Por Jorge Isaías
"Ningún cuerpo es tierra firme",
escribe mi amigo, el poeta Jorge Boccanera. Este verso, limpio como
una espada, pertenece a su último libro, el mejor de todos, y se
llama Monólogo de un necio. Los textos que ha escrito mi amigo son
impecables, como lo es mi memoria hecha de amaneceres aún no
resueltos. Como éste en que escribo en el indeciso claroscuro del
alba, cuando la ciudad se recuesta con letargo y pereza sobre su río,
que no nos tiene en cuenta.
Pienso que debo tirar pacientemente del
hilo que se asoma incipiente, laxo, como si durmiera bajo aquella
frazada de trama basta, gruesa, cuyo origen era seguramente
extranjero. La habrían tejido las manos de alguna bisabuela
desconocida o tal vez una que sí conocí, breve como una pasa de
higo o un ramito tembloroso de ramas secas y que tenía casi cien
años y que fué traída por tio Nuncio luego de la Guerra. Se
llamaba Dominga y era madre de mi abuela materna, andaba como perdida
y perdida estaba en mí, en mi memoria pero ella no estaba perdida y
hacía esfuerzos por aprender el idioma de un país desconocido pero
generoso. Habría sido ella quien tejía esas frazadas. No lo sé. Ni
tengo a quien preguntar ahora, me basta con arrebujarme en ese calor
que me defendió del frío helado en los tiempos ya lejanos, por no
exagerar y llamar remotos.
Pero ese hilo descubre otras tramas,
que no son de gruesa lana, sino que se entretejen en un relato. Ese
relato es tal vez el descubrimiento de un pasión que empezó como un
juego, pero que devino en mito y cuando escribo esta palabra llego
blandamente al gran piamontés, sí, adivinó lector, y voy a
escribir su nombre: Cesare Pavese, un gran escritor, inimitable.
Y mi relato tiene que ver con un
paisaje que para muchos no es paisaje, y se trata del escenario
abierto que muestra la llanura. Esos grandes espacios abiertos que
supieron ocupar las mariposas, las abejas y los pájaros sobre otro
verdor, el que conlleva el recuerdo y el que no volverá.
Qué poca cosa y cuánto puede
conjurarlo, quiero decir que para eso tenemos la palabra. Con ella
hacemos lo que podemos, ya lo dijo Borges, uno no escribe lo que
quiere sino lo que le es deparado, entiendo que habla de limitación
y no de disponibilidad ni destino, ya que otro poeta, Leónidas
Lamborghini aseveró con respecto a la creación:
"las intenciones son enormes, los
resultados son deformes".
Buscar esos hilos sueltos, es decir los
de la memoria, hacen que la ventura sea posible: seguir nuestra
ambición que la modestia esconde.
Y si pudiera describir aquellos
amaneceres donde las tropillas rompían con sus cascos la escarcha
dura sobre los campos, o los potros intentaban saltar los alambrados
podía ser un poco más feliz. O poder recuperar esa sombra donde el
amanecer era una promesa aún y se enfrenaban los caballos para atar
a los arados, y de sus bocas brotaba un vaho que mojaba sus belfos
babeantes y alguno todavía permanecía dormido, como ese niño que
salía al patio con un poncho sobre el hombro para ver esa tarea que
lo fascinaba, hasta que alguno de los mayores lo introducía en la
cocina para que sus narices recibieran el olor maternal del café con
leche, esos grandes tazones inolvidables, ya que nunca más supe por
qué en las chacras de entonces se usaban esos recipientes con la
leche gorda, recién ordeñada, mezclada con el café bien caliente,
y el pan recién horneado que acompañaba ese desayuno que se quedó
solo y firme, imbatible en el principio de los tiempos.
El relato entonces tiene sentido cuando
es capaz de tirar ese hilo perdido en principio, olvidado, pero que
un acto casual lo trae al presente con su carga de placer pero
también de dolor, porque está irremediablemente escondido hasta que
uno tira una hilachita y lo trae al presente.
Pero sabe que nunca será igual, porque
la memoria es traicionera e infiel.
Y ya sabemos que para todo hay que
pagar un precio y como bien escribe mi amigo Jorge Boccanera: "El
precio es lo de menos/ todo cuesta la vida".
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-50888-2015-09-03.html
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