jueves, 13 de abril de 2017

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por Alejandro Flynn



Se oye como música a lo lejos. Un raro sonido que va acercándose a la ciudad de Buenos Aires. Los defensores sabrán luego que son gaitas, del cuerpo de Highlanders escoceses y que animan al batallón británico que está a las puertas de Miserere.

Luego entrarán como olas rojas por cada calle; ya nadie duda de que son ellos invadiendo de nuevo, aunque muchos más esta vez. El poblado espera; desde las azoteas con sus enormes fuentes que lloverán agua hirviendo, tras los improvisados parapetos, asomados reja a reja de las casas. El negro Miguel Nadal, que morirá en esa jornada y que sigue amontonando piedras -que serán como flechas certeras contra el león imperial-, dice, risueño, a su patrona: “son empeñosos los gringos, amita, que se vayan viniendo nomás al baile…”


Se aprontó de voluntario el panadero Enrique Urteaga, allá por San Nicolás, donde los mandó a juntar Belgrano armando las tropas que irán al norte. No entiende mucho, pero sabe que hubo Revolución y que ahora hay que defenderla. Está emocionado, nunca se había sentido así. Los gallegos se vienen, los mandones que nada respetan, y él arde por salir a pelearlos.

Nemesio Aguilar aprendió de la tierra y de los árboles, del viento y de la lluvia, del sol y de las estrellas. Aunque nunca supo de leer -y que el escribir es algo que una vez vio hacer a otros sobre un papel- conoce cosas que los “léidos” no entienden. Por eso es que el “Chacho” lo tiene como su mejor rastreador, el baqueano que más domina el terreno. “Don Ángel Vicente Peñaloza” se llama el hombre por el que Nemesio dará la vida en cuanto el jefe lo mande. Mientras tanto, su oreja en la tierra, el borde desparejo de alguna picada, las señales como huellas naturales que sólo él y muy pocos más ven, le dirán por dónde andan los porteños, esos maulas que hablan de decencia y de civilización, pero que vienen como demonios arreando a degüello al gauchaje, matando uno a uno a sus paisanos.

Andrés Morgado se limpia las manos con un trapo. Se junta con los compañeros de la imprenta y sale rumbo al mitin. Alguien menciona a un tal Molotov, le cuenta a otro sobre la historia del ruso cuyo nombre dio origen al del explosivo casero. Ese que va escondido entre trapos y que hacen los trabajadores cuando el gobierno de los ricos, más el patrón explotador, la policía y su justicia le ponen al obrero la bota en su cabeza. Esas cosas dice el camarada que explica.

Clara Villafañe es una compañera más entre el río de almas que se unen rumbo a la plaza. Que ese 17 de octubre es historia lo leerá mucho después en algún lado, más allá del tiempo, lejos de los bombardeos sobre la plaza que masacrarían a la gente y a sus sueños.

Roque Mercado recuerda a su viejo, el tornero peronista que le hablaba sobre “la resistencia” esos años que mediaban entre el 55 y la vuelta de El otro Viejo a la patria. Se acordaba del bigotito, de la gomina y del espejo medio roto en que se afeitaba antes de salir para la fábrica. El olor del jabón, la palangana, el beso en la mejilla, cuadros de su niñez, le llegaban a la memoria camino a la cita con los cumpas ¿habría pasado los mismos cagazos su padre, como los que él ahora tenía que comerse? Recuerda ir caminando a contramano, para sortear los patrulleros. La negra, piensa Roque, la negra ¿la habrán chupado? La segunda cita, tiene que estar… la palangana, la radio a válvula encendiendo despacito, la orquesta de D´Arienzo…

Va a ser peligroso, lo sabe, no importa. Ya hace mucho que no hay milicos pero es como si fuera igual. Mañana va a terminar el revoque de la pieza y después se va a ir hasta lo de Silvia –que sabe un montón- a pedirle una mano con ese tema de matemática que quiere darles a los pibes de la Cuenca cuando empiecen las clases. Ya se escucha el rumor de quienes van llegando, cada vez más compañeros se suman.

Son miles en la ruta, Sandra y las chicas… se cruzan imágenes, agrandar la casa, no aflojar, cómo crecieron las pibas, no aflojar, piensa Carlos Fuentealba, mientras, a su alrededor, un cerco de uniformes y de armas se va imponiendo, crece sobre el asfalto.




Alejandro Flynn (5 de abril de 2017)
Alejandro Flynn nació en Buenos Aires en 1957. Hace varios años que reside en la Patagonia, primero en San Carlos de Bariloche y luego en Neuquén capital, donde está radicado ahora. Durante los años ochenta, obtuvo varios premios en los concursos organizados por la Fundación del Banco de la Provncia del Neuquén. Publicó dos libros “Juan, los perros y el cielo”, que reúne relatos y poemas, y “Monólogos de la Revolución”, una obra de teatro sobre Mariano Moreno que recibió un premio nacional y fue puesta en escena en escenarios de Buenos Aires y Neuquén, entre otras ciudades. Este relato fue escrito especialmente para la columna Narrativas patagónicas, del programa “Algo queda”, que se emite de lunes a viernes entre las 9 y las 12 por radio Universidad Nacional del Comahue-CALF.

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