas en la actualidad, por eso estamos tan unidos a ella en en política, en economía y, sobre todo, en cultura”.
Entonces Evtushenko, cuya altura y edad le conferían una aparente vulnerabilidad a su manera de caminar, anunció que iba a leer un poema sobre un amor primerizo, iniciático. Recordó cuando era un adolescente indisciplinado en un colegio de Zima, apenas terminada la guerra. El joven Evgueni tenía catorce, quince años escasos, pero su altura lo hacía parecer mayor; le otorgaba cierta contundencia y madurez ante el resto de sus compañeros y sobre todo en el mundo adulto.
Una tarde que iba caminando con un grupo de compañeros, se encontraron con una muchacha, una campesina. Se miraron, hubo algunas palabras, y él se retrasó, se separó del resto. La joven pensaba que Evgueni era mayor, de su misma edad. Esa noche la pasaron juntos, y él se enteró de la angustia de la mujer, que esperaba todavía a su marido en guerra. Ese amor desesperado intentaba sustituir al ausente, reemplazarlo, quizás conjurarlo. El rostro de Evtushenko era el del soldado lejano; su calor, el del amor añorado. A la mañana siguiente, cuando ella supo la edad de su compañero ocasional, lo echó, enojada. Pero él nunca olvidó a “ése, mi primer amor”, proclamó con nostalgia en la noche del callejón.
El día del cierre del festival de poesía, la reunión era en el estudio de Kcho, en el barrio Romerillo. En ese vecindario de obreros, de trabajadores, hace años había un taller mecánico de micros escolares abandonado; era casi un basurero. Allí, el artista instaló un centro cultural y laboratorio de arte que ofrece a chicos y jóvenes del lugar talleres de artes plásticas, danzas, poesía, narrativa, teatro y formación actoral y una biblioteca pública con acceso pleno a internet. Además, hay una muestra permanente de Wifredo Lam: grabados y dibujos sobre textos de García Márquez. Luego de una recorrida, en una de las plazoletas sobre la calle 120, que bordea el edificio, se hizo la lectura de poesía. Los que pasaban por ahí se sorprendían con el anciano de gorra vistosa que leía con su voz de río rumoroso, con un acento no identificable de inmediato. Un anciano cuyo apellido designa a un planeta descubierto en 1978 por astrónomos de Crimea. ¿El asteroide del Principito, quizás?
Resulta que el poeta es dueño -apenas- de su voz y menos de sus palabras, que la poesía le presta. Y la música de la poesía encarnó en el último poema que leyó: “Adiós, Bandera Roja”, un texto de orgullosa nostalgia por el pueblo ruso, su grandeza y su tozuda épica en las batallas que ha dado desde Stalingrado en adelante. Y finalizaba Evtushenko:

Tú, Bandera Roja nuestra, yaces en el charco de un mercado.
Prostituidos mercaderes te venden por divisas
Dólares, francos, yenes.
Yo no tomé el Palacio de Invierno del zar.
Ni asalté el Reichstag de Hitler.
Ni soy lo que llamarías un comunista.
Pero te acaricio, Bandera Roja, y lloro.

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