viernes, 27 de septiembre de 2013

El absurdo creador



Jean Cohen, teórico de la poesía, es autor de dos obras: Structure du langage poétique (Flammarion/Champs, 1966) y Le haut langage (Flammarion, 1979). El segundo se reeditó en José Corti en 1995, poco después de la muerte del autor. Este artículo apareció en Les Inrockuptibles (número 13) en ocasión de esa reedición.

por Michel Houellebecq


Structure du langage poétique (Estructura del lenguaje poético) cumple los criterios de seriedad de la Universidad; lo cual no tiene por qué ser forzosamente una crítica. Jean Cohen observa en su libro que la poesía se permite considerables desviaciones comparada con el lenguaje prosaico, ordinario, el que sirve para transmitir información. Emplea constantemente epítetos no pertinentes (“crepúsculos blancos”, Mallarmé; “negros perfumes”, Rimbaud). No se resiste al placer de lo obvio (“No lo desgarres con tus dos manos blancas”, Verlaine; el espíritu prosaico se ríe burlón: ¿acaso ella tenía tres?). No le asusta cierta inconsecuencia (“Ruth pensaba y Booz soñaba; la hierba era negra”, Hugo; dos notaciones yuxtapuestas, señala Cohen, cuya unidad lógica no se entiende demasiado bien). Se complace con deleite en la redundancia, proscrita en prosa con el nombre de repetición; un caso límite sería el poema de García Lorca Llanto por Ignacio Sánchez Mejías,, en el que las palabras “cinco de la tarde” aparecen treinta veces en los primeros cincuenta y dos versos. Para establecer su tesis, el autor lleva a cabo un análisis estadístico comparativo de textos poéticos y textos en prosa (para él, el colmo de prosaico –cosa muy significativa- son los escritos de los grandes científicos de finales del siglo XIX: Pasteur, Claude Bernard, Marcelin Berthelot). El mismo método le permite comprobar que la desviación poética es mucho mayor en los románticos que en los clásicos, y aumenta todavía más en los simbolistas. Uno, intuitivamente, ya se lo olía; no obstante, es agradable verlo demostrado con tal claridad. Cuando acaba el libro, uno está seguro de una cosa: el autor ha señalado ciertas desviaciones características de la poesía, sí; ¿pero a qué tienden todas esas desviaciones? ¿Cuál es su objetivo, si es que lo tienen?

Después de varias semanas de travesía, avisaron a Cristóbal Colón que la mitad de los víveres se habían terminado, y no había señales de que estuvieron acercándose a tierra. En ese preciso momento, su aventura se convierte en algo heroico: en el momento en que decide continuar hacia el oeste sabiendo que ya no hay posibilidad humana de retorno. Ya en la introducción de Haut langage (Lengua alta), Jean Cohen señala sus cartas: va a apartarse de la mayoría de las teorías existentes sobre la naturaleza de la poesía. Lo que hace la poesía, nos dice, no es añadir cierta música a la prosa (como se creyó durante mucho tiempo en la época en que todos los poemas tenían que ser en verso); tampoco es añadir un significado subyacente al significado explícito (interpretación marxista, freudiana, etc.). Ni siquiera es la multiplicación de significados secretos, ocultos bajo el primer significado (teoría polisémica). En resumen, la poesía no es la prosa más otra cosa: n es algo más que la prosa, es otra. Structure du langage poétique termina con un atestado: la poesía se desvía del lenguaje corriente, y se desvía cada vez más. Una teoría nos viene naturalmente a la cabeza: el objetivo de la poesía es establecer una desviación máxima, quebrar, deconstruir todos los códigos de comunicación existentes. Jean Cohen rechaza también esta teoría; todo lenguaje, afirma, asume una función de intersubjetividad, y el lenguaje poético no escapa a esta regla: la poesía habla del mundo de otra manera, pero no cabe duda de que habla del mundo tal y como los hombres lo perciben. Y, exactamente en este punto, Cohen decide correr un riesgo considerable: porque si las estrategias de desviación de la poesía no son un objetivo en sí mismas, si es verdad que la poesía es más que una búsqueda o un juego de lenguaje, si es cierto que intenta instituir una palabra distinta sobre la misma realidad, es que nos enfrentamos a dos visiones, irreductibles, del mundo.
La marquesa salió a las cinco y diecisiete; podría haber salido a las seis treinta y dos; podría haber sido duquesa, y haber salido a la misma hora. La molécula de agua se compone de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. El volumen de las transacciones financieras ha aumentado notablemente en 1995. Para librarse de la atracción terrestre, un cohete debe desplegar durante el despegue una energía directamente proporcional a su masa. El lenguaje prosaico organiza reflexiones, argumentos, hechos; en el fondo, organiza sobre todo hechos. Acontecimientos arbitrarios, pero descritos con enorme precisión, se entrecruzan en un espacio y un tiempo neutros. Cualquier aspecto cualitativo o emotivo desaparece de nuestra visión del mundo. Es la perfecta realización de la sentencia de Demócrito: “Lo dulce y lo amargo, lo frío y lo caliente, el color, no son más que opinión; la única verdad son los átomos y el vacío”. Texto de una belleza auténtica pero restringida, que recuerda inevitablemente la famosa “escritura Minuit”, cuya influencia se deja notar desde hace sus buenos cuarenta años, precisamente porque corresponde a una metafísica democritana que sigue siendo mayoritaria; tan mayoritaria que a veces se confunde con el programa científico en general, cuando lo cierto es que éste sólo firmó con ella un pacto circunstancial –aunque el pacto haya durado varios siglos- para luchar contra el pensamiento religioso.
“Cuando el cielo bajo y bochornoso pesa como una tapadera…” Este verso terriblemente cargado, como tantos versos de Baudelaire, intenta algo muy distinto a transmitir información. No sólo el cielo, sino el mundo entero, el ser de aquel que habla, el alma de aquel que escucha se impregnan de angustia y de opresión. Aparece la poesía; el significado práctico invade el mundo.
Según Jean Cohen, el objetivo de la poesía es generar un discurso fundamentalmente a-lógico, donde se suspenda cualquier posibilidad de negación. Para el lenguaje informativo, lo que es podría no ser, o ser de otro modo, en otro poéticas tiempo o lugar. Al contrario, las desviaciones poéticas intentan crear un “efecto de ilimitado donde el ámbito de la afirmación se apodere de todo el mundo y deje subsistir la excepción de la contradicción. Esto aproxima el poema a las manifestaciones primitivas como el lamento o el grito. Cierto que el registro es muy amplio; pero, en el fondo, las palabras y el grito son de la misma naturaleza. En la poesía las palabras vibran, recuperan su vibración original; pero no se trata de una vibración exclusivamente musical. A través de las palabras, la realidad que éstas designan recupera su poder de horror o de fascinación, su pathos original. El azur es una experiencia inmediata. De igual modo, cuando cae la luz del día, cuando los objetos pierden sus colores y sus contornos y se funden lentamente en un gris que poco a poco se vuelve más oscuro, el hombre se siente solo en el mundo. Esto es verdad desde sus primeros días sobre la tierra, desde antes de que fuera hombre; es mucho más antiguo que el lenguaje. La poesía intenta recuperar estas percepciones inquietantes; por supuesto, emplea el lenguaje, el “significante”; pero considera que el lenguaje sólo es un medio. Una teoría que Jean Cohen resume en esta frase: “La poesía es el canto del significado”.
Resulta entonces comprensible que llegue a desarrollar otra tesis: ciertos modos de percepción del mundo son poéticos en sí mismo. Todo lo que contribuye a disolver los límites, a hacer del mundo un conjunto homogéneo y mal diferenciado, está impregnado de fuerza poética (es el caso de la bruma, o del crepúsculo). Ciertos objetos tienen un impacto poético, no en tanto que objetos sino porque al agrietar mediante su mera presencia la delimitación del espacio y del tiempo, inducen un estado psicológico especial (y hay que reconocer que sus análisis sobre el océano, la ruina o el navío son perturbadores). La poesía no es solamente otro lenguaje; es otra mirada. Una manera de ver el mundo, todos los objetos del mundo (tanto las autopistas como las serpientes, las flores o los aparcamientos). En esta fase del libro, la poética de Jean Cohen ya no tiene nada que ver con la lingüística; se relaciona directamente con la filosofía. (Nota del bloguero: disolución de bordes y contornos/no hay fronteras, no hay límites: ápeiron).
Toda percepción se organiza sobre una doble diferencia: entre el objeto y el sujeto, entre el objeto y el mundo. La nitidez con la que uno se enfrenta a estas distinciones tiene profundas implicaciones filosóficas, y no es arbitrario distribuir las metafísicas existentes a lo largo de esos dos ejes. Según Jean Cohen, la poesía opera  una disolución general de las referencias: objeto, sujeto y mundo se confunden en una misma atmósfera patética y lírica. Al contrario, la metafísica de Demócrito lleva esas dos distinciones a su máxima claridad (una claridad cegadora, la del sol sobre unas piedras blancas un mediodía de agosto: “No hay nada más que átomos y vacío”).
En principio, la causa parece concluyente, y la poesía condenada como residuo simpático de una mentalidad prelógica, la del hombre primitivo o la del niño. El problema es que la metafísica de Demócrito es falsa. Precisemos: ya no es compatible con los datos de la física del siglo XX. En efecto, la mecánica cuántica invalida cualquier posibilidad de metafísica materialista, y conduce a revisar de arriba abajo las distinciones entre el objeto, el sujeto y el mundo.
En 1927, Niels Böhr propone lo que se ha dado en llamar “la interpretación de Copenhague”. Producto de un compromiso laborioso y a veces trágico, la interpretación de Copenhague hace hincapié en los instrumentos, los procedimientos de medida. Otorgando pleno sentido al principio de incertidumbre de Heisenberg, establece nuevas bases para el acto de conocimiento: el hecho de que sea imposible medir simultáneamente todos los parámetros de un sistema físico con precisión, no sólo se debe a que éstos se vean “afectados por la medida” sino, sobre todo, a que no existen independientemente de ella. Por lo tan, hablar de su estado anterior no tiene ningún sentido. La interpretación de Copenhague libera el acto científico al hacer que la pareja observador-observado ocupe el lugar de un hipotético mundo real; permite volver a fundar la ciencia en general como medio de comunicación entre los hombres sobre la base de “lo que hemos observado, lo que hemos aprendido”, para usar las palabras de Böhr.
En conjunto, los físicos de este siglo han seguido siendo fieles a la interpretación de Copenhague; lo cual no es una posición muy cómoda. Desde luego, en la práctica cotidiana de la investigación, la mejor manera de progresar es atenerse a  un enfoque positivista duro, que puede resumirse así: “Nos conformamos con reunir observaciones, observaciones humanas, y con ponerlas en correlación mediante leyes. La idea de realidad no es científica y no nos interesa”. A pesar de todo, a veces debe de resultar desagradable darse cuenta de que no hay modo de formular con un lenguaje claro la teoría que uno está elaborando.
En este punto, vemos esbozarse extrañas comparaciones. Hace mucho tiempo que me sorprendió darme cuenta de que los teóricos de la física, cuando se alejan de las descomposiciones espectrales, los espacios de Hilbert, los operadores de Hermite, etc., en los que se basan sus publicaciones, rinden un insistente homenaje –cada vez que les preguntan- al lenguaje poético. No a la novela policíaca, ni a la música serial: no, lo que les interesa y les perturba es, concretamente, la poesía. Antes de leer a Jean Cohen, no conseguía entender por qué; al descubrir su poética, fui consciente de que algo estaba ocurriendo, sin lugar a dudas; y que ese algo estaba relacionado con las proposiciones de Niels Böhr.
En la atmósfera de catástrofe conceptual provocada por los primeros descubrimientos cuánticos, llegó a sugerirse que sería oportuno crear un nuevo lenguaje, una nueva lógica o ambas cosas. Es evidente que el lenguaje y la lógica antiguos se prestaban mal a la representación del universo cuántico. Sin embargo, Böhr era reticente. La poesía, subrayaba, prueba que la utilización sutil y parcialmente contradictoria del lenguaje corriente permite superar sus limitaciones. El principio de complementariedad planteado por Böhr es una especie de gestión sutil de la contradicción: se introducen simultáneamente puntos de vista complementarios sobre el mundo; cada uno, por separado, puede ser expresado sin ambigüedad y en lenguaje claro; cada uno, por separado, es falso. Su presencia conjunta crea una situación nueva, incómoda para la razón; pero lo podemos acceder a una representación correcta del mundo a través de ese malestar conceptual. A su vez, Jean Cohen afirma que el empleo absurdo que la poesía hace del lenguaje no es un fin en sí mismo. La poesía rompe la cadena causal y juega constantemente con la potencia explosiva del absurdo; pero no es el absurdo. Se trata del absurdo creador, creador de un sentido diferente, extraño pero inmediato, ilimitado, emocional.