miércoles, 27 de octubre de 2010

Miradas y debates con el castellano en el foco

Del encuentro que se realizará en el Centro Cultural Parque España, en Rosario, participarán Noé Jitrik, César Aira, Alan Pauls, Luis Chitarroni, Aníbal Jarkowski, Alberto Fuguet, Fabrizio Mejía, Ignacio Echevarría y Sergio Ramírez, entre otros.
Por Silvina Friera

Alan Pauls participará de una conferencia junto a Susana Zanetti y Horácio Costa.“Si hay cielos y climas propicios a la imaginación, como los de Grecia e Italia, deben contarse entre ellos los del Nuevo Mundo.” Así comenzaba el crítico argentino Juan María Gutiérrez la famosa América poética (1846), antología de la poesía hispanoamericana considerada como el primer proyecto literario de emancipación americanista. En el crepúsculo del siglo XIX, Rubén Darío resumió lo que significó el modernismo por estos pagos: “Tuvimos que ser políglotas y cosmopolitas, y de todos los pueblos nos viene la luz”. Desde las sombras de este relato, se podría objetar que algunas culturas se esmeraron más que otras en construir sus tradiciones, hibridando lo europeo con las cosmogonías, mitos y rituales de sus fértiles raíces indígenas. Muchos cielos y climas –el Modernismo, las vanguardias poéticas de los años ’20 del siglo pasado, los narradores del boom de fines de los ’60– galvanizaron las ansias de autonomía y libertad. Las literaturas nacionales –chilena, cubana, argentina, uruguaya, mexicana, colombiana y peruana, entre otras–, se articularon al compás de la necesidad de diferenciarse entre sí. En sus osamentas textuales conservan la aprehensión y rechazo hacia la literatura española. No se requiere escarbar muy lejos ni muy hondo para dar con esta tensión constitutiva. En 1988, Octavio Paz planteó, con ánimo de polemizar, que la falta de tradición crítica en estas tierras se debía a que en el orbe hispánico las luces habían brillado por su ausencia.

El Bicentenario resulta una excusa propicia para reflexionar sobre la constitución de las literaturas nacionales en América y su proyección hacia el siglo XXI, justamente en momentos en que otra vez, “la madre patria”, a través de su imponente y tentadora industria editorial y sus grandes premios, parece actuar como un contradictorio imperio en el que los nuevos escritores americanos quieren ser reconocidos y al que, simultáneamente, fantasean con conquistar. El ámbito para debatir estas cuestiones será el Primer Encuentro Internacional Literaturas Americanas: 200 Años Después de la Emancipación Política, que arranca mañana en el Centro Cultural Parque España, en Rosario, y que contará con la participación de Noé Jitrik, César Aira, Alan Pauls, Luis Chitarroni y Aníbal Jarkowski; el chileno Alberto Fuguet, el mexicano Fabrizio Mejía, el español Ignacio Echevarría y el nicaragüense Sergio Ramírez, entre otros escritores y críticos del continente.


Deseos renovados

“El americanismo ligado a la promesa de América como lugar de realización de ciertas utopías tuvo momentos fuertes en el siglo pasado, especialmente desde la Reforma Universitaria de 1918, y encontró una inflexión poderosa en los años posteriores a la Revolución Cubana, en los que, contra toda la evidencia que brindaban las situaciones reales en muchos países, se confiaba en que América latina sería, en un futuro que parecía estar al alcance de la mano, la tierra prometida de una sociedad más justa”, repasa María Teresa Gramuglio, quien inaugurará este Primer Encuentro, organizado por el Programa Bicentenario de la Municipalidad de Rosario y el Centro Cultural Parque España/Aecid. “Me temo que el título de mi conferencia, ‘Los deseos renovados del americanismo’, pueda generar expectativas de esa dimensión. No es así: me refiero al estricto campo de los estudios literarios, para destacar el abandono de las grandes aspiraciones totalizadoras y el trabajo riguroso con procedimientos comparatistas sobre interrelaciones literarias entre diversos países latinoamericanos. Salir del ensimismamiento habitual del estudio de literaturas nacionales encerradas dentro de sus fronteras para proyectarlas sobre el espacio más amplio de otras literaturas, incluidas las europea y estadounidense, sería un modo de realizar eso que llamo deseos renovados del americanismo, algo a lo que muchos de nosotros no estamos dispuestos a renunciar”, aclara la investigadora y docente de la Universidad Nacional de Rosario, autora de numerosos trabajos sobre Leopoldo Lugones, Manuel Gálvez, Juan L. Ortiz y Juan José Saer, entre otros.

–Sarmiento, Echeverría y Alberdi se plantearon cómo escribir en castellano sin ser español. Esta tensión que se prolonga de un modo diferente a doscientos años de la emancipación política, ¿en qué cuestiones, zonas o planteos la percibe como mayor intensidad?

–A doscientos años de la emancipación política, el castellano sigue siendo la lengua en que se escribe la corriente central de las literaturas latinoamericanas. Pero, ¿qué castellano? Ya no es el mismo: ha pasado por todas las transformaciones que el uso introduce en las lenguas. Ha pasado, además, por la máquina de las traducciones, que por otra parte muestra a las claras, sobre todo cuando provienen de Barcelona, la diversidad del castellano en la misma España. Las tensiones hoy son otras; algunas internas, debido a la vitalidad de lenguas y dialectos autóctonos; o externas, como la hibridación del castellano de los migrantes latinoamericanos en países extranjeros. Aun con tantas diferencias, retornan las embestidas al uso del castellano en América, sea proclamando la necesidad de expulsarlo para escribir poesía, sea imaginando una especie de complot (la pasión por las visiones conspirativas es inextinguible) entre editoriales, empresas e instituciones españolas, con apoyo de las universidades estadounidenses, para apropiarse de la lengua castellana en una operación cultural equivalente a las de las políticas imperiales de apropiación de los recursos naturales. Sin embargo, se sabe que, desde el romanticismo, todas las innovaciones de la literatura latinoamericana –el modernismo, las vanguardias, la novela latinoamericana del boom–, se escribieron en castellano. Sería más acertado recordar que todo gran escritor inventa un lenguaje dentro de su propia lengua: eso hicieron tanto James Joyce o Stéphane Mallarmé como Rubén Darío, César Vallejo u Oliverio Girondo. No la expulsa, la reinventa. La del complot me parece una visión muy unilateral, que no contempla el reverso innegable de esas supuestas expropiaciones: la apropiación del castellano que hacemos los latinoamericanos, hasta el punto de convertirlo en un signo de identidad transnacional que revierte sus usos e innovaciones sobre el castellano peninsular. A causa de este trabajo ya dos veces secular, el castellano es hoy una de las grandes lenguas contemporáneas, hablada, leída y entendida, con todas sus variantes, por millones de personas en más de dos continentes.


Contactos rioplatenses

Menudo problema plantea el asunto de la literatura rioplatense y sus textos clásicos. Especialmente si se tiene en cuenta una de las provocaciones de Fogwill, quien solía proclamar que la literatura argentina se debería extender 250 kilómetros más allá de la costa para llegar hasta Montevideo, porque tenían que entrar Mario Levrero y Felisberto Hernández. El escritor uruguayo Pablo Casacuberta, invitado a la II edición del Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), criticaba las “buenas intenciones” del escritor argentino. “Con todo respeto, no veo por qué Levrero tiene que integrar la literatura argentina”, cuestionaba Casacuberta. “Yo no preciso convencerme de que Borges era un poco uruguayo para apreciar su relevancia. Lo valoro simplemente por ser Borges. La literatura argentina es enorme, riquísima, llena de proyección universal. No necesita que se le agreguen 250 kilómetros en ninguna dirección, por más nobles que sean los motivos propuestos para ese ensanchamiento. Levrero no era un entusiasta de los sentimientos nacionales y solía decir que detrás del énfasis excesivo en la identidad solían esconderse todo tipo de monstruos ideológicos.”

La uruguaya Hortensia Campanella, directora del Centro Cultural de España en Montevideo y responsable de la edición de las Obras completas de Juan Carlos Onetti, recoge el guante. “No soy partidaria de los nacionalismos extremos ni en la literatura ni en ningún otro campo. Todos conocemos bien las boutades de Fogwill, llenas de afecto hacia lo uruguayo, por otra parte. Pero comparto con Casacuberta que la riqueza de las literaturas nacionales no necesita de ‘extensiones’. Borges pertenece a la literatura argentina aunque sea universalmente admirado, le gustara mucho visitar Montevideo y esté enterrado en Suiza. Onetti y Felisberto pertenecen a la literatura uruguaya aunque ambos hayan trabajado en la Argentina en distintos momentos de sus vidas. ¿Vamos a considerar a Onetti español porque vivió veinte años en Madrid, fue publicado, premiado y homenajeado por los españoles, e incluso se haya contagiado al final de su vida por cierto vocabulario madrileño? Indudablemente que hay zonas de contacto entre las culturas de la Argentina y Uruguay, y eso no debe suscitar malestar, sino aceptarse como un enriquecimiento mutuo.”

Campanella no anda con chiquitas a la hora de polemizar. “Aunque acabo de reconocer zonas de contacto, no hablo de literatura rioplatense”, corrige esta amable dama. “Hay zonas de contacto en la literatura urbana; pero no encuentro relaciones entre la obra de Héctor Tizón y la de Rafael Courtoisie, por ejemplo.” El crítico Nicolás Rosa dijo en una conferencia que aquello que se nombra como literatura argentina o literatura uruguaya no era otra cosa que la literatura rioplatense o de las dos orillas del Río de la Plata. Si entonces la afirmación provocó malestar, más allá de un territorio común de temas o tonos, de ciertas inflexiones compartidas, la nomenclatura “literatura rioplatense” continúa clavando, más o menos soterradamente, su aguijón de incomodidad. ¿Cómo dialogan las generaciones sucesivas de escritores uruguayos y argentinos con esta suerte de “santísima trinidad” conformada por Borges, Arlt y Onetti? “Luego de cierta ola de mimesis por parte de las nuevas generaciones, creo que hoy en día se los lee y admira como clásicos que son”, sintetiza Campanella.


¿Somos incapaces?

Lenguas en conflicto –lenguas y dialectos de la literatura americana– será otro de los ejes del debate. El jesuita y antropólogo español Bartomeu Melià cuenta que gracias a una publicación reciente de Unicef y Aecid, Atlas sociolingüístico de pueblos indígenas en América Latina (2009), se puede tener un panorama bastante exacto y detallado de las lenguas y su situación actual. “Hay 522 pueblos-naciones indígenas en nuestros 21 países. Se usan y hablan 420 lenguas indígenas; sólo en Brasil son habladas hoy 218 lenguas originarias, en México 67, en la Argentina 30, en Paraguay 20. El quechua se habla en 6 países andinos. La población indígena en Bolivia alcanza el 62 por ciento del total”, recuerda el especialista las principales cifras de ese panorama. “Es cierto que la casi totalidad de Estados latinoamericanos desconoce la realidad de sus propios países y sus políticas siguen siendo una amalgama de ignorancia y desprecio al respecto”. Autor de numerosos estudios de etnohistoria guaraní y etnolingüística –resultado de sus trabajos de campo en los pueblos guaraníes del Paraguay, Brasil y Bolivia–, Melià cree que los pueblos indígenas poco pueden esperar del Estado. “Pero se están fortaleciendo muchos de ellos al apreciar su lengua, hablarla, robustecerla mediante el registro de sus propias tradiciones y enseñanza en sus escuelas, que dicho sea, han sido y son todavía la mayor amenaza a las cultura de esos pueblos”, advierte el autor de Elogio de la lengua guaraní. “Muchos países de América latina que no sobresalimos por nuestro interés en aprender otra lengua, exigimos de los indígenas que sean bilingües o incluso abandonen su lengua. Ahí está uno de los mayores conflictos”, anticipa el antropólogo.

En este presente en que se pondera un capitalismo globalizado con algunas lenguas estandarizadas como mascarón de proa comunicacional, ¿cómo se multiplica conciencias sobre la importancia que tienen las lenguas más débiles o frágiles? “No hay lenguas débiles ni frágiles; hay, sí, pueblos indígenas a quienes se les ha despojado de sus territorios, se les han deforestado sus selvas y enajenado sus recursos naturales”, responde Melià. “Aun así, no conozco un pueblo indígena que no esté abierto a aprender otra lengua para relacionarse con los demás; no se oponen al bilingüismo, y muchos son trilingües y cuatrilingües; pero se pueden contar con los dedos de una mano los ‘nacionales’ que aprenden una lengua indígena. ¿Somos incapaces?” El formidable interrogante que arroja el antropólogo español es un cross a la mandíbula de unos cuantos políglotas que no tienen en la punta de sus lenguas ni un par de palabras en guaraní, quechua o aymara. “En muchos aspectos el sistema de un Estado plurinacional y plurilingüe ha venido para quedarse definitivamente”, confirma Melià sobre la experiencia que promueve Evo Morales en Bolivia. “Queda la rémora de siglos de opresión ideológica que ha querido desconocer la realidad lingüística. Es cierto que hay problemas, porque falta práctica en el desarrollo del nuevo plan; hay exageraciones, por lo que oigo, y reivindicaciones tal vez apresuradas. El establecimiento de autonomías socioculturales y políticas parece una salida. El camino está abierto. La conquista colonial sólo es consumada cuando se ha conquistado la lengua; por eso muchos pueblos indígenas inician su política y su lucha por el mantenimiento y desarrollo de su lengua. No todos, por desgracia.”
Autoficciones






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Por Martín Prieto *

En 1888 Juan Valera firmó en Madrid una carta dirigida a Rubén Darío, que acababa de publicar Azul en Chile, que comienza diciendo: “Todo libro que desde América llega a mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad, pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de usted, apenas comencé a leerlo”. El interés y la curiosidad de Valera eran finalmente satisfechos por un libro de autor americano, publicado en América, que trasuntaba un cosmopolitismo que no se encontraba entonces en “ningún hombre de letras de la Península”. La novedad modernista, entonces, no lo era sólo en América, de donde era oriunda, sino en España también. Este episodio extraordinario en la historia de las literaturas en lengua española es el que cierra –temporariamente– las tempranas polémicas acerca de la fundación, en América, de las literaturas nacionales, inmediatamente después de las revoluciones independentistas, pues sobre esa matriz desafiantemente cosmopolita de Darío se inscriben todos los manifiestos del cosmopolitismo americano de fines del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX: el más famoso, “El escritor argentino y la tradición”, de Jorge Luis Borges. Sin embargo, en los años ’60, dos fenómenos de orígenes independientes –la aparición de dos avasallantes generaciones de novelistas hispanoamericanos y el impulso en España de una política editorial dispuesta a recuperar el mercado hispanoamericano– volvieron a convertir a la vieja metrópolis, de una manera no lineal, en un nuevo centro de legitimación de las literaturas americanas.

A partir de 2000, la caída del PBI en casi todos los países latinoamericanos, y el entonces esplendente crecimiento del español –en ese momento ubicado por encima de casi todas las potencias históricas europeas– generó un nuevo impulso migratorio de las viejas colonias a España y buena parte de la literatura americana también su mudó a España. Atraídos por los grandes premios, los encuentros, las editoriales, los suplementos culturales de los diarios, muy rápidamente los escritores de América se familiarizaron con España. Algunos, inclusive, se fueron a vivir allá. Pero esta vez, al revés de lo que sucedió en los años del boom, los nuevos escritores americanos no contribuyen a crear un mercado, sino que se suman a uno completamente consolidado, son sus beneficiarios y por lo tanto se someten a sus leyes. Entre ellas, la declinación, por parte de los autores americanos dispuestos a integrarse al mercado mundial –al que hasta hoy sólo accederán a través de España–, de los presupuestos de sus respectivas tradiciones nacionales –presentes sobre todo en temas, personajes y lenguaje– a favor de una literatura lo menos nacional posible, de un español neutro, desmarcado, y de temas o asuntos que podrían suceder en cualquier parte del mundo o que, siendo nacionales, han tenido la suficiente circulación y repercusión internacional como para ser propios ya de la aldea global. Estos pueden ser desde la aggiornada serie de los dictadores latinoamericanos hasta la guerra de Malvinas, pasando, claro está, por las recesiones económicas de principios de siglo, que fueron, por otra parte, las que dieron origen al renovado vínculo entre las literaturas americanas y española, convirtiéndose de este modo en singulares autoficciones del fenómeno.

* Escritor, director del Primer Encuentro Internacional Literaturas Americanas.

(Publicado en Página/12, el 27 de octubre de 2010)

lunes, 25 de octubre de 2010

Una nota y entrevista a Josefina Ludmer: "No se puede pensar en categorías estáticas"

Por Silvina Friera

En la mesa familiar siempre se cuenta la misma anécdota. El buen pibe –hijo de inmigrantes judíos a quien mandaron a estudiar medicina a Córdoba– mira las prolijas y enormes arcadas y los extensos pasillos que rodean una plazoleta interna. No está allí –con 18 años, a fines de la primera década del siglo pasado– para deleitarse con el paisaje de la manzana jesuítica. Hay densidad en el aire que se respira; estalla la Reforma Universitaria. El buen pibe está enlazando la estatua del obispo Trejo junto con otros jóvenes. Intenta tirarla. Lo agarran y lo echan a patadas de la facultad. Su hija, Josefina Ludmer, resume la historia como las aves migratorias que desarrollan un agudo sentido del tiempo al volar de un presente a otro. Como buena hija de su padre, se encargará de desmontar otro tipo de momias sagradas. ¡El fin secreto, la ganancia y el beneficio perseguidos por la especulación es dar la vuelta al mundo! La entonación exclamativa de este enunciado está en las primeras páginas de Aquí América Latina (Eterna Cadencia), extraordinaria pieza que conecta, superpone, sobreimprime y fusiona lo real y lo ficticio, lo público y lo privado, la crítica y la literatura, todo lo pensado y modelado por la insaciable avidez intelectual de la prestigiosa crítica, que acaba de recibir el Doctor Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires. El último y esperado texto de Ludmer invita a sumergirse en un itinerario de lecturas, encuentros y conversaciones –diseminados en su placentero diario sabático– que interrogan el hilo de una suposición.

“El mundo ha cambiado –supone la crítica–; estamos en otra etapa de la nación, que es otra configuración del capitalismo y otra era en la historia de los imperios. Para poder entender este nuevo mundo (y escribirlo como testimonio, documental, memoria, ficción), necesitamos un aparato diferente del que usábamos antes. Otras palabras y nociones, porque no solamente ha cambiado el mundo sino los moldes, géneros y especies en que se lo dividía y diferenciaba. Esas formas nos ordenaban la realidad: definían identidades y fundaban políticas y guerra.” La batalla de Ludmer en este libro subtitulado “Una especulación” es buscar palabras y formas para ver y oír algo del nuevo mundo. Advertido desde el principio, el lector no se encontrará con un “ladrillo” tradicional de la crítica literaria, de ésos que queman las pestañas con solo mirarlo de lejos. La autora usa –según explicita en la introducción– “la literatura como lente, máquina, pantalla, mazo de tarot, vehículo y estaciones para poder ver algo de la fábrica de realidad”. Este gesto implica descartar la lectura por categorías como obra, autor, estilo, escritura y sentido. El sistema de exploración de Ludmer coloca el acento en los modos de fabricación de la realidad en la imaginación pública. “Todos somos capaces de imaginar, todos somos creadores, como en el lenguaje igualitario y creativo de Chomsky –subraya–. Así especula la especulación desde América latina.” Así especula Ludmer –“la agitadora del tiempo”–, fusionando temas o conceptos aparentemente antagónicos –“realvirtual”, “realidadficción”, “públicoprivado”–, desarticulando oposiciones y clasificando temporalidades y sujetos globales –Héctor Libertella, César Aira y Sergio Chejfec– en una de las cuatro posiciones del sistema literario que ella inventó: los experimentales, los resistentes, los “hiperliterarios del 2000”.

La tentación de plagiarla es fuerte; de plagiar una interjección que intercala en su nuevo libro cada vez que se encuentra con amigos –Héctor Libertella, Luis Chitarroni, Tamara Kamenszain, Martín Kohan y Cristian Ferrer, entre otros– o cuando en la “realidadficción” de la serie televisiva Okupas encuentra la temporalidad de lo cotidiano. ¡Felicidad! Ludmer llega tan fresca y sonriente –como siempre– al bar de nombre piazzolliano, próximo al Jardín Botánico. El formato de su libro es la yuxtaposición de dos modos de hacer crítica. La primera parte –titulada “Temporalidades”– pone a prueba su propia imaginación con retazos de un diario verdadero que llegó a tener 500 páginas y que empezó a trabajar acá, en ese año cero que fue el 2000, cuando se tomó un año sabático de la Universidad de Yale (Estados Unidos), de la que ahora es profesora emérita. La segunda parte –“Territorios”– explora el espacio para desatar los nudos de algunos de los conflictos centrales de América latina. “Lo fundamental del libro es que propone una reflexión en movimiento y no pensar con categorías estáticas. ¿Cómo plantear una reflexión en movimiento? Bueno... hay que moverse”, dice Ludmer.

–En América latina, especular para usted es tomar una posición estratégica crítica. ¿Sería también un modo de “negarse a perder”?

–No (piensa). Especular es tener un pensamiento no puro; me refiero a la relación con el primer mundo, cuando se dice que no hay filosofía en América latina, como si no pudiéramos pensar por estar en una posición subalterna. Especular es propio de lo marginal que tiene la región; es una crítica a cierto pensamiento argentino que intenta ponerse al mismo nivel de Europa o de Estados Unidos, literariamente hablando.

–¿Especular sería, entonces, la tentativa de pensarse latinoamericano, por ejemplo?

–Sí. La idea es pensar por imágenes, como si fuera, por un lado, un pensamiento bastardo, y por otro lado un pensamiento que puede ser más moderno, más avanzado que otro tipo de reflexión. Percibo que en las ciencias sociales, también en la literatura, es difícil pensarse latinoamericano en la Argentina.

–¿Cómo explica esa dificultad?

–El problema es que se percibe solamente desde afuera; cuando estás sumergido acá, no lo ves. Cuando vivís afuera y te tratan como latinoamericano, “sudaca”, latino o hispano son los otros los que te definen. Entonces tomás conciencia. Por eso el movimiento del diario es que yo vengo al país y después me voy. La idea era marcar un sujeto actual y ciertas posiciones como “adentroafuera”; posición fronteriza que me interesaba reflejar en el diario, y en la literatura también porque está todo el tiempo, por lo menos en la literatura que llamo “post Aira”, un escritor que plantea un antes y un después. Y quise ponerme yo también en esa posición fronteriza. Por más que ahora se dice que América latina está saliendo muy bien de la crisis económica, sigue siendo considerada una región emergente y sigue respondiendo a esa clasificación. Dicen que los países emergentes están saliendo bien de la crisis, pero son países emergentes. La idea es romper con esa clasificación, darla vuelta.

–En una de las entradas de su diario postula que la temporalidad de mercado es mucho más rápida que la temporalidad política, que la velocidad del neoliberalismo aplasta al estado latinoamericano y lo reformula. ¿La temporalidad política de estos últimos años está reformulando al estado?

–Sí. Ese corte que propongo es de los años ’90, cuando se produjo la entrada brutal del neoliberalismo. El estado se desnacionalizó y perdió todo, especialmente el estado argentino que no se quedó con nada; mientras que el estado brasileño y el chileno se quedaron con las industrias centrales: el petróleo o el cobre. En Argentina hubo un quiebre de lo que llamo nación-estado, aunque a partir de 2004, 2005 se buscó recomponerlo. El tema es cómo se reformula la nación desde el punto de vista del estado, una de las cuestiones que me parecen dignas de pensar. En esta reformulación pongo los festejos del Bicentenario y algunos otros acontecimientos políticos y económicos. Lo más fuerte del Bicentenario fue lo simbólico, pero no hubo discurso, sino imágenes, algo también digno de analizar. Hablé con algunos historiadores –que no me dieron demasiada bola– sobre esta forma de mostrar una historia y una identidad en imágenes y no en palabras. Los festejos del Bicentenario me parecieron adaptados a los nuevos tiempos, pero insuficientes. Creo que no fueron suficientemente analizados porque se trata de volver a poner la nación adentro de la gente. Y afuera también. El fenómeno posterior al 2001 es un proceso en que el estado y la nación plantean relaciones diversas donde se intenta volver a conectarlos de algún modo.

En su afán de esbozos teóricos que siempre aguijonean al lector, Ludmer trabaja un campo literario más allá de autores y de obras. “Cuando estudiás sólo un autor, se encierra la literatura y no se la piensa en un campo mayor; por eso siempre dentro de la facultad los críticos tienen el problema de cómo constituir contextos. Para mí el campo es el lugar donde habría que poner la literatura en cada momento para saber de qué se está hablando, sobre todo cuando uno quiere ver el presente. El campo literario es simplemente de qué se está hablando en la sociedad también”, subraya. “Cuando miro lo que se está produciendo ahora, me doy cuenta de que representan de un modo constante los años ’70, que parecen ser la obsesión del presente. Nuestro presente se define en relación con el imaginario de los ’70. Ese es el campo literario hoy, pero si me encierro en un autor no lo veo. Mi crítica a la categoría de autor y de obra es que no te deja ver el campo literario. La literatura es palabra sin imagen, entonces esa palabra sin imagen te da un saber o una información muy específica: de qué se habla, cuáles son las tensiones, cuáles son los debates.”

–Después de ver la obra de teatro Cachetazo de campo escribe que no puede decidir si la lengua de ese teatro es oscura o directa. ¿Cómo leer, entonces, esa lengua?

–Yo recibo un mensaje y si no lo entiendo bien hay algo que me moviliza y me pregunto por qué no entiendo, qué pasa, qué tipo de retorcimiento tiene esa lengua para que no la entienda. Ese no entender estaba en todos y yo me preguntaba si estaba planificado ese retorcimiento, si era a propósito ese hermetismo, como un procedimiento para insertarse en la cultura.

–¿Sería como el caso de Héctor Libertella y su política de lo ilegible contra el mercado?

–Exacto, la política de lo ilegible contra el mercado, pero al mismo tiempo en el interior del mercado; un modo de insertarse en el mercado desde otro lugar, que es lo que se ve hoy en las editoriales independientes respecto de las editoriales monopólicas; todos esos juegos son juegos del mercado mismo porque no hay un “adentro-afuera”; es todo adentro. En los ’70 pensábamos que había afuera del capitalismo, del sistema, pero eso no existe más.

–Es curioso que siendo tan inquieta y buena lectora diga que la poesía es algo que la deja perpleja, que no sabe qué decir cuando lee un poema.

–No aprendí, no me interesó, me aburre... Yo empiezo a leer poesía y llega un momento en que la abandono, quizá porque requiere otro tipo de atención, otro tipo de lectura. A mí me gusta que me cuenten, mi posición es que me cuenten; pero el contar implica pasado. La poesía como presente me pide un esfuerzo y un saber que no tuve en mi formación.

–En el libro afirma que hay dos memorias: una local –la memoria de los ’70– y una memoria global, la de los ’90 con los atentados a la Embajada de Israel y la Amia. ¿Por qué no se superponen o se piensan juntas estas memorias?

–No entiendo por qué no se superponen; la comunidad judía bajó la lucha. La memoria de los ’70 siguió su cauce jurídico y político, pero los atentados no tuvieron justicia. El punto es por qué en una memoria se da la justicia y en la otra no. Lo que me preocupa es que la gente me lea y reaccione, que no lo tome sólo como una mera descripción; es un cuestionamiento al tratamiento de la memoria. La cultura está cargada de memoria, incluso hay más memorias de otras épocas en este presente. Yo estoy trabajando con lo que viene después, con el post de los ’70, que es el presente hecho de temporalidades diferentes. Todavía somos post ’70, también post ’90, aunque con menos carga histórica.

–¿Cómo recibió la noticia del doctorado Honoris Causa?

–Es difícil porque son reconocimientos que les dan a los viejos y entonces te sentís la anciana que va a recibir el premio de su vida (risas). Te avejentan un poco; yo prefiero un premio estímulo, suena mejor. Mi papá fue un típico hijo de inmigrantes judíos que estudió en la universidad; él participó en la reforma universitaria. Yo me considero un producto típico de la universidad argentina, como mi padre. Soy argentina ciento por ciento.