jueves, 15 de agosto de 2013

Daniel Giribaldi: dos sonetos


Uno de los principales poetas lunfardos

EL VELORIO

Me moriré en París o en el carajo
un día jueves o, si no, un domingo
en un bulín que está, si no le chingo,
cerca del Rin, el Paraná o el Tajo.

Espicharé a la gurda y no me rajo:
quizás tendré una cacharpaya en gringo
y allí el Jorge, y el John, el Paul y el Ringo
tocarán... si andan flojos de trabajo.

Será un velorio piola; tendrá gancho...
Alguien dirá: “fue un punto divertido”.
Alguien, también, me llorará a lo chancho.

Y Alguien, que llegará sin hacer ruido,
silenciará a los Beatles, lo más pancho.
Y yo me iré con él. Con el Olvido.

(De “Bien debute y a la gurda”)

EL LLAMADO

Hacía ganas de morir. Llovía.
No había dónde ir. Daba pavura
la noche afuera. Y en el alma oscura,
la lluvia que caía y que caía.

Un fanfa batiría: “la hice mía”.
Pero no. Me mojé con tu ternura.
Cebaste mate. En la catrera dura
Me ayudaste a llegar al otro día.

¿Hoy? Quizás el balurdo ya no funque.
Tal vez tus mates con tu yerba cebe
un dorima tarúpido y cualunque.

Pero hace ganas de morir y llueve
y quiero estar con vos. Mi telefunque
es tres siete, dos siete, siete nueve.


Daniel Giribaldi nació en Buenos Aires en 1930, y murió en 1984 en esa misma ciudad. Su nombre verdadero era Diógenes Jacinto Giribaldi.
Dijo de él el poeta Antonio Requeni: “Algunas noches, poco antes de las 12, sonaba el teléfono del escritorio que yo compartía con Calvetti y, uno u otro, oía la voz de Daniel Giribaldi que, parafraseando el verso de Rubén Darío, exclamaba: «¡Torres de Dios, poetas!»
Giribaldi era periodista del diario Crónica y autor de magníficos sonetos lunfardescos. Cuando nos llamaba a esa hora era para darnos cita, un rato más tarde, en un bar infecto-contagioso de la Avenida de Mayo, junto al restaurante Pedemonte. Más de una vez nos encontramos allí, al terminar nuestros respectivos trabajos. Giribaldi, Calvetti y yo, juntos con otros dos periodistas de La Prensa: José Luis Macaggi, autor de un Diccionario Gardeliano, y Hernán Giménez Zapiola.

Nos servían sendos vasos de vino y unos platitos con porciones de tortilla o fiambre. Yo, el más virtuoso, tomaba solamente el vaso de vino, o medio y, al rato, me despedía para regresar a casa mientras los compañeros seguían “hasta altas copas de la madrugada”.

En su vida exterior, Giribaldi jugaba a parecerse a lo que en porteño llamamos un “reo”. Tal vez lo fuera de verdad. Recuerdo una medianoche de invierno en que la niebla invadía una Avenida de Mayo despoblada y fría, casi fantasmal. Caminábamos con nuestro amigo en dirección al bar cuando una prostituta, desde la vereda de enfrente, lo saludó con el brazo levantado: «¡Chau Giribaldi!»

Giribaldi murió a los 54 años y, como correspondía en él, de una cirrosis hepática. Como poeta, encontró en el lunfardo la mejor manera de expresar su talento. Un lunfardo a ratos metafísico, con el que acertó a transmitir no sólo una visión entre crítica y humorística de la idiosincrasia y las costumbres del hombre de Buenos Aires, sino sus propias preocupaciones existenciales y hasta sus inquietudes religiosas.

Hombre de extensa cultura, gran lector de Quevedo y traductor de Baudelaire (él lo llamaba Carlitos Baudelaire), vivió para la noche, las copas y los amigos y, para servir a la poesía, esa diosa cuyo resplandor también alumbra la noche de los bodegones.

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