por Alejandro Flynn
Se
oye como música a lo lejos. Un raro sonido que va acercándose a la
ciudad de Buenos Aires. Los defensores sabrán luego que son gaitas,
del cuerpo de Highlanders escoceses y que animan al batallón
británico que está a las puertas de Miserere.
Luego
entrarán como olas rojas por cada calle; ya nadie duda de que son
ellos invadiendo de nuevo, aunque muchos más esta vez. El poblado
espera; desde las azoteas con sus enormes fuentes que lloverán agua
hirviendo, tras los improvisados parapetos, asomados reja a reja de
las casas. El negro Miguel Nadal, que morirá en esa jornada y que
sigue amontonando piedras -que serán como flechas certeras contra el
león imperial-, dice, risueño, a su patrona: “son empeñosos los
gringos, amita, que se vayan viniendo nomás al baile…”
Se
aprontó de voluntario el panadero Enrique Urteaga, allá por San
Nicolás, donde los mandó a juntar Belgrano armando las tropas que
irán al norte. No entiende mucho, pero sabe que hubo Revolución y
que ahora hay que defenderla. Está emocionado, nunca se había
sentido así. Los gallegos se vienen, los mandones que nada respetan,
y él arde por salir a pelearlos.
Nemesio
Aguilar aprendió de la tierra y de los árboles, del viento y de la
lluvia, del sol y de las estrellas. Aunque nunca supo de leer -y que
el escribir es algo que una vez vio hacer a otros sobre un papel-
conoce cosas que los “léidos” no entienden. Por eso es que el
“Chacho” lo tiene como su mejor rastreador, el baqueano que más
domina el terreno. “Don Ángel Vicente Peñaloza” se llama el
hombre por el que Nemesio dará la vida en cuanto el jefe lo mande.
Mientras tanto, su oreja en la tierra, el borde desparejo de alguna
picada, las señales como huellas naturales que sólo él y muy pocos
más ven, le dirán por dónde andan los porteños, esos maulas que
hablan de decencia y de civilización, pero que vienen como demonios
arreando a degüello al gauchaje, matando uno a uno a sus paisanos.
Andrés
Morgado se limpia las manos con un trapo. Se junta con los compañeros
de la imprenta y sale rumbo al mitin. Alguien menciona a un tal
Molotov, le cuenta a otro sobre la historia del ruso cuyo nombre dio
origen al del explosivo casero. Ese que va escondido entre trapos y
que hacen los trabajadores cuando el gobierno de los ricos, más el
patrón explotador, la policía y su justicia le ponen al obrero la
bota en su cabeza. Esas cosas dice el camarada que explica.
Clara
Villafañe es una compañera más entre el río de almas que se unen
rumbo a la plaza. Que ese 17 de octubre es historia lo leerá mucho
después en algún lado, más allá del tiempo, lejos de los
bombardeos sobre la plaza que masacrarían a la gente y a sus sueños.
Roque
Mercado recuerda a su viejo, el tornero peronista que le hablaba
sobre “la resistencia” esos años que mediaban entre el 55 y la
vuelta de El otro Viejo a la patria. Se acordaba del bigotito, de la
gomina y del espejo medio roto en que se afeitaba antes de salir para
la fábrica. El olor del jabón, la palangana, el beso en la mejilla,
cuadros de su niñez, le llegaban a la memoria camino a la cita con
los cumpas ¿habría pasado los mismos cagazos su padre, como los que
él ahora tenía que comerse? Recuerda ir caminando a contramano,
para sortear los patrulleros. La negra, piensa Roque, la negra ¿la
habrán chupado? La segunda cita, tiene que estar… la palangana, la
radio a válvula encendiendo despacito, la orquesta de D´Arienzo…
Va
a ser peligroso, lo sabe, no importa. Ya hace mucho que no hay
milicos pero es como si fuera igual. Mañana va a terminar el revoque
de la pieza y después se va a ir hasta lo de Silvia –que sabe un
montón- a pedirle una mano con ese tema de matemática que quiere
darles a los pibes de la Cuenca cuando empiecen las clases. Ya se
escucha el rumor de quienes van llegando, cada vez más compañeros
se suman.
Son
miles en la ruta, Sandra y las chicas… se cruzan imágenes,
agrandar la casa, no aflojar, cómo crecieron las pibas, no aflojar,
piensa Carlos Fuentealba, mientras, a su alrededor, un cerco de
uniformes y de armas se va imponiendo, crece sobre el asfalto.
Alejandro
Flynn (5 de abril de 2017)
Alejandro
Flynn nació en Buenos Aires en 1957. Hace varios años que reside en
la Patagonia, primero en San Carlos de Bariloche y luego en Neuquén
capital, donde está radicado ahora. Durante los años ochenta,
obtuvo varios premios en los concursos organizados por la Fundación
del Banco de la Provncia del Neuquén. Publicó dos libros “Juan,
los perros y el cielo”, que reúne relatos y poemas, y “Monólogos
de la Revolución”, una obra de teatro sobre Mariano Moreno que
recibió un premio nacional y fue puesta en escena en escenarios de
Buenos Aires y Neuquén, entre otras ciudades. Este relato fue
escrito especialmente para la columna Narrativas patagónicas, del
programa “Algo queda”, que se emite de lunes a viernes entre las
9 y las 12 por radio Universidad Nacional del Comahue-CALF.
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