Relatos breves de un itinerario que abarcó parte del Distrito Federal y ciudades y pueblos de la península de Yucatán entre Cancún y Campeche. Una aproximación a un país exuberante en su historia, su cultura, su geografía y su pueblo (Publicada originalmente en vaconfirma.com.ar).
Gerardo Burton
geburt@gmail.com
Parece la venganza de Frida. Lejos de los murales de Rivera y de los de los otros dos famosos, en las calles su rostro ocupa todos los retratos, los distintivos y las remeras, está en los llaveros y los imanes para la heladera, en las pantallas de los teléfonos celulares y en los huipiles. Todo lleva alguna referencia a Frida. Hasta las Katrinas se transfiguran y miran con sus ojos, opinan con su sonrisa.
Es complicado ingresar a la casa azul: por tandas cada media hora acceden los turistas, los curiosos, los estudiosos. Jóvenes vigilantes privados con uniformes subrepticios (pantalón negro, camisa blanca, teléfono celular conectado en directo con los policías metropolitanos estacionados ahí nomás) controlan las entradas, la cantidad de gente, el famoso aforo que impide aglomeraciones. Ejercen con brusquedad su autoridad; les encanta tener algún poder sobre el público, con temor a que se convierta en estampida. Discuten con los guías al borde del insulto, se hacen custodiar por los policías de uniforme que aparecen como por encanto desde detrás de los árboles a poner orden.
La casa azul es un muestrario de objetos que pertenecían a Frida. Relatos (parciales) de su vida: las fotografías de su hermano, las cartitas intercambiadas con Diego, los pinceles y los pomos de pintura, libros, los fantasmas de sus amantes. Es la única que sobrevivió. Su cuerpo, tan dolorido y adverso en vida y ahora ella es la única corpórea en esta casa que conserva, de su obra, poco. La mayoría está en el museo de Dolores Olmedo, una amiga eterna de Rivera y rival perpetua de Kahlo.
Ocurre con Frida como con todos los famosos cuya biografía es más mito que arte: se miran las fotos, se cuentan las anécdotas, se reproducen indefinidamente sus obras en todos los formatos y soportes, se admiran los objetos raros, sus prótesis, su ropa interior y sus vestidos, sus espejos. Queda sepultada la pasión creadora, el resultado feliz de la pincelada o la metáfora hallada, el dolor de la carencia continua y por eso la tenacidad y la persistencia en seguir la obra, sea ésta un boceto, un borrador o una ruptura con todo lo hecho, hacia adelante o hacia atrás.
Ella permanece, sin embargo. Imaginarla en la cama, frente a su caballete, en la añoranza de sus amores, en la tibieza de las tardes mexicanas rodeada de flores, plantas, aves. No necesita que la vean en sus cuadros, tampoco en los museos. Ella está como no lo están los otros, que deben exhibir su obra para revivir. Frida no necesita revivir. Simplemente, está.
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