jueves, 3 de julio de 2014

Carlos Falaschi: siempre en la vereda del sol


A los 82 años, hace unos días, murió Carlos Falaschi. Fue en Cipolletti, la ciudad que eligió para vivir con Thérèse Parrat, su mujer, al volver del exilio.
Era parte de una familia de inmigrantes trabajadores radicada en el barrio de Mataderos, en Buenos Aires. En ese entonces decidió que sería abogado y que estaría siempre del lado de los pobres de la tierra.
Se inició en el grupo de jóvenes obreros católicos que encabezaba Sabino Navarro en una época signada por la revolución cubana, el mayo francés, la guerra de Vietnam, la teología de la liberación y la convicción de que “hay países desarrollados porque subdesarrollan a los otros”. Había entrado en la historia y jamás salió de ella.
Tras la muerte de Sabino Navarro continuó con una militancia que nunca más abandonó. Entonces ocurrió su primer exilio a Chile, cuando gobernaba Salvador Allende. Volvió al país, donde continuó su labor como asesor legal de sindicatos, integró la CGTA y formó parte de agrupaciones de la JTP. Volvió al exilio cuando la Triple A comenzó a operar.
En la Nicaragua recién reconquistada por la revolución sandinista, Falaschi fue un importante funcionario del ministerio de Justicia. Y fue quizás esa experiencia, y la trayectoria de defender a los excluidos durante su existencia, el punto de partida para el andamiaje jurídico que ideó cuando representó a la comunidad mapuche Kaxipayiñ en el conflicto suscitado en Loma La Lata. No se trataba sólo de la preservación del ambiente sino de respetar los derechos de los pobladores ancestrales de esas tierras. Fue una plataforma de ideas y procedimientos que Falaschi entregó sin más retribución que la satisfacción de encaminar las cosas hacia el lado de la justicia. O de alguna justicia.
En los últimos años de docente universitario, y ya jubilado, Falaschi distribuía sus artículos, sus pensamientos, sus opiniones escritas en forma de ensayo o de sátira política, como la supuesta carta de un virrey neuquino al titular del Repsoleino de España, que más tarde publicó en el libro “Para-poiesis”.
De la misma manera sencilla y sin estridencias, hace un tiempo hizo circular por correo electrónico una amplia antología de tangos, muchos de ellos caneros. Contaba que la había hecho en la cárcel; eran los tangos que cantaban los presos políticos. El lunfardo volvía a sus orígenes.
Con igual naturalidad contaba otros hechos aun más trágicos o que despertaban cierta alegría, cierta felicidad. Su voz suave como un murmullo de agua estaba siempre acompañada por una sonrisa cómplice y la mirada pícara. Establecía primero la confianza y luego venía el relato de la historia cuyo final, fuera o no feliz, siempre aportaba algo al ensanchamiento del horizonte humano. Ése era su estilo: hacía de la historia un acontecimiento natural para quienes comparten la misma vereda del sol.


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