lunes, 14 de marzo de 2011

Largas a Vargas

Un interesante artículo de Horacio González. Además, se mete en el análisis literario de su obra.


El escritor peruano Mario Vargas Llosa publicó ayer en España y Argentina una columna en torno de la polémica suscitada por la invitación a inaugurar en Buenos Aires la Feria del Libro. En el texto, el Premio Nobel de Literatura alude a Horacio González, cuya carta inicial a la Fundación El Libro generó la discusión. Aquí, la respuesta del ensayista.
Por Horacio González *
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Como veo que usted ha escrito en El País y lo ha reproducido La Nación, algo que en ciertas épocas se llamaba un brulote, debo responderle. Pensé, Vargas, que todo estaba claro. Que la polémica que resta se haría de un modo adecuado. Escribo esta nota para seguir defendiendo que sea así, y para ello deberé insistir una vez más que donde usted, Vargas, ve barbarie, hay civilización. Entonces, daré largas a Vargas. Es cierto que mi primera carta se prestaba a interpretaciones de diversa intencionalidad (por eso, fue aclarada y para que quedara aún más clara, retirada por indicación de la Presidenta; había volado la imaginación de varios diarios y del propio Vargas Llosa, que recordó la censura de sus libros durante el gobierno militar, en una extrapolación que no la hubiera hecho mejor su estrambótico personaje, el locutor de La Tía Julia y el escribidor). Pero la carta, al decir “lo invito a reconsiderar” y otras expresiones parecidas, no intentaba dar ninguna indicación a las autoridades de la Feria contrapuestas a la presencia de Vargas Llosa, sino a seguir interpretando la inauguración como el espacio de la voz de escritores que evitaran las típicas efusiones de cruzados de una organización política, que ante cualquier crítica menor estallan al grito de “inquisición, inquisición”. Luego, bienvenida su charla. Está muy claro que nunca hubo una supuesta cruzada contra el cruzado, limitándole sus libertades al Sr. Marqués. Cualquier espíritu que sepa evitar las zancadillas del prejuicio, la arrogancia o la testarudez, sabe que no fue así. Pero es una pena que Vargas Llosa se deje llevar por sus relaciones peligrosas. Relaciones peligrosas es una novela del siglo XVIII escrita a través de epístolas. Algo me dice, pues, esta cuestión de las cartas. Acepto que aun siendo ellas ingenuas, pueden parecer aventuradas. El tema de aquella novela admite una descripción, el encanto del libertinaje, tema de Vargas Llosa. Ahora sé que también es tema del cual también debemos ocuparnos.

En sus cartas recientemente publicadas Vargas Llosa da prueba de su mala fe (pero poco sartreana en este caso), al creer que escribe contra censores y nacionalistas. Busca enemigos fáciles, a priori repudiados en el mundo globalizado en el que se mueve. ¿Qué peor que el inquisidor y el aldeano reducido a su necedad, el pobre individuo obturado por su cerrazón? ¿Contra eso discute usted, Vargas Llosa? Si es así, no es un polemista genuino, dispuesto a comprender razones y argumentos de sus contrincantes. Se mueve dentro de grandes cli-shés despojados de espesura, esos que le festejan las derechas mundiales. No vacila, en la cumbre de su fervor por la bravata –una fruición que domina a la perfección, pero con una superficialidad que en general no tienen sus novelas–, en arrojarnos a Ernesto Guevara o a Alberdi como inculpación, y al universalismo democrático y republicano como cartilla que no poseeríamos. ¡Meras argucias del pobre polemista mal informado!

Cuando usted escribió la saga de Roger Casemet, un alma conversa que pasa de su condición de agente humanitario del Imperio Británico hasta tornarse representante juramentado del Alzamiento protagonizado por la Hermandad Republicana Irlandesa, había demostrado mayor sensibilidad hacia las ideologías del siglo, los tormentos espirituales de los hombres combatientes o los rasgos mesiánicos de las raras criaturas antiliberales que pueblan el retablo revolucionario. Se dirá que el novelista promueve un interés especial por figuras que condenará en cambio el polemista de derecha, y que las dos esferas están separadas. Cierto, pero asombra la ligereza con que actúa con personas que no conoce, cuyo pensamiento no ha consultado, montándose así en previos eslabones de desprecio solventados por el grupo Prisa. En efecto, todo es muy rápido. No podemos comprender que como novelista alguien atienda bien las múltiples conciencias de sus personajes, y como polemista sea un prejuicioso señorcito, munido de sus certezas cortesanas, sin saber el significado real del episodio que lo involucra, paseándose por el mundo impartiendo condenas episcopales y dando cátedra sobre cómo fingirse víctima y actuar como un damnificado, que no lo es. No sabíamos cuánto le gustaban Alberdi y Che Guevara, señor Vargas Llosa, si no lo hubiéramos invitado a alguna mesa redonda sobre estos temas. Pero entonces allí sería necesario considerar diversas cuestiones. Nuestro universalismo parte efectivamente del concepto de pueblo-mundo de Alberdi, expresado en oportunidad de su oposición a la guerra contra Paraguay y la simultánea guerra Franco-Prusiana. Habría que ver qué piensan sus actuales amigos sobre esos puntos. No es el mismo universalismo del abstracto cosmopolitismo globalizado, sino que es el internacionalismo con atributos libertarios, que en nuestro caso mucho inspiramos en un Jorge Luis Borges, estación que queda muy lejos de la parada Vargas Llosa.

Le informo, mi amigo, que la Biblioteca Nacional de la Argentina, entre sus tantos linajes histórico-literarios (el morenista, el groussaquiano, el nacional-popular democrático), cultiva el de Borges, especialmente en lo que se refiere al tratamiento de las fantasmagorías complementarias de la historia. Hay una de ellas, la del “tema del traidor y del héroe” que usted, Sr. Vargas Llosa conoce bien, pues en él se inspira para escribir El sueño del celta. A condición de que esa circularidad de figuras contrapuestas no paralice la historia, es un buen ejercicio ético para cultivar una prudencia esencial para juzgar los grandes caracteres del movimiento social. Si Vargas Llosa sabe de esto, ¿por qué insiste en un juego menor de considerarse la víctima que no es, el censurado que no es, el perseguido que no es, el humillado que no es y, en última instancia, el liberal que no es? Sí, porque el liberalismo, tradición ideológica compleja, incluye la consideración absoluta por los argumentos que surgen del Otro, de ahí que las grandes filosofías del siglo XX son filosofías del Otro en diálogo trascendente con las filosofías del liberalismo de otras épocas.

Me refiero a las grandes herencias del hegelianismo, el marxismo, la fenomenología, el existencialismo, el psicoanálisis lacaniano, y sin duda también de Heidegger, cada uno con sus diferencias y dificultades. No hacen otra cosa que replicar en variados ambientes históricos las grandes conquistas antiabsolutistas del liberalismo revolucionario. La conversión incesante a la que Vargas Llosa somete a sus personajes y opiniones, lo hace hoy un protagonista especial de la transformación del liberalismo de la alteridad (y algo de eso sabía cuando le escribió su buena carta a Videla para pedir por los escritores desaparecidos) en un liberalismo repleto de astucias aprendidas en los laboratorios de una derecha internacional poco afecta al debate, pero insaciable en la invención de villanos y esperpentos con los que sería pan comido debatir. No somos eso, Sr. Vargas. Si desea discutir, cuando dé sus conferencias entre nosotros, trate de afinar sus argumentos para que no sean simples fachadas con las cuales confundir a las buenas conciencias sobre los gobiernos populares que usted busca debilitar. Lo escucharemos de todas maneras, pero lo preferimos en su mejor agudeza antes que en su enunciación chicanera. No le hace bien quedar a un nivel inferior a la de las más débiles “zonceras” que el escritor argentino Arturo Jauretche supo criticar con ironía.

Si se le pudiera decir algo a Vargas Llosa –a su sensibilidad de novelista, no de articulista mal informado– le indicaríamos que deje de inventar hombres infames y réprobos, prefabricados en el laboratorio creado por alquimistas duchos en moldear marionetas como contrincantes, con las que les sería fácil discutir y derrotar sin la molestia del argumento. Si aun no le molesta argumentar, Sr. Vargas, ensaye hacerlo con nosotros, que no somos lo que usted caricaturiza sin resguardar estilo ni cuidado. El buen liberal, si no es excesivamente de derecha, dice que el ser es lo que es, pero que puede cambiar. Usted, como liberal, parece en cambio un arrebolado dialéctico de las catacumbas más atrevidas: el ser no es lo que es y es lo que no es. Y así, le gusta debatir contra espectros de su propia imaginación y encima se convierte en guevarista. Se lo festejamos. Cuando ofrezca sus conferencias quizás tendrá oportunidad de aclararnos tantas confusiones, y si se lo permite su papel de monarca en el Olimpo desde los que manda sus rayos de Júpiter sin averiguar de qué se trata, acaso se anime a debatir estos temas sin recurrir a injurias, que no lo favorecen, pues incluso el arte de injuriar requiere estar antes bien informado. Relea los consejos de Borges al respecto. O vea cómo debatieron, escribieron y formularon un universalismo desde su circunstancia peruana, José Carlos Mariátegui o César Vallejo. Confío, Vargas, que no los haya olvidado.

Fuimos nosotros los que dijimos que lo respetábamos como novelista, no sólo las suyas de los inicios, sino también las de su madurez. Es que tuvimos en cuenta para eso la condición amplia del lector contemporáneo, el lector que a pesar de ser buen custodio de sus propias exigencias, también se entrega a las obras bien planeadas y escritas, aunque salidas de un gabinete de recursos y géneros que ya no reservan sorpresas mayores. Si nos colocamos en las posiciones más rigurosas, es evidente que este es su caso, al ofrecer ahora una novelística para un lector abstracto internacional, facturada con buenos recursos, pero ajena a la aventura de las lenguas que se piensan a sí mismas en su argamasa interna de disonancias y experimentaciones.

Ahí, nos permitimos dudar de que usted siga frecuentando los horizontes de la gran novela –las de Faulkner, Conrad o Flaubert que esgrimiera en sus primeros escarceos–, sustituidas apenas por las técnicas del buen artesano. Créanos, Vargas Llosa, abra su escucha a quienes no sólo no lo censuramos ni lo injuriamos, escuche a quienes bien lo hemos leído y decidimos entablar una discusión con usted; no asemeje su labor literaria en lo que le queda de elegante, bien resuelta, sin duda ingeniosa, con los atributos del panfletista desflecado (adjetivo de David Viñas), que ve amenazas inexistentes, horrorosos nacionalismos, inquisidores atrabiliarios y otras yerbas del bestiario del ciudadano exquisito. ¿Nosotros atados a los postes restringidos de cualquier cierre cultural? No, amigo mío: somos hijos de José Martí, universalista latinoamericano, y de José Lezama Lima, poeta irredento. Nunca nadie quiso impedir sus conferencias; ahora le pedimos que las dé si es posible con los temas de este debate, que se informe adecuadamente sobre las ideas que trata de embestir, y una vez cumplido, que trate de exponer caballerescamente sus ideas, como en otros tiempos supo hacerlo. La ciudad que todos deseamos ver sin el mundo viscoso de las órdenes y oscuros poderes que usted caracterizó y criticó muy bien en sus primeros escritos, lo espera para un digno debate. No se hurte de él con esas fáciles prisas por el agravio inútil.

* Ensayista.

viernes, 11 de marzo de 2011

A propósito de Varguitas


Consideraciones sobre la repercusión de la invitación a Mario Vargas Llosa a inaugurar la próxima Feria del Libro en Buenos Aires.


por Gerardo Burton

La controversia generada por la invitación al escritor nacido peruano y nacionalizado español Mario Vargas Llosa a inaugurar la próxima edición de la Feria del Libro en Buenos Aires, un megaespacio de exhibición y venta de libros y objetos más o menos conexos, habilitó una discusión antes impensada por lo masivo sobre política cultural y negocio editorial.
El primer aspecto observado es que la elección recae en uno de los autores-éxito del conglomerado de editoriales extranjeras que, desde poco más de una década atrás, adquirió los principales sellos nacionales y concentra más del 80 por ciento del negocio en la actualidad. En ese lote no es menor la presencia del Grupo Prisa, propietario, además, del diario El País, notorio opositor a la política del gobierno de la Argentina. Esto dicho sin formular un juicio de valor sobre Vargas Llosa ni sobre su derecho a expresarse como se le antoje.
Pero en segundo plano aparece una discusión de fondo que tiene que ver con considerar al lenguaje como un recurso natural y como un medio de producción que contiene a la literatura pero la trasciende. El lenguaje abarca a todo lo que se hace con las palabras dichas, oídas, escritas, leídas, pensadas, recordadas, sentidas.
En palabras organizadas circula el idioma: a través de radios, diarios, televisión, revistas, libros, teléfonos, teléfonos celulares, la web, correos electrónicos, mensajes de texto. Los medios son incontables, siempre son más. El lenguaje atraviesa y es atravesado por toda la realidad: la política, la cultura, la sociedad, la economía. El lenguaje es un medio de producción sin opresores ni oprimidos, pero que expresa (y denuncia) quién es quién en este juego. Por lo tanto, se puede hablar también de resistencia cultural.
Porque se trata del castellano que se habla en este país, del castellano que se escribe (si se puede) y del que se utiliza (o utilizaba) para traducir idiomas extranjeros. También se trata de cómo y qué se escribe, esto es, si un texto (preferentemente en prosa) es reconociblemente escrito en la Argentina, en el Uruguay, en Chile, o da lo mismo que se escriba en París, Roma, Londres, Bombay, Buenos Aires o Madrid. Es decir, se trata de la forma de hablar, de la forma de escribir y de la forma de leer, y de cuál es el castellano que se utiliza como código, el de la ve corta o el de la uve, por ejemplo.
Para los autores y para los lectores no es menor este planteo. Entre los primeros, los hay al menos de dos clases: los narradores y los poetas. Estos cultivan un género que no ingresa ni siquiera en el horizonte lejano de los planes editoriales, a menos que se trate de algún monstruo sagrado. Sus obras circulan por autoedición, publicaciones que ellos mismos pagan o nadan en la web, en blogs y páginas más o menos diagramadas.
Pero en el caso de los narradores, la cuestión tiene connotaciones más económicas, por no decir de mercado. Hay formatos expresos o implícitos que las editoriales vía los suplementos literarios y culturales inoculan. Aunque no parezca deliberado, se impulsa la utilización de un castellano (le dicen español) neutro, carente de modismos y alejado de todo color local. Ese lenguaje es una caricatura del habla, de la misma manera que son caricaturas esos adolescentes globales uniformados con patinetas, gorras de beisbolista, camisetas multicolores y una jerigonza rapera de dibujo animado doblado al castellano.
Un poco más abajo hay otra pelea: la disputa por el idioma no es menor. No se está hablando aquí de bienes espirituales sino de productos industriales. Tan así es que la Real Academia Española decidió el año pasado uniformar la ortografía según la península ibérica y más, según el centro de España, Madrid y sus arrabales. A la manera de nuevas carabelas timoneadas por las fundaciones de las grandes empresas españolas (Telefónica, Repsol), los diccionarios, los fondos de las editoriales más importantes, los suplementos y revistas literarias y culturales, que trabajan como propaladores de esas compañías, y las instituciones de difusión del “español”, constituyen una nueva avanzada de adelantados sobre estas costas. Esta vez la depredación será con la lengua, que es designada casi universalmente como la única patria que queda a los pueblos, ahora que los territorios ya no definen la nación y las fronteras se diluyen.
Vale citar como ejemplo un artículo aparecido a finales de febrero en el suplemento económico del diario Clarín (I-Eco) titulado “Seseoso Rico, Seseoso Pobre: cuánto vale el idioma español”. Su autor, Sebastián Campanario, refiere una encuesta realizada por una investigación de la Universidad del Cema sobre el ingreso medio anual de los hispanohablantes.
Así, clasificando en diez regiones el mundo de gente que habla castellano (castellano peninsular, peninsular estándar, andaluz-canario, mexicano-centroamericano, caribeño, andino moderno, andino tradicional, chileno, rioplatense y paraguayo), pudo determinar que el ingreso anual promedio de toda la zona hispanoparlante es de 13.568 dólares. Este valor es un 153,26 por ciento superior en la zona del español peninsular estándar; y un 61,72 por ciento inferior en la zona del español paraguayo, que es la que tiene menor ingreso per cápita. Para quienes hablan la modalidad “rioplatense”, el ingreso es levemente superior al promedio: 14.702 dólares por año. Los que hablan con la zeta tienen un ingreso anual promedio de casi 34 mil dólares, que representa el 291 por ciento más que el promedio de los hablantes seseantes (los que pronuncian la zeta como ese). Esta curiosa distribución también refleja acaso las prioridades del mercado editorial en el momento de definir los lectores, y así se definen los rasgos de uniformidad de la escritura.
En España, hay grupos y fundaciones (Asociación del Progreso del Español como Recurso Económico, Eduespaña) que consideran que el idioma aporta el 15 por ciento del Producto Bruto Interno del reino. Existe, entonces, una mentalidad empresarial que abreva en el neoliberalismo pero que también pretende imponer con criterios neocoloniales su particular visión de la lengua en congresos, foros, academias y, sobre todo, mercados.

jueves, 3 de marzo de 2011

Racismo, Sociedad y Política en Argentina




Por Rubén Américo Liggera*
(para La Tecla Eñe)


Desde la invasión española en América el prejuicio racista tiene que ver con las relaciones de poder político y de control económico y social. Es decir que, desde el fondo mismo de la historia, en nuestra Argentina, hemos vivido períodos de violencia que fueron variando de forma y virulencia según las circunstancias.
Los hijos de la tierra fueron sometidos por la maquinaria bélica europea para efectivizar su insaciable rapiña en las minas de Potosí. Más al sur, la Ciudad de los Césares no fue más que un espejismo. Sin embargo, el criollo, descendiente de aquellos pueblos originarios hacia los días de la independencia no formaba parte de la gente “decente” o “vecinos” con capacidad de decisión. Pero como siempre el pueblo “quiere saber de qué se trata” se hizo presente en la plaza para presionar a los cabildantes.
Los esclavos traídos desde Africa por traficantes ingleses y portugueses hasta Colonia del Sacramento, a falta de explotaciones intensivas se transformaron por estas costas en diligentes sirvientes de la burguesía comercial rioplatense.
Indios, negros y criollos pobres en el Río de la Plata conformaron la escala social más baja de la sociedad. Y aunque la Asamblea del XIII había terminado con la esclavitud los afroamericanos continuaron siendo discriminados.
Políticamente, descendientes de estas clases sociales apoyaron luego la causa federal; ante participaron activamente en los ejércitos libertadores. Leales al “partido americano” vistieron la divisa punzó en las guerras civiles contra los representantes del “partido europeo”. La chusma iletrada, los gauchos, los indios, negros y mulatos advirtieron prontamente que Rosas y los caudillos provinciales eran los líderes populares que representaban sus intereses contra el centralismo porteño.
Desde 1820 a 1852 la taba cayó suerte y a veces culo para el paisanaje y sus conductores, pero el período rosista significó en los hechos el más alentador para las clases bajas. Civilización versus barbarie fue el denominador común de intensas y diversas maneras de enfrentamiento entre los defensores de un federalismo popular y un centralismo elitista.
Después de 1853, ya dictada la Constitución Nacional, las guerras intestinas continuarán hasta mucho después de la anexión de Buenos Aires a la Confederación Argentina. La llamada “organización nacional” se conquistará a sangre y fuego, total, para educados como Sarmiento la sangre de gaucho no valía un pito…
“Gobernar es poblar” fue el lema generacional imaginado por Alberdi. La inmigración europea, entonces, irá conformando en el imaginario argentino aquello que dice que “descendemos de los barcos”. Acerca de este mito nacional del “crisol de razas” resulta muy esclarecedora la investigación de Ezequiel Adamovsky en Historia de la Clase Media Argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003 (Bs. As., 2009)
Adamovsky habla de un “ciudadano ideal” en estos términos: ”Todos estos mensajes/ culturales, implícitos y explícitos/ (…)realizaron verdaderas ´operaciones de clasificación´ que apuntaban a crear o reforzar jerarquías sociales y contrarrestar los vínculos de solidaridad que se estaban creando entre gente de diferente condición y los sueños de una vida nueva que a menudo los acompañaban. Parte de estos mensajes involucraron la creación y difusión de una imagen del argentino ´ideal´, un modelo de lo que cada uno debía ser y cómo debía comportarse. El ciudadano ´correcto´ era el que dedicaba sus mayores esfuerzos a su bienestar material y al progreso de su familia”…Era el que accedía a determinado nivel de consumo, era capaz de comportarse como alguien “civilizado”, participaba en política correctamente. En esta sociedad machista (otra forma de discriminación agregamos nosotros) la mujer ocupaba en este ideal un lugar secundario ocupándose del hogar. Y concluye este pasaje: ”Así, se nos hizo visible en varias ocasiones, que la norma del argentino ´ideal´ estaba modelada a partir de las características de los grupos sociales de cierta posición y de piel blanca, contraponiéndose implícitamente con la de los trabajadores manuales, los más pobres, los incultos´, los menos ´decentes´ y los de tez morena”(…)”Y ya que la Argentina era un país de inmigración y de cultura europea, los argentinos de verdad tenían (N de la R: subrayado del autor) que ser blancos”(pp.86-87)
Adamovsky nos irá mostrando en esta obra esclarecedora cómo el sistema educativo implementado por la Generación del ´80 trató de domesticar a las masas populares; cómo los medios contribuyeron a la conformación de una imagen del “deber ser” social de nuestra “clase media” que –por diversas razones- al fin y al cabo no sería más que una “identidad subjetiva”, asegura.


La irrupción del peronismo a mediados del siglo pasado ciertamente significó una fenomenal ruptura del orden social establecido por las clases dominantes. La chusma, la negrada, los cabecitas, los “grasas”, las mujeres se hicieron ahora visibles y “naide es más que ninguno”. Imperdonable. Perón y Evita, íconos del proyecto nacional y popular encarnado por el justicialismo a mediados del siglo pasado serán estigmatizados de mil maneras por el poder, ahora seriamente amenazado.
“Algo había sido violado. ´La chusma´, dijo para tranquilizarse….´hay que aplastarlo, aplastarlo´, dijo para tranquilizarse. ´La fuerza pública´, dijo, ´tenemos toda la fuerza pública y el ejército´, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”. Así culmina “Cabecita negra” (1961), ese cuento magistral de Germán Rozenmacher que mostró como ninguno qué significó para amplios sectores de clase media el ascenso de los trabajadores con el peronismo. Esa necesidad de diferenciarse de las masas populares más que nada por cierto nivel educativo, su origen europeo y el color de su piel. Porque desde el punto de vista económico no son más que “trabajadores de cuello blanco”, asalariados calificados, imitadores de hábitos y costumbres de las clases superiores. De allí esa compartida “identidad subjetiva” que mencionamos arriba citando la investigación de Adamovosky.
Y curiosamente, fue el peronismo quien permitió el ascenso social de estos grupos sociales aliados a los “demócratas” que luego retrotrajeron sus conquistas sociales a condiciones de décadas anteriores; pero además, en nombre de la “libertad” persiguieron, silenciaron, reprimieron y fusilaron a grandes mayorías del pueblo argentino. En fin, después de 1955 perdimos todos. Irremediablemente.
Pero no aprendimos de la experiencia histórica. Cada tanto reaparecen expresiones racistas y xenofóbicas.
La fiesta neoliberal de los ´90 produjo la más feroz recesión social de que se tenga memoria en Argentina. Miles y miles de excluidos y desocupados salieron a las calles para reclamar trabajo y dignidad. Organizaciones sociales y sindicales cortaron calles y rutas a lo largo y ancho del país. Los “piqueteros” son la cabal representación de una década de infamias y humillaciones para el pueblo trabajador. Hasta la clase media se sintió agredida al verse pauperizada y en vertiginoso descenso.
Hace pocos días-en un contexto muy diferente- los sucesos del Indoamericano y Albariños mostró hasta el paroxismo, debido a la multiplicación mediática, cuánto de discriminación y violencia anida en nuestra sociedad.
Leña, muerte a los villeros, que se vayan los perucas, bolitas y paragüas. Basta de mantener a esos vagos que no quieren trabajar, no fomentemos la vagancia. “¡Qué país generoso!”, le dice una mujer-maestra ella-a otra frunciendo la cara en la cola del cajero del banco. Compartían la fila con los negros, feos y sucios que esperaban cobrar la Asignación Universal. (Doy fe. Fui testigo involuntario esa violencia verbal, de ese acto despreciativo en boca de personas que para mejorar sus ingresos trabajan doble turno en las escuelas, según sus propios dichos y que no era mi intención escuchar)
“El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía liberal y democrática, muestra hasta qué extremos el prejuicio impregna nuestras racionalizaciones. Reconocer en él, en el provinciano, al hijo del país, a una de nuestras partes, significa lisa y llanamente aceptar el viejo conflicto entre capital y provincia, entre unitarios y federales, entre ejército regular y montonera, entre gobierno patriarcal y gran puerto fenicio. Es algo que está más allá de las racionalizaciones del pequeño burgués, liberal y democrático, presionado por su realidad económica, por su desmesurado sueño de grandeza, por su deseo de ingresar, económica y espiritualmente, a la clase alta. Obsesionado por su status, por su apellido gringo, por su falta de tradición, se siente, en su rechazo al cabecita negra, aliado a los que mandan. Ellos y él, por fin, tienen algo en común. Sin embargo, esto no deja de ser una ilusión. Ser diferente, ser gente, ser bien, significa no tener nada en común con ese intruso, que nos recuerda un origen humilde, de trabajo, de pequeñas humillaciones cotidianas. En. esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo. ´Ahora tendrán que trabajar´, dice en 1955, a la caída de Perón. ´Los negros volverán a la cocina´ hubiera dicho cien años antes, después de Caseros” (Ilustrativo y siempre vigente análisis de Pedro Orgambide, revista Extra, 1967)
Estas actitudes explican de alguna manera el apoyo que recibió el denominado ”campo” en su corcovo destituyente cuando el gobierno nacional osó meterle la mano en el bolsillo (el más sensible de los órganos del ser humano, claro)
Aceptémoslo. En Argentina existieron y existen actitudes racistas. Por acción u omisión. No importa. Pero vale la pena ponerlo en palabras. A modo de exorcismo o de reto intelectual.
Desde 2003 hasta ahora, impulsados por un modelo neodesarrollista con justicia social, se han vuelto a visibilizar los sumergidos de nuestra historia. Y eso otra vez molesta, genera rechazo, odio, resentimiento. Saca lo peor de nosotros. Se justifican ligeramente la represión y la violencia contra los negritos, los villeros, los inmigrantes, los homosexuales.
Pero el color de la piel, el género, la elección sexual, en última instancia esconden tensiones sociales que cuando encuentran situaciones favorables se patentizan. La política, no por casualidad, es el vehículo más apto para su injusta permanencia en el tiempo o su paulatina solución de acá en más.
Depende de qué partido tomemos.

* Poeta y periodista