Y más todavía: en las esquinas, los carabineros parecen perezosos al lado de sus vehículos artillados. Pero es añagaza: en cualquier momento los estudiantes universitarios protestarán contra las reformas a la ley de educación superior y entonces se armará el jaleo, es decir, se aplicará el protocolo antidisturbios con gases, camiones hidrantes y corridas. Son aves que no se asustan de animal ni policía, cantaba Violeta Parra. Es que el sistema actual posterga y excluye a la mayoría de los jóvenes y los arroja a trabajos de subsistencia, sin la mínima posibilidad de realización personal. Alguien dirá es el capitalismo, estúpido. Y acertará.
Unas cuadras al oeste, antes de llegar al cerro Santa Lucía, está el complejo Gabriela Mistral, y algo más lejos, hacia el norte y cruzando el Mapocho, la casa de Pablo Neruda en Santiago, La Chascona. El otro vértice del triángulo de la poesía en esta ciudad es Violeta Parra, cuya obra pervive en un edificio escondido en un recodo arbolado de la calle Vicuña Mackenna.
Hay poca gente a esta hora: algunos estudiantes jóvenes y adolescentes, los empleados del museo y viajeros. Una de las salas es un bosque sonoro, con árboles en cuyos troncos se escuchan canciones de Violeta Parra si se apoya la cabeza en la corteza. “Qué he sacado con quererte... qué he sacado con la luna/, que los dos miramos juntos “... Y de aquí se puede caer casi naturalmente en Alejandra Pizarnik: “sólo la sed/el silencio/ningún encuentro//cuídate de mí, amor mío/cuídate de la silenciosa en el desierto”... Ambas están hermanadas por el desamor, por el dolor, por la hostilidad del mundo ajeno y por la desconfianza en que la palabra diga todo lo que falta.
La “defensa” compuesta por su hermano Nicanor está inscripta en las paredes y acompaña el ingreso a las salas. Tal como ella recorrió “toda la comarca/desenterrando pájaros de greda/y liberando pájaros cautivos/entre las ramas”, hizo con su vida. De esa existencia trágica extrajo las canciones aladas, atravesadas por un dolor que ella dibujaba como “un círculo infinito/que no termina ni comienza nunca”. Por esas canciones es conocida, quizás famosa, pero son apenas una parte de su arte, que abarcó toda su existencia.
Ese arte fue también su salvación. Fue la salvación para una mujer incómoda con el mundo y con la vida que le ordenaban vivir, como tantas. Y entonces es fácil recordarla junto con todas las mujeres que incomodan y que están incómodas. Que se encuentran en un mundo áspero, ajeno, enorme, en expansión y en el que ellas tienen un lugarcito, el que les dejan los otros, los que sí tienen nombre y apellido, visibilidad y poder.
En el canto, Violeta Parra encontró un atajo: “gracias a la guitarra, dejé de pelar papas. Porque yo no soy nadie. Hay tantas mujeres como yo en cualquier comarca de Chile. Ellas pelan el ajo todo el día; la vida es muy difícil. Lo que pasa es que ellas se han quedado cocinando y cuidando a sus hijos y a sus nietos y yo me he largado a cantar con lo que sé”.
Hacia 1960, durante ocho meses la postró una hepatitis. Estaba en reposo absoluto y tenía la guitarra prohibida. Como no podía quedarse inactiva, recordó cuando su mamá hacía tapices. Pidió que le alcanzaran una arpillera que tenía en el patio y empezó a bordar. No le gustó ese primer trabajo y lo apartó.
Días después de que le dieran el alta, recomenzó ese tapiz “con nuevas ideas”, con el mismo soporte y con una paleta que recreaba fundamentalmente la gama mapuche: amarillo, negro, violeta, rojo, verde y rosado.
La salida de la enfermedad coincidió con el deslumbramiento por su último gran amor, Gilbert Favre, un músico suizo a quien conoció el mismo día de su cumpleaños, el 4 de octubre de 1960.
Viajó a Europa con él, se instalaron en Francia y Suiza y cuatro años después, hizo su exposición e en el Louvre, en la sala Passam. Si bien fue la primera latinoamericana con una muestra allí, también fue una experiencia que concluyó con una (nueva) humillación: al finalizar la inauguración, luego de cantar, la enviaron a buscarse algo de comer a la cocina, con los mozos. No obstante, en Europa logró el reconocimiento que se le negaba en su país
Quizás recordó entonces sus primeros años en los bodegones, cuando cantaba con su hermana Hilda para pagarse la pensión y la comida. En esa época de jovencita en vinerías y tabernas conoció al ferroviario Luis Cereceda, el padre de Isabel y de Ángel, a quien dejó para seguir cantando porque no aguantaba el encierro doméstico. Y la esperaban allí el Frente Popular, la militancia. Ya había dado el empujón inicial, con su familia, al movimiento de la Nueva Canción Chilena.
De regreso en su país, consiguió un lugar en el parque La Quintrala en la comuna de La Reina, ubicada al nordeste de Santiago. De su Ñuble natal trasladó la alfarería de las campesinas, volvió a las canciones para ganarse la vida, se sumergió en bordados, tapices, óleos, arpilleras. En la carpa instalada en La Reina nació un efímero centro cultural sin ningún éxito. Acaso por eso Favre se fue a Bolivia y ella quedó con su hermano Nicanor y sus hijos. En febrero de 1967, después de terminar su disco “Las últimas composiciones”, se mató. Tenía 49 años.
Un museo le queda chico a Violeta Parra; una academia, también, como chico le quedó el salón del Louvre. Sus canciones son apenas el mascarón de proa de su obra, que había estado desperdigada por el mundo y fue rescatada por Isabel y Ángel, y amigos y colaboradores. Ella había destacado especialmente una arpillera titulada “Contra la guerra”, de 1963. Está en el museo, recuperada luego de varias peripecias. Es una pieza bordada con lana en tela de yute, y la artista la explicó en una entrevista de 1965. Los personajes de la obra “aman la paz. La primera figura (de morado) soy yo porque es el color de mi nombre. Estoy acompañada por un amigo argentino, una amiga chilena y una indígena. Las flores de cada personaje corresponden a sus almas. El fusil representa la guerra y la muerte”.
De eso había hablado en su “Levántate, Huenchullán”:
Del año mil cuatrocientos
que el indio afligido está,
a la sombra de su ruca
lo pueden ver lloriquear,
totora de cinco siglos
nunca se habrá de secar.
Levántate, Quilapán.
Gerardo Burton
geburt@gmail.com
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