En la intersección de
la avenida Alemania y la calle Ricardo de Ferrari, en la cima del
cerro Florida y dominando la bahía, está La Sebastiana, la casa de
Pablo Neruda en Valparaíso. Es el tercer punto de un triángulo que
completan La Chascona en Santiago e Isla Negra.
Gerardo Burton
Los cerros son verdes; las
casas, multicolores. Son viviendas para una familia y también hay
edificios de departamentos, emplazados sobre las laderas y las cimas
con un desprecio absoluto por esa convención que la física conoce
como ley de gravedad. El misterio no está en cómo se sostienen en
el aire, sino también en qué consiste la destreza de los porteños
(los nacidos aquí son porteños, como los de Buenos Aires, en el
otro lado del continente). Hay algo desconocido que los habilita para
que en las más variadas circunstancias, tanto físicas como
psíquicas y fisiológicas y en las condiciones que sean
(hambrientos, borrachos, en medio de una serenata, cargados como
estibadores o caminando con bastones o muletas), puedan acceder a sus
moradas después de andar por las calles que serpean hacia arriba,
hacia abajo y otra vez hacia arriba.
En la intersección
de la avenida Alemania y la calle Ricardo de Ferrari, en la cima del
cerro Florida y dominando la bahía, está La Sebastiana, la casa de
Pablo Neruda en Valparaíso. Es el tercer punto de un triángulo que
completan La Chascona en Santiago e Isla Negra, también sobre el
mar, cerca del El Quisco, un balneario ubicado poco más al sur de
aquí. Una fundación cuida la casa y los objetos que rememoran y
confirman el costado sibarítico del bardo. Caracolas, mascarones de
proa, piedras, porcelana antigua y monárquica, espejos y jofainas
aristocráticas: de todo. Y retratos del poeta al óleo,
fotografiados, a la acuarela y dibujados. Muchos.
También hay una
biblioteca de la potente poesía chilena que atornilla en los
asientos a los visitantes. Por un amplio ventanal se cuelan el sol,
el cielo azulísimo, los cerros y el mar abajo, lejos, con buques
multicolores de diferente calado que operan en el puerto. Una
antología de Jaime Huenún Villa detiene la mirada: “Lof sitiado”
es el título y es un “homenaje poético al pueblo mapuche de
Chile”, editado por Lom en 2011. La sorpresa es que una de las
voces viene del otro lado de la cordillera, del argentino: la
zapalina Silvia Mellado. Es un nuevo motivo de regocijo, que se suma
al reencuentro con libros de Rosabetty Muñoz, Enrique Lihn, Óscar
Han y el redescubrimiento de Pedro Lastra, cuyas ediciones están
completas en los anaqueles.
Dos, tres poemarios de
Lastra son leídos en ese rato, y un regreso a una época feroz:
Lastra tenía una casa de veraneo en Algarrobo, una localidad vecina
a Isla Negra. En 1975 hablaba de poesía en general y de Neruda en
particular con un joven que borroneaba versos sin rumbo. De pronto,
tomó una moldura de madera con pintura dorada que habría decorado
un templo, aunque terminó en una cabaña sobre el mar, donde Neruda
se recluía. Ese año ambas, la cabaña y la casa de Isla Negra
estaban devastadas por el odio pinochetista. Al terminar la
conversación, Lastra ofreció la pieza de madera a ese muchacho que
sólo hablaba del otro poeta, muerto hacía dos años y que todavía
lo encandilaba desde su “Residencia en la tierra”.
En el sueño inventé
para ti una canción,
tus ojos alejaban en
ella a la muerte
y tus manos venían
a borrar el celaje de
algunas estaciones
sombrías del amor,
un invierno muy frío
en el sur.
Huyó de mí en el día
la canción,
fue hacia ti
que eras la voz amada
de ese coro de
sombras. (Madrigal,
Pedro Lastra)
Se sube por la
calle Cumming, camino a la vieja cárcel devenida en centro cultural:
el alojamiento está antes, una casa verde con empinadas escaleras.
Se camina por calles sucias, veredas mugrientas. A la puerta de los
bares y cervecerías, sobre las baldosas se distinguen pegotes de
orina, de cerveza y excrementos de gatos y perros. Latas, bolsas
plásticas, botellas por doquier conviven con los graffiti. Es un
arte que se multiplica en los muros de esta ciudad que parece copada
por artistas callejeros, incipientes o consumados. Los caminantes en
este cerro Panteón son en su mayoría jóvenes. Visten ropas
desteñidas o rotas, o ambas cosas a la vez. Muchos las usan de uno o
dos talles más grandes, sin problemas aparentes con el espejo; los
negros son arratonados, casi marrones o castaños muy oscuros. Los
perros duermen sobre cartones, los linyeras utilizan sillones, sofás
despanzurrados o colchones recién abandonados por sus dueños y los
usan como viviendas, acomodándolos contra los frentes de los
edificios o en las ochavas. Estos espacios se comparten con chicos
que pintaron leyendas anarquistas y ocupan casas en trance de
abandono (demolición, dejadez). También aparecen hippies no
jubilados, turistas europeos jóvenes (algunos estudian en
universidades a las que volverán como académicos y catedráticos
después de la treintena).
El salón
principal de la Universidad de Valparaíso lleva el nombre de Rubén
Darío, quien escribió, en el “Álbum porteño”, de su libro
“Azul” sobre la ciudad. Decía el nicaragüense que el “cerro
Alegre, gallardo como una gran roca florecida, luce sus flancos
verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en
la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de
enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y
niños rubios de caras angélicas”. Y después indicaba que “más
allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupos, el horizonte
azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol”.
Del zaguán de
una casa en la calle Cumming emana una fragancia que somete cualquier
olfato: venden empanadas de mariscos. Al fondo del pasillo, en el
recibidor de la vivienda, dos muchachos toman cerveza mientras
admiran, sobre una mesa ratona, una montaña de empanadas que acumula
una chica a medida que las cocina en una habitación lindera. Durante
la compra, uno de los bebedores informa sobre un lugar donde “se
toca música porteña, cueca porteña: ¡es la bohemia, cabaiero!”,
casi grita. Mañana domingo apenas pasado el mediodía, comienzan las
actividades en “La isla de la fantasía”, una peña en el patio
de una casa familiar; allí “está la verdadera música popular”,
asegura. A continuación explica cómo llegar: es en un itinerario
que no sabe de esquinas ni intersecciones. Acá el damero está
sustituido por un laberinto de curvas que circunda las laderas hacia
arriba y hacia abajo y es muy posible que uno siempre vuelva, al
final de la caminata, al lugar de donde salió.
El domingo,
después del almuerzo, se sube por la calle Cumming hasta Ecuador, ya
en el cerro La Loma. Las vueltas parecen eternas: se escucha la
música que a veces parece venir de la izquierda, otras de la
derecha, luego se pierde. La fortuna está de parte de los que
caminan: ahora la cueca parece a media cuadra. Pero no, está lejos
todavía, la calle indicada no aparece y los datos que dan los
vecinos se chocan con la realidad: sea porque la paleta de colores no
es la misma o porque el reflejo del sol los modifica, pero la casa
amarilla de referencia no aparece jamás. Sin embargo, el milagro
ocurre porque en un callejón la música sube su volumen: es Cornejo
Guzmán, a cuyo fondo, en la intersección con Camila, está la base
del cerro San Juan de Dios y la entrada a la ramada de la peña: un
planeta dentro de otro. Es una verdadera isla en plena ciudad y su
espacio nada tiene que ver con el exterior. Hay varias mesas largas,
algunas son tablas sobre caballetes, una pista de baile y un
escenario al fondo. Todo bajo un techo de paja y ramas, el piso es de
tierra y recién está recién rociado. La gente va y viene desde la
barra, desde el interior de la casa con botellas, vasos, platos.
Hablan a los gritos, ríen, cantan, hacen bromas y saludan a los que
llegan. Suena, en vivo, música criolla. Dicen que hay cuecas, que
vienen las cantoras, y también se ejecutan boleros, valses peruanos
y tonadas.
En escena está
Lucy Briceño con Los del Rincón. Es una agrupación con
guitarrista, percusionista (cajón peruano), acordeón y piano, donde
Lucy, una mujer de más de 80 años, canta una cueca acompañándose
con pandereta. Después estarán Lorena Huenchuñir y Gloria Cáceres.
Lucy es Lucinda Gioconda Briceño Riquelme y nació en Valparaíso.
Es tan famosa e importante para la música popular que dio su nombre
a un tradicional club de cueca en el barrio Puerto. Lucy y su pareja
Armando Hernández recorrieron como bailarines Perú, Argentina y
todo Chile. Luego se dedicó al canto, donde tuvo problemas con la
dictadura pinochetista, que también reprimió las expresiones
populares y la bohemia porteña, por lo cual mantuvo su trabajo como
modista. Integró los conjuntos “Los Sureños”; “El Nunca se
Supo” y “Los Paleteados del Puerto”, entre otros.
Entre gaseosas,
cervezas y empanadas, mujeres y varones bailan cuecas, valses y
tonadas. Las parejas se arman de manera espontánea y se intercambian
con los mirones, que aguardan su turno contra los postes y en las
mesas que rodean la ramada, casi en los límites de la casa. Desde la
entrada se ve el mar, lejos, con los barcos que duermen la siesta
ajenos a las canciones en el cerro San Juan de Dios. Ya casi en el
atardecer, un afiche con un homenaje a Violeta Parra (“Centésimas
a Violeta”), del poeta popular Claudio Lazcano, saluda al dejar la
isla.
Una vez pedí
a Violeta
Por dos de
sus dimensiones,
Que me dé
tres de sus dones
En cuatro de
mis facetas.
Ser cinco
veces poeta
Y ser seis
veces cantor;
Siete vidas
al folclor,
Dar ocho por
cada obra,
Ser el nueve
en mis maniobras
Pa´ diez
textos de dolor.
Once veces
ya le ruego
Que me dé
doce miradas,
Pa dar trece
pinceladas
En catorce
de mis juegos.
Tres por
cinco quince fuegos
En dieciséis
de mis venas;
Quemar
diecisiete penas
Por
dieciocho motivos,
Un paro y
nueve latidos
Atado a
veinte cadenas.
Veintiún
poemas perdí
En veintidós
de mis viajes,
Veintitrés
aterrizajes
Y en
veinticuatro caí.
Veinticinco
letras dí
Y unos
veintiséis poderes;
La tinta me
da deberes
Con
veintiocho destellos,
Son
veintinueve Atropellos
En mis
treinta atardeceres.
Tres cuecas
y una botella
Treinta y
dos veces insisto,
Treinta y
tres como un tal cristo
En treinta y
cuatro epopeyas.
Treinta y
cinco las doncellas
Que treinta
y seis besos dan;
Tres de
siete siempre están
En treinta y
ocho locuras,
Treinta y
nueve preciosuras
Cuarenta
amores tendrán.
Hay cuarenta
y un aristas
En cuarenta
y dos poetas,
Cuarenta y
tres por Violeta
Cuarenta y
cuatro a la artista.
Cuarenta y
cinco conquistas
En cuarenta
y seis canciones;
Cuarenta y
siete emociones
En cuarenta
y ocho llantos,
Cuarenta y
nueve quebrantos
En cincuenta
corazones.
Cincuenta y
un testimonios
Y cincuenta
y dos personas,
Cincuenta y
tres no perdonan
Cincuenta y
cuatro demonios.
Se queman
los patrimonios
En cincuenta
y seis infiernos;
Existen en
los gobiernos
Cincuenta y
ocho ladrones,
Cincuenta y
nueve bribones,
Sesenta
rayos de invierno.
Doy sesenta
y un respetos
Pero sesenta
y dos traje,
Sesenta y
tres homenajes
Sesenta y
cuatro en concreto.
Sesenta y
cinco me reto
Sesenta y
seis que estudié;
Q´el
sesenta y siete dé
Respuestas
porque volaste,
Ya que al
cielo le cantaste
Las setenta
que escuché.
Son setenta
y un guitarras
Setenta y
dos en mis décimas,
Siete y tres
a esta centésima
Cual métrica
de su parra.
En setenta y
cinco amarras
Setenta y
seis furibundos;
Setenta y
siete fecundos
Por setenta
y ocho amantes,
Setenta y
nueve diamantes
Ochenta
versos al mundo.
Ochenta y un
versos tristes
Y en ochenta
y dos se lloran,
Ochenta y
tres que enamoran
Ochenta y
cuatro desvisten.
Ochenta y
cinco consisten
En ochenta y
seis romances;
Pues ochenta
y siete lances
Ochenta y
ocho caricias,
Ochenta y
nueve me envician
Y en noventa
estoy en trance
Doy noventa
y un cosquillas
Si me das
noventa y dos,
Noventa y
tres con mi voz
Nueve y
cuatro a tu mejilla.
Nueve y
cinco maravillas
En noventa y
seis relatos;
Noventa y
siete retratos,
Noventa y
ocho me mueven,
Llegar a
noventa y nueve
Documental
“La isla de la fantasía”, de Magdalena Gissi, Valparaíso, 2010:
https://www.youtube.com/watch?v=k_ft0sCq3II
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