Texto de una ponencia sobre libros y dictadura realizada en la subsecretaría de Cultura de Neuquén, en el programa de conmemoración del día de la memoria. Una aproximación a la industria editorial argentina y una reflexión sobre la cultura nacional, el papel del escritor y del lector.
En estos minutos de charla voy a intentar proponer algunas
líneas de reflexión, más que sobre los libros o la industria editorial en sí
misma, sobre la cultura en general en la Argentina. Se trata de una serie de
hipótesis, a veces fundadas en hechos y estadísticas, y otras en cuestiones más
personales, en intuiciones.
Me interesa abordar algunas cuestiones: el modelo de
intelectual o de escritor hacia mediados de la década de 1960 y la
transformación que ocurrió hacia los años setenta; el libro como un espacio de
escarmiento para los dictadores y, a la vez, como un espacio de resistencia y
de lucha para los escritores, un dato que se prolongó durante la primera etapa
democrática, ya sea por los vaivenes hiperinflacionarios que nos dejaron casi
fuera del sistema, ya sea por el vaciamiento de la cultura que primó durante la
década menemista que, como en otros campos, fue coronada por la
transnacionalización de la cultura en general y de la industria editorial en
particular.
La industria editorial argentina tiene una larga historia
que comienza en la época de la organización nacional, cuando Roca y la élite
gobernante necesitaron unificar pautas culturales de raigambre nacional, sobre
todo ante dos políticas que se habían dado: la inmigración masiva de los países
europeos para proveer de mano de obra (supuestamente calificada) a la actividad
económica nacional, y la reciente derrota de los pueblos aborígenes, cuyos
finales escenarios fueron el Chaco y la Patagonia. En esta etapa la literatura
circulaba en ediciones baratas, en folletines y en publicaciones que se vendían
o que vendían los principales diarios o partidos políticos. Así, la Biblioteca
de La Nación (Payró), La Biblioteca Argentina (Ricardo Rojas) o La Cultura
Argentina (José Ingenieros, a través del Partido Socialista).
Pero el envión ocurrió casi en la mitad del siglo,
precisamente hacia comienzos de la década de 1940 cuando, corridos por la
derrota en la guerra civil de España, arribaron a Buenos Aires numerosos editores
peninsulares que fundaron sus empresas aquí. Otro tanto ocurrió en México y en
Colombia y justamente hoy estos tres países y Brasil son los más importantes
del continente en cuanto a potencial editorial.
En efecto, en pocos meses, entre 1938 y 1939, se fundaron
editoriales de larga y reconocida trayectoria: Emecé, Losada, Espasa Calpe y
Sudamericana, de la familia Del Carril. Espasa-Calpe se radicó en el país y la
editorial Sur, de Victoria Ocampo comenzó a consolidar la actividad que había
iniciado en 1933. Entre los exiliados que se dedicaron a la industria figuran
el poeta Arturo Cuadrado, que junto con el pintor Luis Seoane y, más tarde, con
el también poeta Lorenzo Varela, llegado de México, fundaron Emecé Editores,
Nova y Botella al Mar que es actualmente una de las editoriales más antiguas
especializadas en poesía en el país. (Aquí publica dos libros de poemas,
Soledad imposible y Amar sin amor (1981). Sobre esta editorial hablaré más
adelante.
También se puede mencionar a Gonzalo Losada, que fundó la
editorial que lleva su apellido y fue una de las de mayor penetración en el
mercado. Estas empresas se sumaron a El Ateneo, fundada por Pedro García, un
inmigrante español en 1912. En el local
de la calle Florida se realizaron las denominadas “Peñas de Escritores”, a las
que concurrieron figuras de primera línea como Conrado Nalé Roxlo, Jorge Luis
Borges, Manuel Mujica Lainez, Victoria Ocampo, Leopoldo Marechal, Eduardo
Mallea, entre otros. Durante la Guerra Civil Española, “El Ateneo” fue un sitio
de libertad editorial, ya que se imprimieron obras prohibidas por el franquismo.
Hacia mitad de la década de 1960 la industria editorial
argentina era una de las más fuertes y diversas de América Latina, con un
desempeño que mejoraba en algunos casos a las de las principales competidoras
en la región, México y Colombia, y superaba con creces a la de España. En la
península ocurría algo curioso: las editoriales tenían dos planes de edición:
uno para su país y el otro de exportación, ya que el generalísimo Franco
supervisaba qué leían los españoles pero le importaba poco si “envenenaba” las
mentes de los demás hispanoparlantes. Además, así podía competir con las
naciones americanas, y reconstruir las bases de ese emporio que es hoy el
idioma como mercancía que incide favorablemente en el producto bruto interno
del reino.
En 1965 la industria era sólida y en expansión. Octavio
Getino, en su trabajo “Las industrias culturales en la Argentina”, afirma que
los años de mayor caudal editorial durante el siglo pasado fueron 1953 y 1974,
con 53 y 50 millones de ejemplares, respectivamente.
Entre 1960 y 1969 se da el segundo y último período
favorable para el mercado editorial, aun cuando se producen grandes
oscilaciones, tanto en número de títulos como en cantidad de ejemplares o en
tiraje promedio. Por ejemplo, si bien el promedio de tiradas en 1974 era de
diez mil ejemplares por título, el piso de ediciones era de dos mil o tres mil
ejemplares. Conviene comparar que en la actualidad las tiradas industriales
promedian los tres mil ejemplares y los pisos rondan los 100 y 300 ejemplares.
Además, es necesario recordar que en este período se produjo el mal llamado
boom de la literatura latinoamericana, que para las editoriales argentinas en
particular y americanas en general fueron los de mayor auge.
Un ejemplo: la editorial Eudeba, de la Universidad de Buenos
Aires, de la mano de Boris Spivacow, con el lema “Libros para todos”, instaló
puntos de venta –kioscos- en las universidades argentinas y extranjeras, en las estaciones
del subterráneo y en la calle. En 1966, Spivacow dejó Eudeba tras el golpe de
Onganía y fundó Centro Editor de América Latina, acompañado de muchos de sus
antiguos colaboradores. Funcionó con éxito gracias a la estructura de la
Cooperativa de Diarios, Revistas y Afines para distribuir masivamente su
producción, en fascículos semanales.
Había una serie de revistas políticas, de humor, culturales,
científicas, además de las de divulgación. Hasta éstas hacían esfuerzos por
adecuarse a dos cosas: la demanda de ideas y la demanda de ideas políticas. La
publicidad iba en consonancia. También había ejercicio de un nuevo periodismo
gracias a la conducción de Jacobo Timerman en Primera Plana primero y La
Opinión después, y también es importante la experiencia de Crisis, que reunía
escritores latinoamericanos en ediciones que circulaban masivamente. En humor,
se produjo el cambio hacia el guiño más político con Tía Vicenta, Hortensia,
Satiricón, Chau Pinela y otras. Como resultado, muchas de las familias
consumían, además del diario cotidiano, una o dos colecciones de revistas por
semana.
Acá puedo aventurar una hipótesis sobre el modelo de
intelectual y escritor en la Argentina o, al menos, en el Río de la Plata:
hasta aproximadamente 1966, es decir, hasta el golpe de Onganía, la clase media
se había valido inconscientemente de los militares para hacer su desarrollo
cultural e intelectual sin ser molestados o cuestionados por la realidad del
país, por la vida cotidiana de millones que estaban proscriptos de la vida
política. Esa falta de compromiso creó un intelectual, un escritor y un artista que producían su obra
sin perjuicio de la realidad que vivía el pueblo de su país; es más, podían
prescindir de ella porque el país era un tópico romántico o exótico y así se
podía ver como historia o, mejor, como antropología y no como política. El
intelectual pensaba con Sartre pero actuaba con Céline, es decir, tenía
pensamiento de izquierda y práctica de conservador. Y una vuelta de tuerca más:
a ese intelectual le resultaba cómodo que los militares tuvieran a raya a las
grandes mayorías y montaran sus ficciones políticas liberales, con libre juego
entre radicales, socialistas, comunistas y demócrata progresistas. Los
paradigmas de este sector fueron los escritores Eduardo Mallea, Jorge Luis
Borges, Adolfo Bioy Casares y hasta Ernesto Sabato, entre otros.
El punto culminante de ese divorcio, que significó un
paraíso para la clase media, fue el Instituto Di Tella, que generó un ambiente
fértil para el cambio y la incorporación de vanguardias. Sin embargo, su
experiencia se le fue de las manos al sistema: con la clausura del decidida por
el gobierno de Onganía, los artistas e intelectuales vieron un abismo delante
de ellos: una posible salida fue la muestra Tucumán Arde, realizada en esa
provincia como respuesta a los conflictos producidos en la industria azucarera
por el cierre de ingenios decidido por la dictadura. La idea de la revolución y
el cambio inminente produjeron una transformación tan radical en ellos que
quisieron pasar de testigos de los hechos a protagonizarlos.
En medio, el furor de la novela latinoamericana produjo otro
cambio: los lectores accedieron a la escritura de gente que era como ellos, que
era de su lugar y que escribía sobre sus problemas de una manera admirable. Y
aquí hay dos ejemplos: Cortázar y Sabato. El primero, ya vivía en Francia, y
había despegado de cualquier clase de academia o canon. El segundo, de un
antiperonismo declarado, había pasado a un tibio apoyo a los jóvenes por ser
“la esperanza idealista”, (ver por ejemplo su tercera novela “Abaddón el
exterminador”, donde había guiños a los jóvenes).
Cortázar produjo un cambio sensible y de una actitud de
búsqueda estética y filosófica pasó a una práctica política hacia sus años
finales. En el caso de Sabato, luego de su tercera novela, que fue un retroceso
respecto de las dos anteriores, se reivindicó con la conducción de la Conadep y
la edición del informe Nunca Más. Sus últimos libros fueron colecciones de
artículos y ensayos en los que capeaba la amargura y la desazón respecto del
futuro del mundo y de la humanidad.
En paralelo, durante este período entre 1955 y 1966 los
escritores, intelectuales y artistas enrolados en el campo popular -peronista
especialmente– como Leopoldo Marechal, Horacio Rega Molina, Arturo Jauretche,
Gabriel Del Mazo, Homero Manzi, Hugo Del Carril, Alberto Castillo, Nelly Omar,
Libertad Demitrópulos, Graciela Maturo, Eduardo Azcuy, María Granata, Eduardo
Romano y otros- fueron sometidos al escamoteo sistemático o al fotoshopeo para
hacerlos digeribles. Primaba el ninguneo, ese mecanismo que parece, como el
colectivo y el dulce de leche, un invento argentino. El castigo era el olvido,
la nada, al punto que Marechal se autodefinía como el poeta depuesto, y decía
que sus coterráneos “me orinan a diario”.
Luego del golpe de Onganía se produjo en la sociedad
argentina una especie de doble desclasamiento, producto de varios hechos
políticos e históricos, en el país y en el continente. Por un lado, la clase media
intelectual, estudiante, artista o simplemente con inquietudes se proletarizó y
abandonó supuestos lugares de prestigio –universidades, academias- y se metió
de lleno en el fragor de la lucha política. Por el otro, los trabajadores –jóvenes
y adultos- iniciaron también un proceso de desclasamiento: se
intelectualizaron, se hicieron artistas, rompieron las rígidas estructuras
sindicales, ejercieron un protagonismo especial como vanguardia de la
revolución y del movimiento social y político en ciernes. Se generó un lugar
común de encuentro de intereses y aspiraciones de una sociedad mejor, más justa
que no resultó tolerable, porque ese encuentro era justamente garantía de
persistencia, de continuidad. Y además era un profundo cuestionamiento a las
instituciones de la cultura oficial: la academia, la universidad, el canon
literario, el museo de artes plásticas.
Hasta se hablaba de la muerte de la pintura.
El sistema no lo aceptó ni lo perdonó. Se aterró y se
abroqueló. Buscó inmediatamente, al día siguiente de entender que la cosa iba
por ahí, la forma de prepararse para que esa confluencia de intereses y
esperanzas no ocurriera nunca más. Por eso fue el vaciamiento cultural
deliberado, sistemático, planificado. Para eso había que denigrar, descalificar
y, en lo posible, eliminar, la ideología y el ambiente que lo habían generado.
Es la etapa del escarmiento.
Lo ocurrido con los libros y la industria editorial puede
ser un ejemplo de cómo se intentó desmontar un sistema que estaba en
construcción, un sistema que consistía en la búsqueda de mecanismos más justos
de relación, de redistribución de la riqueza según pautas de equidad y justicia
social, de circulación abierta, multidireccional y horizontal de la producción
cultural, de participación ciudadana, de libertad en cuanto a vida personal y
comunitaria, de solidaridad y de ejercicio de la soberanía popular en las
instituciones, entre otros aspectos. Y lo significa porque ya antes del golpe
militar la censura sobre las industrias culturales se había instalado para
obturar esta clase de expresiones. Así, durante el gobierno constitucional se
prohibieron películas –La Patagonia rebelde, Último tango en París, La naranja
mecánica-; revistas –Satiricón, Chau Pinela, El Descamisado, Militancia-;
libros –Las tumbas, The Buenos Aires affair-. Sin embargo, tras el golpe la
prohibición y la persecución fue sistemática y abarcó la literatura política
existente; las obras de psicología y filosofía contrarias que el régimen
consideraba subversivas; los libros de teología que cuestionaban la ortodoxia
religiosa o rondaban la teología de la liberación, hasta inclusive la Biblia en
su versión latinoamericana.
Algunos hechos posteriores son tristemente célebres: se
produjo la clausura de Siglo XXI en abril de 1976, la revista Crisis apareció
hasta mediados de 1976, y luego dejó de publicarse, debido a la censura del
gobierno militar. A continuación, se sucedieron las presiones y clausuras que
soportó el Centro Editor, el allanamiento de Eudeba el 26 de febrero de 1977,
entre otros. En el país hubo al menos tres quemas de libros oficiales, además
de secuestros de ediciones, censura y autocensura, persecución, detención y
desaparición de autores y editores.
Un ejemplo con Eudeba: el régimen militar designó en julio
de 1976 al socialista Luis Pan como director ejecutivo de esa editorial. Pan le
entregó al Comando del Cuerpo Primero del Ejército, conducido por Carlos Suárez
Mason parte del fondo editorial con libros censurados. El 27 de febrero se
realizó el operativo que terminó con la quema de casi noventa mil volúmenes en
el predio del Cuerpo I del ejército en Palermo. Rogelio García Lupo recuerda
que vio cuando los soldados cargaban los camiones con los ejemplares de su
gestión. “Pan fue quien llamó al Ejército y puso en sus manos toda esa
‘literatura pecaminosa’. El temía que alguien dijera ‘pero este Pan también es
socialista...’ Con esa operación compró protección, fue como una prueba de
amor”.
Ante una consulta sobre si existió un plan para desmantelar
la cultura, la escritora Ana María Shua, en un artículo de Marcelo Massarino,
titulado “Eudeba, botín de guerra”, aparecido en la revista Sudestada en marzo
de 2006 dijo: “Sí, hubo un plan más o menos organizado y sin duda una élite
civil asesoraba a los militares. No hay que dejarse engañar por ciertas
prohibiciones aparentemente disparatadas o risibles: la censura actuó en forma
eficiente y económica, como lo señaló el poeta y periodista Jorge Aulicino: ‘la
censura fue un correlato de la guerra sucia’. Fundada, desde luego, en una
visión del mundo, no se equivocó al medir con excesiva puntillosidad la
obscenidad de un texto o su poder disolvente. No importaba equivocarse con una
obra o dos. Lo importante era convertir el hecho de escribir o pintar o filmar
en un terreno peligroso. La censura también fue terrorismo de Estado”, asegura
la escritora. Y Hernán Invernizzi coincide con Shua que hubo un plan
sistemático y agrega que “eso no significa que se trataba sólo de un plan de
destrucción. Era un proyecto de control, censura y producción de cultura tanto
en la educación como en la cultura y la comunicación. Es un error creer que los
militares son todos brutos. Un error grave. Se trata de una imagen que ellos
mismos alimentaron para que no se tuviera en cuenta su capacidad de producción
técnica, cultural y científica con la cual, naturalmente, uno no coincide. Pero
una cosa es no coincidir y otra negar la capacidad del otro. Los intelectuales
civiles fueron una parte activa e importante de la dictadura, fueron socios en
un mismo proyecto”. Los militares tenían un programa cultural, elaborado con la
colaboración de filósofos, escritores, artistas, sacerdotes. Vale mencionar a
José Ignacio García Venturini, un profesor de filosofía que asesoraba a Videla,
entre otros intelectuales.
Hacia finales de 1976, gracias a la intervención de un
obispo conservador y con inicio en la revista Gente, la prensa inició una
campaña contra la Biblia latinoamericana, que en una traducción actualizada
introducía comentarios que permitían la interpretación y análisis de los textos
desde una perspectiva histórica y popular. Luego se sumaron los principales
medios de comunicación: La Prensa, Clarín, La Nación, Para Ti e inclusive el
semanario católico Esquiú. Como en otros hechos de la dictadura, nunca se podrá
determinar si en esto los civiles son cómplices, coautores o mentores de los
militares.
Una experiencia personal. En 1980, trabajaba en una pequeña
editorial de Buenos Aires, ediciones Carlos Lohlé. En ese entonces, estábamos
preparando la primera edición de la obra completa de Roberto Arlt, luego de
años de publicaciones agotadas e inhallables en las librerías. El trabajo lo
iniciamos con la hija de Arlt, Mirta, que en esa época se desempeñaba como
titular de la cátedra de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires.
Estábamos en tratativas con Julio Cortázar para que escribiera el prólogo, cosa
que finalmente hizo y con mucho placer y ternura, como era su actitud. Pero un
día –siempre hay “pero un día”- aparecieron en la editorial, que era un local
donde había una gran oficina a la calle, con un entrepiso y un depósito, un
grupo de inspectores de la DGI que decidió investigar los papeles de la
empresa. Por supuesto, en esa época la economía en negro era mucho mayor en
proporción –no en dinero- que ahora. Nadie aportaba por los sueldos que sus
empleados realmente cobraban, y las contribuciones y retenciones nunca llegaban
a las cajas. El impuesto a las ganancias, bien gracias. Entonces, esta gente de
la DGI empezó a investigar. Primero los libros de contabilidad, y después los
libros que se publicaban: la obra completa de Ernesto Cardenal, poetas
nicaragüenses, Arturo Paoli y otros teólogos de la liberación. Así estuvieron
tres, cuatro meses durante los cuales la editorial estuvo casi paralizada. Sólo
hacíamos lo de Arlt, que estaba en etapa de composición y armado, en plomo.
Pero no había ventas, que estaban congeladas por la inspección, y tampoco
pagos, que estaban supervisados por los inspectores. Casi quiebra la editorial.
Fue un escarmiento: la obra de Leopoldo Marechal, que seguía a la de Arlt,
quedó trunca. Y la de Arlt salió por tozudez de la empresa y sus empleados. La
DGI funcionaba, como se ve, como un apéndice del control dictatorial. Y sus
empleados no eran militares.
Otra experiencia personal. ¿Recuerdan que hablé de Botella
al mar? Bueno, en 1978 y 1979 esa editorial, que funcionaba en un pequeño
departamento del barrio del Once, organizó un curso de poesía al que asistí:
ahí me di cuenta que en la poesía podía circular algo de lo que no podía
circular por otros medios. Que la editorial servía para eso. Y en ese momento
yo, que era un poeta de fin de semana, me convertí en un poeta de todos los
días: escribía desesperadamente versos que decían eso que no podía decir a los
gritos. Y así publiqué mi primer libro, cosa que le agradezco y a la vez
reprocho a Arturo Cuadrado. Muchos logramos ese espaldarazo inicial, y seguimos
en la brecha, publicando, escribiendo, publicando. Esa editorial, como otras,
se constituyó en un espacio de resistencia, de lucha y de supervivencia. Algo
que se prolongó después de la dictadura durante las crisis hiperinflacionarias
que dejaron a los escritores y poetas independientes fuera del sistema y culminaron
con el menemismo. En esta última etapa se terminó de destruir lo que quedaba de
la industria editorial: los narradores escriben según pautas y formatos
establecidos y en un lenguaje neutro –la acción puede transcurrir en Madrid,
Buenos Aires, México o Bogotá porque no hay particularidades. Y eso se extendió
a los traductores: ahora todos lo hacen en un castellano (español, le dicen),
de doblaje de película.
¿Y hoy, qué? Se dice que los argentinos leemos 1,2 libros
por año en promedio y que la industria tuvo en estos años el mejor desempeño de
su historia. Cierto. Pero eso fue luego de la brutal devaluación post
convertibilidad que dividió por tres los costos laborales nacionales y así
permitió que la extranjerización producida en los años 90 se acompañara también
de un fabuloso incremento de sus ganancias.
La Cámara Argentina del Libro (CAL) agrupa 550 empresas, la
mayoría pymes editoriales, librerías y distribuidoras–. Entre 2003 y 2012 la
cantidad de títulos publicados aumentó, casi sostenidamente, de 13.066 a
26.367. Además, en estos años se imprimieron cifras récord: en 2012 sumaron 97
millones y contabilizaron ventas por 3.000 millones de pesos al tiempo que se
reduce la balanza comercial deficitaria. Esto ocurre porque el costo argentino
es menor y, gracias a la transnacionalización, las editoriales extranjeras
imprimen acá con pie de imprenta local aunque el sello y el lugar de la edición
sean foráneos.
A las nuevas ofertas de consumos culturales, Internet juega
un papel preponderante. Pero es necesario tener en cuenta que el 10 por ciento,
aproximadamente, de la oferta de libros proviene de ediciones pirata, y
representa aproximadamente 80 millones de pesos anuales. El libro digital ocupa
más del 17 por ciento de las ventas
totales; afecta en cambio sólo a la industria papelera y a los distribuidores,
pues representa ganancias similares
tanto para los autores como para las editoriales.
Veinte firmas concentran más del 85 por ciento del mercado y
la distribución se concentra en un 84 por ciento en las 225 librerías de la
Ciudad de Buenos Aires. Además, en la Argentina los autores perciben, cuando lo
hacen, uno de los más bajos porcentajes en concepto de derechos: entre el 10 y
el 15 por ciento del precio de tapa del libro, otro 15 por ciento va para gastos
de impresión, un 30 por ciento para la editorial, y el restante 40 por ciento
para la librería.
Hoy en día casi no quedan editoriales grandes de capital
nacional, algo que quedó para las pymes que proliferaron en esta última década:
Adriana Hidalgo, Bajo la luna, Mansalva, Beatriz Viterbo y otras. Acá en
Neuquén hay varios sellos: Ruedamares, Con Doble Z, Educo, Kurruf, El Fracaso,
en la capital, y La Grieta en San Martín de los Andes, entre las que conozco y
que configuran una suerte de red alternativa e independiente de circulación de
libros. También un espacio de resistencia.
Gerardo Burton
Neuquén, marzo de 2015
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