En Cerro Azul conviven el
trabajo artesanal y hereditario de los pescadores con el negocio
turístico y resabios de la colonia: sobre la costanera están las
casillas de los “serenazgos”, cuyos encargados verifican que
durante noches y madrugadas las cosas estén en orden.
Gerardo Burton
Cerro Azul es un pequeño
pueblo de pescadores ubicado a algo más de 100 kilómetros al sur de
Lima, sobre el Pacífico. Poco a poco va mutando en balneario
turístico: la caleta de los pescadores es una curiosidad colorida
con los barcos que descansan luego de la faena, mientras en los
puestos las familias que viven de la pesca preparan peces y mariscos
para la venta. Algunos restoranes del pueblo, residentes temporarios
y pobladores de las afueras son sus clientes. Fue puerto con
fortaleza en los primeros años de la colonia, cuando desembarcaban
los esclavos traídos de África; luego se convirtió en puerta de
entrada de inmigrantes italianos, chinos y japoneses, que llegaban a
Perú para trabajar.
Ahora, con algo más de
siete mil habitantes, en Cerro Azul conviven el trabajo artesanal y
hereditario de los pescadores con el negocio turístico y resabios de
la colonia: sobre la costanera están las casillas de los
“serenazgos”, cuyos encargados verifican que durante noches y
madrugadas las cosas estén en orden.
El virrey Hurtado de
Mendoza, enviado por el emperador Carlos I, hizo fundar, alrededor de
finales de la década de 1550, una serie de poblaciones en el “pie
de monte Pacífico”: el primero fue esta fortaleza, en abril de
1558, y los asentamientos siguieron rumbo al este y
desde ahí hacia el sur: es la región de Cañete. Así la denominó
el virrey, que procedía de una localidad con ese nombre en Cuenca,
España.
Cerro Azul es, entonces,
la primera de varias localidades de pequeños productores: aquí son
pescadores, pero hacia la sierra son agropecuarios -huertas y árboles
frutales, ganado menor, aves. Y hay algo que parece coincidencia,
pero no, es apenas una premonición: en una de las viviendas del
condominio de las paredes rosadas, al frente del edificio, vive con
su familia el documentalista Javier Becerra Heraud, sobrino nieto del
poeta Javier Heraud, muerto en una acción guerrillera en 1963, a los
21 años. Más tarde y ya de regreso, un poema del guerrillero con
música compuesta por Chabuca Granda, se hallará en una navegación
de internet en la voz de Susana Baca, la cantante y ex ministra de
Cultura peruana.
La producción de esta
zona confluye en los grandes mercados mayoristas ubicados en torno de
la carretera Panamericana Sur, en las localidades de San Luis y San
Vicente de Cañete, afirman la amiga peruana y su marido, el galés
convertido en sudamericano por enamoramiento doble: de la amiga y del
Perú, sus ritmos, sus comidas, su historia y su cultura. Su gente,
en síntesis.
Cañete es la zona del
arte afroperuano: en esta región apiñaban a los esclavos traficados
de África los comerciantes europeos -la mayoría no españoles: la
religión católica y las leyes de Indias no les permitían el
comercio de seres humanos, pero sí vivir de su trabajo-. Aquí
nacieron los sones negros del Perú que recopiló y cantó Nicomedes
Santa Cruz y que más cerca en el tiempo fueron reivindicados luego
de décadas de negacionismo. Tras la recuperación de la cultura afro
peruana de la costa, lo mismo ocurrió con los cholos y con los
indios en un país que es multilingüe y donde solamente el
castellano de los españoles se aceptaba como moneda de cambio
verbal. Arguedas no se rinde, parece, y menos el cholo de Santiago de
Chuco.
Este universo de pie no
cede un centímetro de terreno a la invasión imperial: los nombres
de los hijos y las hijas pueden haber sido copiados de alguna serie
hollywoodense o de alguna película prestigiosa de la California
norteamericana; pueden mirarse en espejos opacados por el uso o los
medios de comunicación pero permanece, siempre a mano, ese foco de
sincretismo que resulta el último sitio de resistencia, igual que
durante la conquista y la colonia españolas.
De Cerro Azul, unos pocos
kilómetros al sur por la misma Panamericana que termina en una
Argentina tan hipotética como ajena por la distancia, a media hora o
más se llega en automóvil de alquiler a Cañete, una región
fundamentalmente agrícola. Antiguamente, las plantaciones de azúcar
y algodón fueron mantenidas por mano de obra esclava. De esos
tiempos son testigos los túneles y celdas de castigo y, sobre todo,
el arte negro que se levanta con orgullo contra el baldón esclavista
del poder blanco. Esa cultura permanece saludable también en Huaraz,
Lima, Callao, Chincha, Nazca, Zaña y otros sitios. Acaso sea ese
origen esclavo -y negro- el que haya inspirado a Ricardo Palma el
refrán que aparece en un diálogo de Ambrosio el inglés y Juanito
el montañés en Tradiciones peruanas, cuando ambos especulan sobre
un futuro esperanzador. Dice uno de ellos “con menos, Dios hizo a
Cañete, y lo deshizo de un puñete”.
La carretera va paralela
al océano: una masa gris, verde, a veces celeste bajo la bruma que
por momentos se convierte en calabobos, esa llovizna imperceptible
que se mete en los intersticios de la ropa, por cualquier abertura
del automóvil y que difiere tanto de la garúa que conocemos en el
sur de América. Casi al mediodía, la luz del sol vence toda
neblina, toda humedad: el cielo parece los del sur patagónico. De
los primeros pobladores de San Luis y San Vicente de Cañete
-esclavos y sus descendientes que se asentaron por aquí para servir
en las explotaciones agrícolas en los siglos XVII y XVIII- llega la
música. Y más allá: desde el corazón del África viene esa línea
suave y sólida que no pueden vencer las tiranías o los
sometimientos: la alegría de la música esclava y sus canciones, sus
plegarias, ganó la batalla. Es sábado, pero los bancos están
abiertos: hay una extendida clientela que necesita cambiar moneda
-soles peruanos, pesos chilenos, dólares norteamericanos. Todos
venden y compran, por eso se necesita que los bancos atiendan al
menos media jornada. Los vendedores callejeros de dólares están en
las esquinas: se los identifica porque usan unos chalecos o
sobrepellices amarillos o anaranjados, como los que hace poco se
obliga a usar a los de la calle Florida, en Buenos Aires.
A ambos lados de la
carretera hay mercados mayoristas, puestos infinitos administrados en
su mayoría por mujeres de cualquier edad, vestidas con los trajes de
la sierra, otras totalmente urbanas y modernas, la mayoría como
pobladoras y productoras rurales. Hay adolescentes y jóvenes madres
que cuidan con un ojo al niño que amamantan mientras con el otro
vigilan a los clientes y calculan su venta. Otras, con más
experiencia, parecen dormitar bajo sus ponchos y con una especie de
rosario en las manos. Sin embargo sus dedos son tan ágiles para las
cuentas de los avemarías como para la calculadora electrónica o el
teléfono celular que duermen en sus rodillas.
Los mercados tienen
nombres relacionados con la zona: Imperial, como una de las avenidas;
Señor de la Ascensión de Cachina, uno de los patronos de este
pueblo de algo más de 54 mil habitantes -en San Luis viven casi 12
mil-.Ambos establecimientos están sobre la avenida 28 de Julio, en
el trazado de la carretera panamericana. Un enorme letrero explica
algo del pasado de uno de ellos: fundado el 11 de enero de 1902,
dice. Los puestos se llaman Mis engreídos; Dayron y Leisey, entre
otros nombres curiosos. Al lado está el Mercado Mayorista de Frutos
Don Mariano. Son altos galpones de material y chapa de zinc con
pasillos, donde los compradores ingresan con sus vehículos -autos,
camionetas, mototaxis- y así cargan la mercadería. En la penumbra,
todo es más fresco que afuera, donde, a pesar de ser recién
comenzado noviembre, el calor aprieta.
Desde el acceso al
mercado, dos chicas que pretenden haber salido de la adolescencia
caminan por los pasillos con contoneos más apropiados para un
cortejo que para una transacción en esa pasarela llena de frutas y
verduras, carnicerías y pescaderías y pilas y electrodomésticos de
bajo precio, atestada de gente que busca precios baratos u ofrece,
según de qué lado esté, mercadería de la sierra en el mar.
Los aromas de las frutas,
de los pescados y mariscos, de la carne de vaca o cerdo o pollo
opacan los perfumes de estas dos chicas que hablan por sus teléfonos
móviles con novios adivinados. Los ojos, las manos y los brazos
inventan con sus gestos a la pareja ausente, al hombre que se intuye
del otro lado de la conexión satelital. Y el otro, del otro lado,
será tan simulador como ellas: inventará las palabras de amor, los
gestos sensuales, los mohínes apenas insinuados. La seducción sigue
por el celular, y entonces es posible volver a Palma y una copla que
evoca en sus Tradiciones:
A tus labios rosados,
niña graciosa,
van a buscar almíbar
las mariposas.
La mezcolanza de aromas se
corresponde con la fusión musical: cumbias estridentes e
ininteligibles se yuxtaponen con valsecitos peruanos y sones negros.
El cajón peruano alterna con la guitarra y los güiros y las y los
cantantes parecen esforzarse por inventar un idioma nuevo: Babel nace
otra vez en este mercado entre nísperos, toronjas, papayas,
guayabas, mango, carambolas, choclos de varios colores, que van del
blanco puro al morado, con granos enormes, como dientes de adultos;
semillas: porotos, girasol, camote, yuca.
Afuera, los vehículos
continuamente en marcha aportan lo suyo al aire pleno de húmedos
olores. Camionetas chinas y japonesas; automóviles convertidos en
utilitarios; furgonetas de varios modelos y años hasta las viejas
combis de Volkswagen fabricadas hace mucho en el siglo pasado. Una
nube de pequeños vehículos ocupa la mayor parte de los
estacionamientos: son las motocicletas de baja cilindrada -no más de
250 centímetros cúbicos- con carrocerías de plástico duro o más
flexible, de colores e inclusive con algún carrito donde llevar los
productos de la compra, los famosos mototaxis.
Los comerciantes y los
clientes, y gran parte de la población están en las calles, en los
bares, algunos improvisados bajo tinglados recién erigidos. Un par
juega a las cartas por dinero mientras otro hace el arqueo de las
ventas de la mañana, cuando terminan las operaciones, y un cuarto
limpia una palangana que tuvo vísceras de vacuno con el agua que le
llega a través de una manguera. En los rincones menos transitados de
estas calles, a las puertas de los bares y en el costado de los
accesos a los mercados conviven restos de frutas y verduras, pieles y
restos de animales -vacas, cerdos, corderos- que se disputan perros
flacos y gatos no más robustos. Más allá quedan las huellas de los
jugos que acaban de preparar en los puestos rodantes y que desbordan
los tachos de desperdicios. Los mercados se alternan con edificios de
tres pisos que son inquilinatos baratos, económicos, justo para la
gente que trabaja en el mercado.
La mercadería se
convertirá en la comida que la región ofrece a propios y extraños,
preparada en ollas de barro y en cocina de leña: camarones, sopa
chola, pachamanca a la piedra, cebiche, arroz con pato, tamales,
chicharrones, adobo de cerdo y, entre los dulces, mazamorra morada,
dulce de níspero, picarones, dulce de higos. Dicen, además, que acá
se produce el mejor pisco del país -llamado pisco “puro”-,
gracias a que el valle del río Cañete, en la zona yunga, está
entre los 550 y 650 metros de altura, en la ladera de los cerros.
Pero acá, en los mercados, no se vende ni una botella.
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