“Las páginas aquí reunidas, en sus seis primeras partes, fueron escritas entre 1931 y 1934. Aparecieron entonces en la Gazzeta del Popolo, de Turín. La fecha de cada capítulo corresponde a la de la publicación en ese diario, pero se trata de páginas elaboradas sobre apuntes hechos durante esos viajes, de uno y, a veces, de dos meses antes…”, escribió Ungaretti en el prefacio de Il deserto e dopo, (1931-1946, Milano, Mondadori, 1961). Se trata de un excepcional diario de viaje y, al mismo tiempo, de un libro con páginas de excelente poesía diseminada en relatos, ensayos y estudios sobre el espíritu religioso y filosófico de varios pueblos. Pero tal vez los textos más intensos y entrañados sean los dedicados a su Alejandría natal, esa Alejandría espléndida y andrajosa, turbulenta y fatalista.(Traducción de Guillermo Fernández. Publicado en la revista Tierra Adentro, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, número 61, octubre de 1992)
Perfume de algas
Ahora sueño al percibir otra vez el perfume de las algas de este mar. Un perfume único en el mundo. Su frescura punzante aquí es enorme, como la náusea que la acompaña.
Alejandro Magno
“¿Por qué esos hombres escarban como hormigas bajo esa mezquita, en tumbas de santones y bajás en todas esas galerías?”
“Buscan la sema donde Alejandro Magno recibió su sepultura y honores como un dios”.
Quizá no regrese a la luz, en su féretro de cristal, el cuerpo embalsamado del venturoso monarca; pero esta ciudad que él erigió sobre la arena fue, durante nueve siglos, la caldera en que se consumieron y fundieron los sueños de Oriente y Occidente. El hecho de sacarla a la luz es algo que merece toda la veneración en siglos venideros.
Alejandro, lleno de ceñuda gracia sobre el ímpetu del caballo, como puede verse en antiguas figuras, de los veinte a los treinta y tres años de su rápida existencia, realizó prodigios, y siempre lo he admirado como el modelo de la juventud.
Nació cuando comenzaba a propagarse la idea de que ser griego no dependía de la sangre sino de la educación; cuando corría la voz de que digno de llamarse griego era quien, en virtud de sentirse tal, demostraba ser hombre verdadero al colocar su dignidad en la plenitud humana. Nació cuando surgía el helenismo, esa corriente de ideas que impelía al griego a sentir su misión no como algo municipal sino universal. El discípulo de Aristóteles también era fruto de una tierra a la antigua.
A Filipo, su padre –del cual fue heredero a los veinte años de edad-, debió el ordenamiento rural de la Macedonia, de la que fue rey, y la lúcida energía que impuso al comando en la guerra de los demás estados griegos, presa ya de las discordias civiles. Olimpia, su madre, era de sangre furibunda: portaba como collar una serpiente viva. Era natural que Alejandro no pudiese concebir la idea del helenismo, que también la animaba, sino mediante una fantasía homérica.
Basta echar una ojeada a un mapa para medir la vastedad de su aventura, la primera grande de Occidente. Empleando los nombres actuales, ésta incluía Egipto y Cirenaica; en Asia Menor, Siria, Palestina, Armenia, Kurdistán, Mesopotamia, Persia, Bujara, Afganistán y Beluchistán. Cruzó el Indo.
El imperio se desmembra al morir Alejandro; pero no cesa, en vastas zonas, el dominio helénico; y no cesa lo que habría de tener consecuencias memorables incluso en la India: la prosecución espiritual de la aventura. Se establece una prolongada convivencia de la civilización europea con varios mundos orientales, una lenta corrupción de pensamientos y de formas que renovaría el mundo.
Se ha dicho que Alejandría fue la caldera donde el complejo tormento antiguo alcanzó la solución. Y por muchas razones. En principio, me parece, porque Alejandría se convirtió en el puerto del mundo; por surgir más acá del umbral de Egipto, en cierto sentido, Alejandría no formaba parte de Egipto. Ciudad extranjera, distante del Nilo, Egipto es un oasis cerrado. La suya fue una civilización singular, que recibió de la naturaleza y pidió al arte todas las precauciones para permanecer impenetrable en torno de su río.
En defensa del espíritu griego
Bajo el dominio de Ptolomeo Sotero, el primero de los Lagidas, muerto Alejandro, el espíritu griego se instaló en Alejandría con todas sus armas. Un espíritu ya declinante, pero armado con todos los recursos a los cuales recurre el espíritu cuando el instinto va apagándose. Puede decirse aún más: que por primera vez en Alejandría se organiza un espíritu para no dejarse abatir por la pobreza de la sangre. Aquí se osó desafiar incluso el sentimiento religioso; aquí comenzó la práctica de la anatomía y las ciencias tuvieron su primer desarrollo positivo. Alejandría vio nacer el espíritu crítico. Fue la ciudad de los proto-profesores. Los astrónomos, los poetas, los gramáticos, los filósofos y los historiadores que en el Museo –“la jaula de las Musas”, como lo llamaban entonces con sarcasmo- hacían vida en común a expensas del monarca y constituyen la primera universidad profana de que se tenga memoria. Realizaron la primera edición rudita de las obras de Homero; recogieron sistemáticamente los textos de la literatura griega; compilaron en 120 libros el catálogo general de la biblioteca, dirigida por el poeta Calimaco, clasificando las 700 mil obras que contenía, por orden de género y, los muy modestos, por origen de mérito. El espíritu griego organizó bien su defensa.
Sin embargo, apenas treinta años después de la muerte de Alejandro, Teócrito, poeta de moda en la corte de Filadelfo, reduce el soplo dórico de su Siracusa en figuras frívolas y mordaces. Y la Sicilia de los bueyes del sol, de la feliz visión homérica, de la verdad natural después de los engaños de la naturaleza, es para Teócrito una cosa nostálgica, una Sicilia bucólica. El arte, en medio de tanta sintaxis y métrica, ¿es ya puro juego?
Euclides demuestra, en la escuela que formó al ser llamado por Sotero, que de la forma de las cosas ya sólo es posible recabar argumentos para fijar la ley de las relaciones. ¿Problemas y juegos de lógica? ¿La filosofía es solamente elocuencia de geómetras?
Júpiter burlón
Este espíritu precioso, elegante y cincelador, que se irrita de su ligereza y pedantería, de la brevedad de los mundos que, por su impaciencia, cambian cada cinco minutos y es árbitro del gusto en el mundo; por el corte de los vestidos, por ungüentos y juguetes; por la gulosidad y las agudezas del placer amoroso, las indagaciones intelectuales, las formas e la fantasía y las novedades; este espíritu tan apegado a la vida –y en todo Egipto surgen gimnasios y estadios para los griegos; hasta las mujeres tienen un cuerpo efébico, como podemos verlo en las figuritas de terracota del Museo Greco-Romano de este municipio-. Este espíritu no se halla lejos de entonar las alabanzas de la muerte.
El clero egipcio puede subordinarse a los Lagidas; los Lagidas se hacen consagrar como faraones y casarse, de acuerdo con la costumbre egipcia, con cercanos consanguíneos, para mantener la pureza de la casta. El pueblo egipcio se mantiene encerrado en sí mismo y se subleva cuando puede.
Los Lagidas pueden ir aún más lejos: inventan un dios para Egipto y lo instalan como jefe del panteón egipcio. Y el dios Serapis querrá parecerse al Osor-Apis, a la idea pura, colectiva, de los toros sagrados, de los Apis muertos en el reino de Osiris, el cual es la eternidad de la muerte. Oh, Serapis. En los museos lo vemos con una barba florecida, con labios carnosos que tanto saben y una frente que parece sabia y oculta en el infierno; es un Júpiter burlón, un hombre sensual, un loco de su tiempo. El nuevo ídolo representa a Dionisos, a la existencia apresurada, a Zeus omnipotente, pero también al Hades y a una especie de esculapio curador, fusión de vida y muerte con lo eterno, piadoso ante la enfermedad. Comienza a manifestarse la conversión de los griegos. Ya medita acerca de la muerte; la vida y la enfermedad se unen en su inquietud. Comienza a cantar la debilidad y la miseria de la vida quien antes la miraba en la fuerza y en la hermosura.
Muerte y eternidad
La leyenda reza que, antes de la fundación de Alejandría, ya existían Egipto, Moisés, los etruscos, Pitágoras y Platón. Es posible. Pero en los etruscos el sentimiento de la muerte se manifiesta con horror: desde el nacimiento anhelaban, con horrenda complacencia, la llegada de los gusanos. Distinto sentimiento encontramos en el puño cerrado, en la gravedad de la desnudez y en la actitud decidida a no ceder de los faraones. Es posible que la contemplación de los templos construidos minuciosamente para no acabar, que esa perfección y esa armonía definitivas hayan sugerido a los griegos la idea del número y la mística del número: la perfección conmovedora, la estética. Pero al labrar los planos de las piedras duras de sus desiertos, en un aprendizaje milenario, de padre a hijo, dedicados por generaciones al mismo arte hasta alcanzar un estilo preciso, respetuoso en milésimas de milímetro, que jamás volverá a alcanzarse, todo este esfuerzo de los egipcios tiene la intención de asegurar la eternidad de la tumba. Y también su nominalismo –que quizá impresionó a Platón y animó la metafísica griega-, al poner tanto cuidado en la resistencia de un nombre esculpido y en su evocadora duración entre los vivos, pone de manifiesto la muerte, el umbral de lo eterno. Con su nominalismo, ellos debieron pensar que una persona o una cosa encarna, materializa una idea eterna, es nombre particular, símbolo momentáneo de una idea eterna; y al hacer imperecedero este nombre particular, una persona o una cosa resultan eternamente vivas, evocables para siempre. Le dieron un inmenso valor a la potencia de la palabra, a la magia. Ahora bien, si los griegos obtuvieron perfección y armonía del número, fue para aprehender perfección y armonía en la existencia, no sin amargura para la juventud, momento que no dura. Tuvieron el sentimiento trágico de la vida, pero en el cuerpo vivo pusieron todo cuidado, todo temor de desmesura estival. Si el misterio es rozado en Platón y, por lo poco que sabemos, en Pitágoras, lo es para hacer más sereno y menos ilusorio nuestro paso en esta tierra, o para que las sensaciones resulten más intensas y resonantes en la contemplación.
El último paso hacia el cristianismo
En fin, es posible que Moisés haya tenido en Egipto la intuición de una teología y de una moral. Ante la justicia, en el reino de la muerte; ante Osiris, Señor de la Muerte, el egipcio declara haberse abstenido siempre de cometer culpas semejantes a las que aparecen en el Decálogo. Por ende, la idea de codificar esas leyes de la conciencia es también una idea egipcia. Y Jehová se parece un poco a Osiris. Y es posible que la idea del Pueblo Elegido sea también una intuición tenida en Egipto. Pero el dios hebreo no es imaginable. Con su soplo tremendo arideció al hombre, por una culpa original que debe ser expiada. La expiación será la larga ausencia del Eterno, el Eterno inimaginable. Y cuando sea expiada, el Pueblo Elegido recuperará la felicidad y el Paraíso volverá a ser terrestre. El hebreo anhela la felicidad terrenal; el egipcio anhela la eternidad por medio de la tumba, y conoce sus figuras.
Los hebreos eran numerosos en Alejandría y ocupaba un vasto sector. Muchos de ellos ignoraban la lengua materna y sólo hablaban el griego. Setenta de ellos tradujeron la Biblia. Muchos de ellos eran doctores. Neoplatónicos muy sutiles. De las ocultas doctrinas del Nilo y el racional espíritu griego surgieron las sectas hebraicas que fueron el último paso hacia el cristianismo. Está por anunciarse el trascendente te ipsum. El hombre está a punto de superarse a sí mismo.
Como prefigurando el cristianismo, existía la figura de Osiris, que vivió y murió como mártir por causa de un hermano, que resucitó gracias a la piedad de la naturaleza misteriosa, la hermana y mujer Isis, innumerablemente velada. Pero resucitó en la Eternidad como Rey de la Muerte, de la vida verdadera, la eterna. Y de Isis tuvo un hijo, Horus, sol y halcón, el espíritu eterno.
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